El usuario quedará a merced de la suerte: para que sean útiles las conclusiones de la IA, antes de formular la pregunta hay que conocer la respuesta
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La amenaza siempre latente de la tecnología; la tensión que mantenemos con nuestras propias invenciones, con los artefactos que nosotros mismos pergeñamos, radica en la posibilidad pesadillesca de que se pasen de la raya y dejen de ser meros auxiliares en la tarea cotidiana (a cargo, por lo general, de las faenas más pesadas) para volverse inquietante competencia, potenciales rivales; candidatos directos a sustituirnos. No es una preocupación nueva ni generada exclusivamente por los sofisticados avances actuales. Basta con pensar en la invención del oficio de niñera: la madre necesita que sea lo suficientemente buena, inteligente y amorosa como para confiarle sus hijos sin recelos; pero no tanto como para alimentar el fantasma de que el niño la prefiera…
El economista Eduardo Levy Yeyati, autor, junto con Eduardo Judzik del libro Automatizados (Planeta), afirma que, con la llegada de la Inteligencia Artificial, no quedará área del trabajo humano intacta. No solo en el sentido material de la producción sino aun en el más filosófico y vinculado a la creación de la poiesis griega. Con el tiempo y con el progreso de sus mecanismos, todo lo podrá la IA; y, en algunos casos hasta podrá más y mejor que nosotros mismos.
¿Qué nos queda a los humanos? Hacernos fuertes allí donde la criatura es débil. Y en esto, la tracción a sangre de nuestras neuronas y de nuestra capacidad para aprender será crucial. Para entender los beneficios (y por lo tanto los límites y nuestras oportunidades de supervivencia), un artículo recientemente publicado en LA NACION comparaba la IA con dos objetos caros a la cultura analógica: la calculadora y la enciclopedia. La primera es una herramienta útil para aligerar el yugo (en ese sentido la inteligencia artificial sería valiosísima); la segunda es fuente de saber y esclarecimiento. Pero puesta en esa función, la IA podría volverse engañosa. En ese caso, como el navegante que no puede aprovechar la bondad de ningún viento porque ignora a dónde debe dirigirse, el usuario quedará a merced de la suerte: para que sean útiles las conclusiones de la inteligencia artificial, antes de formular la pregunta hay que conocer la respuesta.
En el mundo de las máquinas pensantes, ¿quedará un resquicio para que los seres de carne y hueso colemos, no el error -que el robot ya también se encargará de equivocarse- sino la humana, vital imperfección?
Levy Yeyati cree que lo que podremos hacer al respecto es poco pero esencial. La inteligencia artificial será capaz de producir arte pero ¿hasta qué punto, cuántas veces, superada la novedad, querremos asistir a un concierto en el que solo suenen máquinas autónomas? La IA podrá, además de componer, ejecutar música, sin duda, pero ¿podrá también interpretarla? Es paradójico: el ideal de perfección del artista (bailarín, instrumentista, actor) es una especie de sublime repetición una vez alcanzado el nirvana de la máxima excelencia. Que nada turbe ese ritual donde cada gesto y cada fraseo han sido pensados y pulidos hasta lograr su mejor forma. Que nada lo turbe, ni un estado de ánimo, ni un quebranto físico; que sea siempre igual a sí mismo en el cénit de sus posibilidades. Para la rutina artística de la máquina, en cambio, la perfección consistiría en la posibilidad de disloque. La inteligencia artificial podrá, sin duda, pintar cuadros. Pero, ¿cuánto tardaremos en anhelar la huella perceptible de la mano humana detrás del pincel? (¿habrá pentimenti en los cuadros que pinten los robots?).
Así, la tarea crucial de mujeres y hombres será poner límites, elegir, decidir cuánto y hasta dónde. Demandar el “hecho por humanos”, en palabras de Levy Yeyati, la artesanía, la cualidad de lo único. Recuperar y valorar, sin desprecio ni vergüenza, esa veta sagrada que anima todo cuerpo humano. El aura, aunque sea menguada, de la obra, su singularidad. Cuánto aliento humano en el mundo que nos rodee seremos capaces de exigir dependerá, nos recuerda el escritor, de la calidad de la educación que decidamos darnos.
Sin dudas, la inteligencia artificial podrá producir criaturas antropomorfas que reemplacen, en los distintos medios y plataformas, a periodistas, conductores, presentadores, locutores, especialistas en las más variadas disciplinas teóricas y prácticas. Pero, ¿tendrá grano la voz de la entelequia, tendrá ese elemento inasible que Roland Barthes ubicó en el sustrato metafórico de todo discurso hablado?
Aura y grano. Tal vez sí; tal vez los humanos decidamos dar a la máquina ese fuego prometeico; tal vez logremos que la máquina lo asimile. No sabemos, en ese caso, qué ganaremos. Sí lo que se pierde.
Muchos años antes de que la inteligencia fuera artificial, Hugo Beccacece, el más exquisito periodista cultural de la Argentina, afirmaba que el mayor de los lujos es el contacto con la piel de la persona amada. Masificados, reducidos a fuerza de trabajo, consumidores o audiencias, acaso esta nueva vuelta de tuerca tecnológica que hemos producido nos devuelva una brizna del misterio perdido.
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