Periferias. En la “modernidad líquida” también naufragamos
El hecho fue noticia, pero acaso también sea síntoma de un malestar asordinado, desplazado.
Breve: el centro de estudiantes de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional de Rosario produjo una especie de protocolo de interrupción voluntaria del examen (y las autoridades universitarias aceptaron ponerlo a prueba) por el cual un alumno, durante un final, puede pedir la suspensión del proceso examinador y su reprogramación, si considera que fue objeto de alguna situación improcedente.
Las circunstancias en las que el estudiante puede solicitar dicha interrupción, según registró la crónica periodística, son las siguientes: que un profesor pretenda tomar un tema fuera de programa; que invalide, en la respuesta del alumno, un concepto respaldado por la bibliografía; o que el estudiante considere que le han faltado el respeto.
Las dos primeras son relativamente fáciles de discernir según criterios (perdón por la antigualla) objetivos; la tercera, en cambio, en tiempos de hipersubjetividad e hipersusceptibilidad (Baudrillard nos habló de la hiperrealidad, pero va siendo hora de tomarse en serio otros excesos) tiene bordes lábiles.
Más allá del destino que aguarde al protocolo, y de su pertinencia o no, teniendo en cuenta la posibilidad de recurrir a otros mecanismos aceptados para denunciar irregularidades en un examen, su mera existencia parece hacer visible un conflicto más profundo: que entre docente y estudiante medie un documento que contemple siquiera la posibilidad de que el alumno pueda ser tratado de manera irrespetuosa, o arbitraria al extremo de juzgar errónea una respuesta suya correcta, o injusta al punto de indagarlo sobre asuntos que no tendría obligación de conocer, muestra que en la relación de confianza y consideración mutua que debe primar en el aula, algo se “quebró”, como dijo a la prensa la pedagoga Esther Levy.
También, en el plano más hondo de lo simbólico, denota otra crisis, al poner indirectamente en la picota dos conceptos que parecen naufragar en aguas de la “modernidad líquida”: autoridad y conocimiento.
Médico con décadas de experiencia en la docencia, Alberto Muniagurria dijo al diario La Capital: la medicina “se trata de una profesión que exige conocimientos.”
Y luego: “Hoy nos enfrentamos a una generación de alumnos que no tiene facilidad de palabras; saben conectarse con la tecnología, pero no saben expresarse. Nosotros debemos formar profesionales que conozcan la terminología, el idioma de la medicina, para que sepan dialogar con un paciente, con un ser humano que llega al consultorio y al que hay que explicarle una enfermedad, contenerlo.”
Y también: “Hay que aprender a ser evaluado.”
Conocimiento y autoridad, entonces; valores que se ponen fuertemente en juego en una situación de examen: el conocimiento al que aspiramos cuando estudiamos una disciplina y que –más allá de la intuición de cada quien, siempre importantísima en el proceso de producir nociones nuevas– se rige por parámetros científicos (nunca se trata de “mi verdad”); y la autoridad que les reconocemos a quienes nos transmiten dichos conocimientos y refrendan luego (sí, con su aprobación formal en una evaluación) que hemos adquirido esos saberes, que los hemos hecho propios. No se trata de presentarse a un examen en estado de sumisión o de aceptación pasiva de la arbitrariedad; sí de admitir una saludable y necesaria dosis de asimetría entre aquel cuya función es enseñar y quien ha elegido y decidido aprender.
¿Hay docentes que abusan de su posición de poder frente al alumno? Sí, claro (y en estos años hemos visto ejemplos hasta el hartazgo, sobre todo en la variante extraviada del adoctrinamiento político-partidario). Pero cuando uno “rinde” un examen, también (y en primer lugar) lo hace ante sí mismo. Por supuesto que lo ideal es que la situación se desarrolle en forma impecable; pero el devenir cotidiano suele ser imperfecto, rugoso, lleno de asperezas, de obstáculos “injustos”. Y el modo en que reaccionamos ante esas dificultades, la pericia con que resolvemos un contratiempo inesperado, la templanza con que nos sobreponemos a una derrota, la capacidad que tenemos para extraer una enseñanza del fracaso, también son conocimiento; un aprendizaje por el que nadie nos dará un diploma, pero sin el cual quedaremos siempre perplejos e indefensos ante los sinsabores de la vida. Y sin tener a mano la tecla para “deshacer”, ni un protocolo para frenar la realidad y pedir que la fortuna nos vuelva a tomar el mismo examen, pero la próxima vez ante una mesa más comprensiva, por favor.
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