Obsesiones y delirios de grandeza del creador de los Muppets. el hombre que murió demasiado pronto
El ganador del Oscar, Ron Howard, es el director del documental que se estrena esta semana y que narra la vida del hombre que dio vida a los títeres y las marionetas más famosas del mundo
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Hace poco más de una semana, el pasado 16 de mayo, se cumplieron 34 años de la muerte de Jim Henson. El creador de los Muppets se fue demasiado pronto, demasiado inesperadamente, con demasiadas cosas todavía por hacer. Tenía 53 años y al parecer se trató de una infección pulmonar fulminante, a la que no le dio importancia a tiempo: tan ocupado estaba como para ir al médico. Y el tiempo era justamente su obsesión, según los testimonios que recorren cada uno de los documentales en los que muchos de quienes lo conocieron y trabajaron con él hablan del incansable creador de los títeres y las marionetas más famosas de la televisión mundial.
Henson era el hombre que no dormía, siempre consagrado a sus siguientes cinco proyectos, todos desafíos, cada uno un paso hacia lo desconocido. Invariablemente, los entrevistados de estos films y programas acerca de Henson o sus creaciones (como Henson’s Place, de 1984 o Muppets Guy Talking, de 2017) hablan de una creatividad, honestidad y bondad sin grietas, y también de la sensación de orfandad que se apoderó de la compañía cuando él ya no estuvo más ahí. A estas voces ahora se suman los de Jim Henson: el hombre y las ideas, dirigido por Ron Howard (el actor y director, responsable de, entre muchas otras películas, Splash, Apolo 13, Una mente brillante, El código Da Vinci y Rush), proyectado en la sección Cannes Classics del festival francés y a punto de estrenarse en Disney+ a partir del próximo 31 de mayo.
Entre otros fragmentos de la inmensa obra de Henson, en Idea Man (título original del documental) pueden verse partes de “Time Piece”, un corto experimental en el que es imposible no leer una particular preocupación por el carácter finito, elusivo del tiempo. Una obsesión que, según se señala el documental de Howard, tiene que ver con la temprana muerte de su hermano en un accidente.
“Time Piece”, contaba Howard días atrás, “está protagonizado por un hombre, el propio Henson, que se encuentra permanentemente en movimiento. (Jim) entendía lo frágil que era la vida; no creo que quisiera dar nada por sentado. Quería aprovechar todas las oportunidades y asumir los desafíos. En Time Piece está todo el tiempo literalmente corriendo y tratando de ganarle al reloj”.
El corto completo puede encontrarse fácilmente en YouTube, y en el se aprecia la pulsión vital de su autor, sus ganas de jugar con distintos materiales y experimentar con el montaje, así como varias obsesiones que caracterizaron buena parte de su obra: el choque entre civilización y naturaleza, el impulso artístico y el trabajo oficinesco-corporativo; y recurrentemente, el instinto sexual y la violencia latentes en el ser humano, y sus eventuales explosiones. El grito de liberación de fines de los 60 estaba en el aire y las creaciones del titiritero que –ya quedaba claro en ese entonces— no hacía lo suyo pensando en un público infantil, capturaban el espíritu de su época.
“Son superestrellas. 250 millones de personas los disfrutan cada semana. Es posible que no nos demos cuenta de que esto de hacer y mover a los muppets también es un arte. Sentado aquí está el mismísimo maestro de los Muppets. Sólo hay una palabra para (definir a) Jim: es un genio. (…) Y en la silla junto a él y, de hecho, rara vez lejos de él, está su amigo y cercano colaborador: un hombre que realmente hace honor a su nombre. Damas y caballeros, el señor Frank Oz. Y el señor Jim Henson”.
La voz grave, teatral y algo parsimoniosa de Orson Welles domina el estudio de televisión en el que se graba el programa del legendario director de El ciudadano es conductor. Corre 1979 y los títeres de Henson han alcanzado la cúspide del éxito gracias a El show de los Muppets, que tras ser rechazado por múltiples cadenas de la TV estadounidense recaló en la productora de un legendario británico, Lord Lew Grade, que les concedió libertad y recursos con la condición de grabar el programa en Londres.
La apuesta inicial era por una temporada de 24 episodios, pero se convirtió en un fenómeno tal que fueron cinco años –entre 1976 y 1981– y 120 capítulos. “¿Cómo empezaste?”, le pregunta Welles a Henson, a lo que este responde que sencillamente acudió a una canal que buscaba un titiritero aunque no porque le interesaran los títeres sino porque quería trabajar en televisión.
“No recuerdo haber visto nunca un espectáculo de marionetas cuando era niño. Y nunca jugué con títeres. Nunca tuve nada con qué jugar. Crecí en la zona rural de Mississippi. Leland, Misisipi”. Orson no sale de su asombro y dice: “El nombre más famoso de toda la historia de los títeres. ¿Y nos estás diciendo que te dedicaste a esto solo como una manera de entrar en la televisión?” Luego, agrega, y parece sincero: “Para mí, los Muppets son la cosa más original que ha dado la caja”.
Nacido en 1936, la primera verdadera obsesión de Henson fue, como le cuenta a Welles, ese medio “nuevo” y expansivo. Primero hizo el show Sam & Friends, con unos títeres de guante bastante sencillos, pero en los que asoma la personalidad de las que serían sus creaciones más famosas. Con ellos da un salto a la publicidad y eventualmente, para fines de los 60, le ofrecen integrarse a la realización de Plaza Sésamo, un programa de clara vocación educativa.
Con el dinero que ganaban haciendo estos encargos y muchas publicidades comerciales, Henson y compañía financiaban sus obras más experimentales, que filmaban los fines de semana, pero fundamentalmente, le permitieron ir armando un pequeño equipo de personas que le permitirían llevar adelante sus verdaderos proyectos vocacionales. Uno de los que recupera Idea Man es un programa titulado Youth 68, que trataba sobre el espíritu contracultural de su época, “la música, la política, las protestas, lo que pasaba en el mundo”: “Henson no consumía drogas, pero le encantaba la expresión de lo que estaba ocurriendo”.
Tenía infinidad de ideas, por lo cual cuando Plaza Sésamo se convirtió en un éxito masivo temió quedar encasillado en un mundo que no sentía propio: el del entretenimiento infantil. “Lo que hacemos no es para chicos”, decía, pero a su vez cuando trabajaba para ese público se lo tomaba muy en serio porque, argumentaba, “creo que la televisión es una enorme influencia en los niños, más importante que la familia, la iglesia o la escuela, y la industria debe asumir esa responsabilidad”.
Por eso también le pondría fin a El show de los Muppets, el que fue indudablemente el mayor éxito en la carrera, cuando llevaba cinco años y seguía siendo un fenómeno mundial en el que todos querían estar. Había nacido como un proyecto adulto (el piloto se titulaba “Sexo y violencia”) que se apropió de la efervescencia sociocultural de su época a través de un grupo de muñecos con delirios de grandeza artística y bajo el comando improbable de una rana de fieltro (¡René!), con sus músicos y actores invitados, su banda de hippies fumones Dr. Teeth and the Electric Mayhem; y un sentido del humor para el que nada era sagrado, consolidado en los guiones de Jerry Juhl.
Aunque quedó grabado en la memoria colectiva como un programa más o menos infantil, su destinatario fue un espectador de cualquier edad al que apelaba con sus distintos niveles de lectura, y que atrajo a estrellas como el bailarín clásico Rudolf Nureyev; Charles Aznavour, Vincent Price (parodiando su fama de actor de cine de terror), Steve Martin, Paul Simon; comediantes clásicos como Bob Hope y Danny Kaye; Peter Sellers, John Cleese, Harry Belafonte, Lynn Redgrave, Sylvester Stallone (en pleno éxito de la saga Rocky), Christopher Reeve (recién transformado en Superman), Roger Moore (en su etapa Bond); Alice Cooper, Liberace, Diana Ross, Johnny Cash y Dizzy Gillespie, y a menudo músicos afines a la sensibilidad folk de Henson: Kenny Rogers, John Denver, Arlo Guthrie.
El aviso promocional del show lo decía todo: “Los niños pequeños lo amarán por su criaturas adorables y abrazables; los jóvenes por su fresca e innovadora comedia; los universitarios y los geniecillos académicos por el simbolismo que subyace en absolutamente todo; y los hippies sucios, extraños y pelilargos por sus muppets sucios, extraños y pelilargos, porque de eso se trata el show business”.
Henson decidió terminar El show de los Muppets en 1981 para dedicarse a películas como El cristal encantado y Laberinto, que aunque hoy son objetos de culto, en su momento tuvieron recepciones bastante decepcionantes y otras series de televisión, como Fraggle Rock. Nunca había dejado de soñar con proyectos más estrambóticos, como una ambiciosa discoteca llamada Cyclia “con 24 proyectores de 16mm en el techo”, así como shows para Broadway, ballets y parques de diversiones.
La superposición infinita de tareas y emprendimientos eventualmente horadaría la relación con su familia y con su esposa Jane, que había cofundado la compañía y de pronto se encontró abocada a criar a los cinco hijos de ambos mientras Jim seguía adelante. Este es acaso el aspecto más dramático y revelador de Idea Man: los hijos, entre ellos Brian Henson, que se hizo cargo de la compañía tras la muerte del padre, recuerdan cómo afectó a su madre, “que era una anarquista y una pensadora creativa, fuerte y dinámica, que se rebelaba contra el concepto de la esposa perfecta mientras que mi padre tenía algunas expectativas más tradicionales”, que la empresa hubiera seguido adelante sin ella.
Los Muppets, dice Ron Howard, “no habrían sido lo que fueron sin Jane”, una mujer con mucho más mundo que él y que había impulsado cada proyecto con “su gusto, su determinación, su aliento”: “Fue ella quien reconoció su talento antes que nadie más”. Al celebrar (a un genio como Henson) “uno descubre el precio que debe pagarse por las maravillas creativas que compartió con nosotros.”
La otra nota amarga del film tiene que ver con cuánto le pesaba a Henson hacerse cargo de los aspectos comerciales y burocráticos de la administración de una empresa que había crecido de manera demencial, lo cual lo llevó, sobre el inesperado final de su vida, a vender sus creaciones a Disney para poder destinar todas sus energías a sus nuevos inventos. Si le creemos al documental, Henson era un gran fan de Disney y consideraba que ese era “un hogar maravilloso para sus personajes”, pero esta es una idea que Frank Oz está dispuesto a discutir.
La amargura paradójicamente se disipa cuando se narra cómo fue el funeral del hombre que le dio vida a la Rana René. Aunque su muerte fue temprana e imprevista, él había dejado un testamento con instrucciones entre las cuales escribió que esperaba que la ceremonia fuera una especie de show de muppets con un par de canciones y gente contando cómo fue trabajar juntos. “Tal vez les suene tonto y un poco pretencioso”, puso por escrito con el sentido del humor y la vitalidad que habían motorizado todo lo que hizo: “Pero ¿y qué? Yo ya me fui y no pueden venir a discutírmelo”.
Una de las apariciones que pueden resultar más llamativas para quienes hayan seguido el derrotero de los Muppets a lo largo de los últimos tiempos es la de Frank Oz, que ocupa un lugar central en Jim Henson: el hombre y las ideas. El actor y performer detrás de las voces, gestos y movimientos del Oso Figueredo, la Srta Piggy, Animal y también de Yoda, el maestro Jedi de La guerra de las galaxias, Oz era por supuesto un personaje inevitable en un documental de estas características, porque fue el principal socio creativo de Henson: con él devinieron amigos inseparables (la dinámica de Beto y Enrique, el recordado dúo de Plaza Sésamo reflejaba sus personalidades complementarias) y, como ellos mismos se definían, sencillamente “hermanos”.
Incluso, dice, no habría tenido una carrera como director si Henson no lo hubiera convocado para codirigir con él El cristal encantado, la ambiciosa, oscura película con sofisticadas marionetas que se convirtió en su primer gran proyecto después de El show de los Muppets. Luego Oz tendría una carrera que incluye la realización de grandes comedias con Steve Martin como La tiendita del horror, Dos pícaros sinvergüenzas o Bowfinger, y Cuenta final, con De Niro y Brando.
Lo llamativo entonces se debe a que Oz se ha mantenido apartado de las series y películas que Disney hizo con los Muppets en los últimos años, y hasta ha hablado airadamente, en público, acerca de lo que la compañía ha hecho con estos personajes desde que se apropió de ellos. “Me encantaría hacer los Muppets de nuevo, pero Disney no me quiere”: con ese textual tituló The Guardian una entrevista menos de tres años atrás. “No me quieren porque no sigo órdenes y no voy a hacer el tipo de Muppets en el que ellos creen.”.
En esa nota imperdible, Oz cuenta lo cercanos que eran con Henson, lo opuestos que era sus temperamentos y cómo “Jim era en verdad la persona que nunca dormía: cada vez que teníamos un descanso en medio de la producción de los Muppets, te decía ‘nos pidieron que hiciéramos el jubileo de la Reina, y ahí salíamos a hacer una actuación adicional. Como él de verdad no descansaba, a cualquier cosa que me pidiera yo le entregaba todo”, Y en un momento arriesga que, más allá del shock pulmonar que acabó con su vida, “el contrato con Disney fue probablemente lo que mató a Jim. Lo enfermaba. Eisner (que era el director de Disney cuando le vendió los Muppets) quería quedarse con Plaza Sésamo. Jim no quería, pero él no era un hombre de negocios, era un artista, y esto de verdad lo estaba destruyendo”.
Para Oz, con la compra de Disney los Muppets “perdieron el alma”: “hay una incapacidad para la Norteamérica corporativa de entender el valor de algo que compraron. No entendieron que no se trataba tan solo de unas marionetas sino de una banda de intérpretes que nos amábamos unos a otros y trabajamos juntos muchos años”.
Por suerte y más allá de toda diferencia, Howard entendió que su documental era imposible sin Frank Oz, el espíritu inimitable de la irascible señorita Piggy.
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