Pablo Bernasconi: “Era el típico que dibujaba todo el día, pero mal”
Artista de la imagen y de la palabra, el ilustrador y diseñador gráfico revisa su carrera y pide que “nunca dejemos de jugar”
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El placer de jugar y el desafío de enfrentar el aburrimiento. La curiosidad por aprender y combinar distintas disciplinas. Animarse a experimentar y a equivocarse sin temor al fracaso. Esos son los caminos creativos que le gustan transitar a Pablo Bernasconi, autor, ilustrador, artista y diseñador gráfico, tanto cuando crea un libro para chicos, cuando pinta cuadros en su estudio de Bariloche o cuando pega un salto al vacío y decide fundar una galería de arte en plena pandemia para exhibir y vender sus trabajos y de colegas emergentes. También, cuando explora temas que primero lo desconciertan y, luego, lo apasionan.
Algo así le sucedió hace unos años con el infinito, un concepto tan fascinante como inasible que lo llevó a internarse en materias como la física cuántica y la filosofía. De ese recorrido surgió uno de sus libros más complejos y exquisitos (El infinito, publicado por Sudamericana) y una muestra itinerante con ilustraciones originales y objetos curiosos, que ya se presentó en Buenos Aires, Córdoba y Mendoza.
Uno de sus juegos creativos preferidos es inventar personajes con piezas de uso cotidiano: con una tapa de un cesto de basura, una pluma y un serrucho representa a Don Quijote y con un rallador de verduras le da forma a un cohete. Bernasconi es mucho más que un ilustrador: es un creador de un universo lúdico fantástico, un artista de la imagen y la palabra. Y esas creaciones se pueden descubrir en el magnífico álbum de colección Retratos, editado por Edhasa.
Hijo de científicos (su madre era química y su padre, ingeniero nuclear), creció en un ambiente de estudio y experimentación, rodeado de libros y fórmulas matemáticas. Nació en Buenos Aires en 1975, pero a los cinco años se mudó con su familia a Bariloche. En 1978, su madre, que trabajaba en la Comisión Nacional de Energía Atómica, en Ezeiza, pidió el traslado a Bariloche. En la ciudad patagónica, donde Bernasconi volvió a vivir en plena crisis de 2001 y formó su propia familia, cursó la primaria y la secundaria. Allá, entre lagos, cerros y paisajes nevados, empezó su relación con la lectura, el arte, el cine y la ciencia.
Un recuerdo (“una imagen”, según sus propias palabras) de la infancia que permanece indeleble es el “desordenado orden” de la biblioteca de sus padres. En los estantes de abajo, su madre ubicaba los libros “aptos” para chicos (María Elena Walsh, Mafalda); en los más altos estaban los otros, los de “grandes”. Como, por su estatura de niño, no llegaba a los de arriba, él se las ingeniaba para alcanzar algún ejemplar que le despertaba curiosidad. “Los estantes, a medida que estaban más altos, se ponían más ásperos. Entonces, yo recuerdo las alturas de la biblioteca como una experiencia ‘escalable’. Me trepaba para alcanzar un ejemplar y descubrir por qué estaba ahí arriba. Por supuesto que, cuando lo abría, no lo entendía. Me llamaban la atención esos signos, que parecían jeroglíficos. Era muy seductora la idea de pensar qué decía ahí y un verdadero desafío asomarse a lo incomprensible, a la abstracción total”, recuerda.
En aquella altísima biblioteca familiar que se desafiaba a escalar había libros de física, de matemática, de química mezclados con títulos de Wilde, Camus, Miller, Borges. De aquellos años proviene un hábito, que mantuvo siempre: empezar a leer por el final. No importa si se trata de un texto breve o de varias páginas: empieza, siempre, por el último párrafo. Lo hacía, también de niño, con el diario que compraban todos los días en su casa. Lo primero que leía era la página de atrás, la de las historietas.
El ritual de leer primero el final lo impulsó hace unos años a imaginar escenas que narran con palabras e ilustraciones la trama de las historias que más lo conmueven. Esas obras dieron lugar al libro Finales (Edhasa) y a una muestra integrada por gigantografías de las ilustraciones originales y también construcciones metafóricas alrededor de la literatura y los autores.
Fue su primera exhibición itinerante y estuvo de gira durante diez años. Ahora, mientras su muestra El infinito, una interesante ampliación de su libro homónimo publicado por Sudamericana en su colección infantil, se presenta en Mendoza, Bernasconi está sumergido en otro universo que lo desvela: el arte abstracto.
Por todas las búsquedas creativas que emprendió a lo largo de su carrera que dieron frutos como los libros, las muestras, las obras que vende en el país y en el exterior, entre otros desafíos, fue premiado este año con el Konex de Platino a las Letras, en la categoría literatura infantil. Compartió distinción con la prestigiosa autora patagónica María Cristina Ramos. Ya había sido nominado como candidato argentino a los dos premios internacionales más importantes del género infantil: el Andersen, conocido como el “Pequeño Nobel” y el Astrid Lindgren Memorial Award (ALMA). “Ayer estaba ordenando mi estudio y encontré un premio que me dieron hace unos años y me parece hermoso: amigo de las bibliotecas populares. Hay ciertos galardones, como el Konex, que distingue la trayectoria, que te reafirman la idea de seguir arriesgando o seguir fracasando, que es toda una rareza. Que te permitan seguir equivocándote me parece que es lo mejor de los premios”, dice muy convencido mientras desayuna en un café de Núñez, recién llegado del aeropuerto Jorge Newbery. Bernasconi viajó en noviembre a Buenos Aires para recibir su estatuilla en un acto a sala llena en Ciudad Cultural Konex, donde agradeció el reconocimiento y pidió (casi como un niño grande) que “nunca dejemos de jugar”.
–¿Eras el típico tímido que se “escondía” de los demás dibujando todo el día?
–Sí, era el típico que dibujaba todo el día, pero mal. No tenía ningún don extra frente a mis amigos en ese momento, solo que me pasaba más tiempo haciendo dibujos y, obviamente, tenía más práctica. Me pasaba mucho más tiempo mirando también libros, cómics, todo lo que fuese visual. También, todo lo que fuese literario. Le dediqué mucho tiempo a todo eso en mi infancia. Y así, a medida que mis amigos fueron dejando de dibujar, yo seguía y seguía. Mis dotes seguían iguales, pero me generaba más confianza, me sentía cómodo con el dibujo. Dibujaba solo, nunca fui a un curso. Me hubiera gustado, pero en esa época no era común o, al menos, no donde yo vivía, en las afueras de Bariloche.
–A los 18 años viniste a Buenos Aires a estudiar Diseño Gráfico en la UBA. ¿Cómo fue el encuentro con la gran ciudad?
–Vine a esta ciudad porque quería estudiar algo que era infrecuente; de hecho, prácticamente no existía la carrera de Diseño Gráfico en ese momento. Existía, pero no había egresados. En Buenos Aires vivía mi abuela, así que tenía dónde parar y me vine a los 18. La Universidad de Buenos Aires me pareció un lugar faraónico. Me acuerdo que la vinimos a conocer con mi mamá y esas aulas, donde después di clases, eran gigantes. Todo acá me parecía exacerbado.
–¿Y cómo fue que volvió a aparecer Bariloche como lugar para vivir?
–Bariloche volvió a mi vida en 2001 por el corralito. En Buenos Aires trabajaba en el diario (era ilustrador y diseñador de Clarín) y daba clases en la facultad. Tenía un dinero para comprarme un departamento, pero me agarró el corralito y perdí todo. Había recibido ofertas para irme a trabajar a otros países y era muy tentador, pero también era muy triste la situación, muy angustiante. Me daba la impresión de que me iba a costar volver si me iba. Entonces, decidí renunciar a todo acá y volver a empezar de cero en Bariloche. Dije: “Me voy, pero no del país”. Mi familia vivía allá y eso me facilitaba mucho la logística. Fue lo mejor que me pudo pasar.
–¿Por qué?
–Hoy yo lo agradezco. Creo que, si no hubiera sido un momento tan trágico, probablemente no hubiese vuelto a Bariloche. Yo estaba bien en Buenos Aires, tenía trabajo, pero por una cuestión de sanar decidí irme y todo lo que vino después fue genial.
–¿Vivir en las afueras de una ciudad patagónica, rodeado de esos paisajes, te inspiró a crear?
–Me parece que, en lo personal, lo emocional, lo madurativo, en la salud y en mi mente, la construcción de mi carrera en Bariloche me llevó a ver las cosas con perspectiva: físicamente me alejo y lo veo mejor. Y entendí que eso me funcionaba más que estar en el ojo de la tormenta. En Buenos Aires me sentía como agredido por tanto estímulo y comprendí que alejándome podía disfrutarlo más, observar todo con otra contextura.
–¿Cuál fue el primer trabajo profesional que te encargaron, ese que recuerdes como “mi primer sueldo”?
–Todavía estudiaba en la facultad cuando me empezaron a pedir logos para algunas marcas, que era lo peor que yo podía hacer. Cosas muy chiquitas y yo, ilusionado con pertenecer un poco al mundo del diseño gráfico pago, aceptaba. Y después entré por un brevísimo período en una agencia de publicidad. Huí enseguida porque me di cuenta que eso no era lo mío. Fue a mediados de los 90. Por esa época, empecé en el diario en diagramación, infografía e ilustraciones. Como en todo medio, siempre había urgencias. Venían los jefes a pedir ilustraciones urgentes y si no llegaba la foto, me ponía a hacer collages con imágenes de archivo. Así empecé a tener muchísima práctica porque otros me empezaron a usar también como bombero para apagar incendios de inmediato. Fue una práctica salvaje.
–¿Y cuándo pasaste de “bombero que apaga incendios con ilustraciones” a crear una obra de arte, un libro álbum?
–Cuando me empezaron a convocar para trabajos como diseñador, me pedían lo mismo: solucionar problemas. Empecé a ilustrar libros, manuales, revistas de distintas clases, a expandir ese universo. Y los libros tomaron un cuerpo más parecido a lo que yo había aprendido y ahora estaba enseñando en la facultad, que era lo proyectual: tengo más tiempo, más páginas; tengo un criterio, un estilo. Tengo una relación con la narrativa y tengo que contar algo. Claro que todo eso era diferente a una tapa de un suplemento o a la urgencia del cierre de un diario: era otra cosa, otro tiempo, y me empecé a fascinar con ese proceso de trabajo.
–¿Cuál es el primer libro que contenía todos esos elementos?
–Cuando empecé a ilustrar, ya empecé a narrar. Era jugar, siempre la búsqueda fue jugar. El primer libro que ilustré profesionalmente fue uno de Cecilia Pisos que se llama Un cuento por donde pasa el tiempo, de la colección Los caminadores de Sudamericana. Me convocó la editora Mariana Vera, que acababa de ingresar a la editorial en el lugar de Canela. Era su primer proyecto también. Y ahí nomás me ofrecieron otros y le presenté a Mariana un proyecto que ya había presentado (me lo habían rebotado y ella me lo publicó). Era El diario del capitán Arsenio.
Dedicado a su padre, que le “enseñó a volar”; y a su madre, que le “enseñó a aterrizar”, el primer libro de Bernasconi como autor integral fue relanzado en 2023 dentro de la colección del sello Sudamericana que lleva el apellido del ilustrador y está integrada por diez títulos. Este año, en una edición de tapa dura, salió una “precuela” y una continuación: El joven capitán Arsenio y la máquina imposible y El sueño del pequeño capitán Arsenio. Todos están protagonizados por Manuel J. Arsenio, un “maestro quesero, herrero, buzo y, sobre todo, un precario capitán de navío, al que se le asignaban las tareas más sencillas, que aun así arruinaba”. La historia de Arsenio llega a las manos de los lectores gracias a un diario que escribió en 1780 y pico, cuando el capitán se retira de los mares para dedicarse a su verdadera pasión: crear una máquina de volar.
Su primer libro infantil se publicó en el país a fines de la década de los 90. Pero (con Bernasconi siempre hay sorpresas), unos años antes había salido en el exterior. “Es paradójico, pero publiqué primero afuera que en la Argentina: en Inglaterra y en los Estados Unidos. Los proyectos que acá no me querían publicar, los presentaba a editores extranjeros. Así que El diario del capitán Arsenio salió primero en los Estados Unidos y el segundo libro, El brujo, el horrible y el libro rojo de los hechizos, en Inglaterra”, cuenta.
Con el humor que caracteriza sus historias y juegos de sentido, está protagonizado por Leitmeritz, un brujo que resuelve los problemas de todo el mundo gracias a su libro de hechizos, pero no logra alegrarle la vida a su asistente, Chancery, un hombre azul y triste a quien le dicen el Horrible. Es el único título argentino que integró en 2020 la lista de recomendados del jurado del premio Hans Christian Andersen. Además de elegir a los ganadores del “Pequeño Nobel”, la prestigiosa asociación sueca selecciona veinte libros para chicos y jóvenes de los autores nominados en cada categoría. También en 2020, Bernasconi (junto con María Wernicke) fue propuesto por Alija (Asociación de Literatura infantil y Juvenil de la Argentina) como candidato de la Argentina al premio Alma, organizado por el Consejo de Cultura de Suecia.
Los relatos de Bernasconi son simples y, al mismo tiempo, muy profundos. En Mentiras y moretones reunió veinticuatro historias ilustradas y se animó por primera vez a escribir textos más largos y más personales demostrando así su madurez como autor. Siempre con el recurso del humor y los juegos de palabras, en los cuentos aparecen miedos, golpes, preguntas filosóficas, historias y leyendas de personajes entrañables. “Quería abordar un libro sobre los golpes, el fracaso, las desventuras, las pérdidas, la desilusión. Sucedió que me tocaron vivir muchas de esas cosas mientras el libro fue tomando forma. Los cuentos reflejan en parte estos procesos de forma metafórica. Lo que propongo, como eje temático, es que la relación entre los golpes, el dolor y la memoria, tiene un componente enorme de imaginación, de interpretación posterior, de digestión anímica”, declaró a LA NACION en agosto de 2016, cuando se publicó el libro. Por entonces ya hacía seis años que publicaba sus ilustraciones en este diario, que pueden “leerse” todos los domingos en la contratapa.
De Mentiras y moretones surgió otro libro magnífico, Recíproco, protagonizado por Lucía, una nena que “no quiere dormir si antes no le leen un libro. Siempre el mismo. Lo sabe de memoria, lo recita palabra por palabra y de principio a fin”. También de allí surgió un “salto” (que él llama “desafío”) que se impuso como método creativo: animarse a subir a un escenario para jugar con las metáforas y los dibujos de Mentiras y moretones y vencer, así, su aversión al teatro.
“Ese libro incluye muchas historias de golpes que yo me había dado: la muerte de mi madre, la enfermedad de mi hija (tiene diabetes), mi separación. Todo eso sucedió más o menos en la misma época y, claro, el libro se ve afectado por la catarsis. Una vez que salió, se me ocurrió hacer una obra de teatro que me gustara como los libros que me gustan a mí. Yo tenía un problema con el teatro: la pasaba muy mal, pero muy mal, como espectador. Me daba vergüenza ajena. Me agarraba un ataque en plena función y me tenía que ir. De hecho, siempre buscaba las butacas de los costados para salir sin molestar. Más allá de si la obra fuese buena o no, yo sentía mucha incomodidad. Y la manera de resolverlo, que no me siguiera pasando, fue hacer una obra que me gustara y subirme al escenario así no me podía ir porque iba a ser yo el que estaría ahí arriba”.
La idea resultó. Bernasconi convocó a un grupo de amigos (un abogado que también es actor y un músico) y empezaron a jugar. Por entonces pensaba: “No sé qué va a pasar con esto, no sé si va a ser una obra de teatro o si lo vamos a presentar en el living de mi casa, pero vamos a jugar con los textos, con las imágenes y con los objetos”. El juego entre amigos comenzó a crecer y a tomar forma de espectáculo. “Aprendí a querer el teatro y a disfrutar del escenario. Me pareció realmente maravilloso. Descubrí que es cierto eso que dicen los actores que no hay una función igual a la otra, no hay un público igual al otro. Aprendí a ver lo orgánico del teatro y me encantó”.
Además del escenario, donde se animó a bailar y a cantar, Bernasconi da conferencias estilo TED y este año fue el elegido por la Fundación El Libro para dar el discurso inaugural de la Feria del Libro Infantil y Juvenil. En todos los casos prepara antes unos apuntes y listo. No le gusta leer en público, prefiere improvisar.
–Hace unos años, en una charla en el espacio cultural de la Biblioteca del Congreso contaste que te da cierto pudor enfrentar a un auditorio. Pero recuerdo que empezaste a hablar y no paraste durante dos horas.
–Hay algo de una timidez puesta en escena. Es como decir: “Esto también es un desafío”. Siendo autor e ilustrador podría estar tranquilamente refugiado dentro de mi propia cabeza, pero creo que exponerse requiere un nivel de clarificación del pensamiento que me parece importantísimo. Eso lo aprendí en la universidad también: entender que lo que sabía no lo sabía hasta que lo podía explicar a los demás. Tengo una charla que se llama “Un dibujo chiquitito”, que resume mi idea sobre la creatividad: yo dibujo en cuadernos y empiezo con dibujos muy chiquitos y voy explorando hasta desarrollar un proyecto, una idea. En el camino, puedo equivocarme un montón de veces y eso es, justamente, lo que interesa.
–Este verano, en Bariloche, presentaste un “maridaje” original con una bartender que creó cócteles a partir de tus personajes. Fue como dar todavía un paso más en la interdisciplina.
–Sí, es que yo adoro esos cruces. Me gusta combinar lo literario con la ciencia, el teatro, el cine, la filosofía. Me parece que enriquece. Creamos tragos a partir de obras y de personajes. Fue muy divertido. Por ejemplo, “El viejo y el mar” tenía espuma de sal y ron por Hemingway y “El Principito” era un whisky clásico con un hielo hecho con agua de rosas y pétalos.
–Tu galería de arte La ridícula idea nació en plena pandemia. Cuando todo cerraba, vos decidiste abrir un espacio para artistas.
–Era un momento en donde lo tangible estaba en crisis. Cualquier proyecto que no fuera virtual parecía ridículo en ese contexto. Yo recibía consultas de mucha gente que quería ir a mi estudio, que está en mi casa, donde tenía mis obras. Pero no quería que la gente que no conocía fuera a mi casa. Entonces dije: “Voy a armarme un estudio en otro lado para exhibir mis obras y dar espacio a los artistas de la zona”. Así surgió la galería. Lo de “ridícula idea” nació porque me parecía que en la pandemia poder encontrarnos, compartir, era algo ridículo.
En la actualidad, la galería (una casita de madera ubicada sobre la avenida Bustillo, frente al lago) abre al público los sábados por la tarde. Además, organizan visitas a muestras, charlas y presentaciones. Todo, siempre, con una invitación a jugar, a sorprenderse. “Estoy convencido de que el juego es lo último que se va a extinguir en el planeta”.
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