Reflexiones. Prisioneros de nuestra elección y de sus consecuencias
Ganar una votación no da a los vencedores derecho alguno a someter o desconocer a los demás, ni otorga a sus ideas la categoría de verdad universal
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En la edición de abril de 2002 de la revista francesa Psychologies Magazine el filósofo humanista André Comte-Sponville, uno de los pensadores contemporáneos más originales y respetados, cuyo estilo depurado es capaz de hacer comprensible la filosofía para un público muy amplio, publicaba un artículo titulado Los límites de la democracia.
En tiempo de elecciones, como hoy, su relectura resulta muy interesante. La democracia sólo es posible, dice allí Comte-Sponville, si se acepta su propia finitud, sus limitaciones, su incompletitud. No votamos a condición de que ese voto traiga la solución a todos nuestros problemas, personales y colectivos.
“La democracia no es una religión, el pueblo no es un Dios, el sufragio universal no es una consagración”, advierte el pensador. No votamos, aunque lleguemos a creerlo así, a quien tiene la verdad, porque la verdad no es propiedad de nadie. La verdad no es asunto de la democracia, afirma Comte-Sponville, pero sin ella ninguna democracia es posible. Y sin democracia no hay República, porque ésta, con su división de poderes y el respeto por esa división, es la consagración de aquella.
Aunque a las generaciones más jóvenes, especialmente en nuestro país, este dato se les suele escapar, solo se puede votar si hay libertad. En tiempos en que esta se suprime, no se vota. Y hasta el pensamiento suele estar prohibido.
De ahí que votar sea mucho más un deber moral que una obligación legal. Sin embargo, no hay que confundir votación con democracia. En ésta lo que se vota es estrictamente político, porque, como dice Comte-Sponville, hay cosas sobre las que no se vota. Según su ejemplo, no puede votar acerca de cuánto es 1 + 1. O sobre si la Tierra gira alrededor del Sol. O sobre si es plana o esférica (por mucho que discutan los terraplanistas). O sobre si el agua moja.
Lo que es verdadero es verdadero, y la verdad no se doblega ni siquiera ante una mayoría que vote en contra de ella invocando la democracia. Si se pretendiera aplicar el sufragio universal a todo, concluye Comte-Sponville, se impondría la tiranía de la opinión, lo cual significaría la muerte de la democracia. Por el mismo motivo, ganar una votación no da a los vencedores derecho alguno a someter o desconocer a los demás, ni otorga a sus ideas la categoría de verdad universal. Una ideología, define el filósofo francés, es la generalización abusiva de un punto de vista particular. Y la democracia no concede vía libre a ninguna ideología.
En otro artículo publicado en la misma revista (esta vez en junio de 1999) y titulado La libertad, Comte-Sponville señala tres sentidos de la libertad: la de acción (cuando nada me impide actuar), la de la voluntad (no puedo no querer lo que quiero ni querer lo que no quiero) y la de espíritu (la del pensamiento que no obedece al yo ni a la voluntad, que solo se somete a sí mismo, a su necesidad de existir).
Somos de veras libres, proclama el autor con cierto aire existencialista, cuando comprendemos que no lo somos. En elecciones y en democracia, según su planteo, nuestro voto es libre, somos libres de votar un candidato u otro. Nadie nos obliga a nada. Sin embargo, no lo somos de nuestras ideas y opiniones.“¿Cómo votar a la derecha siendo uno de izquierda?”, se pregunta. “¿O a la izquierda si uno es de derecha?”. E incluso el votante indeciso o apolítico está condicionado por su propio razonamiento. Y una vez que hemos actuado (elegido) en ejercicio de nuestra libertad (la de acción, la de voluntad y la de espíritu), somos prisioneros de nuestra elección y de sus consecuencias. Porque, según Descartes, “lo que está hecho no puede permanecer no hecho, dado que lo hicimos”.
En fin, que ir a votar no es un simple acto que hay que sacarse de encima cuanto antes para tener libre el resto del día. Porque libertad y democracia son mucho más que dos palabras que se dicen fácil.
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