Obsesión por Napoleón: de “la mejor película jamás filmada” a la obra definitiva de su ascenso, ambición y caída
Stanley Kubrick, el director de “El resplandor”, planificaba el gran film de su vida, pero no pudo hacerlo. Por qué costó tanto la biopic que se estrenará a fines de este mes
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“Me fascina. Su existencia ha sido descrita como un poema épico de acción. Su vida sexual fue digna de Arthur Schnitzler. Fue uno de esos hombres poco comunes que impulsan la historia y moldean el destino de su propia época y el de las siguientes generaciones. En un sentido muy concreto, nuestro mundo es el resultado de Napoleón, así como el mapa político y geográfico de la Europa de posguerra es el resultado de la Segunda Guerra. Todos los temas que le conciernen son contemporáneos: los abusos de poder, las dinámicas de la revolución social, la relación del individuo con el Estado, la guerra, el militarismo. Así que mi película no será otra polvorienta pompa histórica, sino un film acerca de las cuestiones básicas de nuestra propia época”.
Con estas palabras, tomadas del libro de Joseph Gelmis The Film Director as Superstar (“El director de cine como superestrella”, 1970), Stanley Kubrick respondía a una pregunta básica, pero no del todo obvia, sobre el proyecto que lo obsesionaba desde hacía años y que debió ser el sucesor de su mítica 2001: una odisea del espacio, pero que terminó quedando por el camino: ¿por qué hacer una película sobre Napoleón?
Porque es una figura enorme que dio forma al mundo en que vivimos, decía el autor de La patrulla infernal, La naranja mecánica y Ojos bien cerrados; porque hasta entonces nadie había hecho “una película a la altura de este personaje”. Una opinión que muchos historiadores seguramente discutirían, porque ya existía el insoslayable, desmesurado Napoleón de Abel Gance, de 1927, aunque Kubrick osaba definir a este innovador clásico del cine mudo como “terrible”. Y pasarían otros 50 años hasta que una nueva gran producción enteramente centrada en Bonaparte se presentara con la promesa de, ahora sí, plasmar un retrato y un relato proporcional a su protagonista.
Es decir, el cine ha recorrido casi un siglo entre la épica del francés Gance y la apuesta del octogenario y temerario Ridley Scott que se estrena en todo el mundo a fines de este mes, con el laureado y cada vez más intenso Joaquin Phoenix a la cabeza y la ascendente y siempre muy buena Vanessa Kirby (de las dos últimas Misión: Imposible) como Josefina. Un film que parece decidido a ocupar ese lugar de obra definitiva, de relato megalómano, de demorada realización del sueño trunco de varios realizadores.
Al día de hoy es poco lo que se sabe sobre el Napoleón de Scott: se la define esencialmente como una exploración “de las ambiciones de dominación mundial del protagonista y de la oscuridad que rodea su volátil matrimonio”. En una entrevista con la revista británica Empire, Scott propuso una comparación polémica al decir que Napoleón era un poco como Hitler y Alejandro Magno. “A la vez que se destacó por su valentía, su voluntad y su fortaleza, hay muchas monstruosidades en él”. Un tanto brutal, pero la idea de fondo se entiende: va a por la construcción de un personaje complejo, contradictorio, “más grande que la vida”, y no otra aburrida biopic de manual.
Con el guionista David Scarpa (autor de otra de Scott: Todo el dinero del mundo, sobre el secuestro del nieto del multimillonario J. Paul Getty) se plantearon como punto de partida una escena poco convencional: “Napoleón era un jinete y sufría de hemorroides: unas muy doloras venas varicosas en tu trasero. La historia podría haber sido diferente si Napoleón no hubiera tenido un grave ataque de hemorroides el día de Waterloo. Así que por un momento lo imaginamos sentado en el baño. Afuera llueve torrencialmente y él hace sus necesidades. Se levanta y hay sangre. Luego pasa el día en el campo de batalla, sudando y agonizando”. Scarpa le preguntó a Scott si no era una imagen demasiado indigna, a lo que el director respondió: puede ser, pero es verdadera. Al final, lamentablemente, la escena fue eliminada del guion “porque resultaba una distracción”, pero ya estaba sembrado el espíritu que nutriría el relato: lo grandioso y lo mundano entreverados en un relato que solo puede ser caótico como su imperial protagonista.
Conceptualmente al menos (y habrá que ver cuando se estrene), el relato de Scott puede evocar el recuerdo del proyecto de Kubrick que no fue.
Hay una anécdota relativamente conocida, que forma parte de la leyenda: en una cena durante la preproducción de La naranja mecánica, Malcolm McDowell –actor protagónico de ese film– le preguntó a Kubrick por qué estaba comiendo un helado y un bife al mismo tiempo. “Todo es comida”, le respondió el director, y agregó: “Así es como comía Napoleón”.
Kubrick decía que su Napoleón estaba destinada a ser “la mejor película jamás filmada”. El enorme éxito comercial de su trabajo por encargo en Espartaco le había dado a comienzos de la década del 60 mucho crédito en los estudios, y lo había curtido en la dirección de grandes multitudes y varias estrellas con fama de difíciles (como Kirk Douglas), así que se sentía habilitado para encarar una producción como la de Bonaparte, que se proponía recrear sus batallas más importantes con 40 mil soldados y 10 mil jinetes en escena que le alquilaría al gobierno de Yugoslavia (por un presupuesto relativamente reducido).
Tres o cuatro meses de rodaje en exteriores, otro tanto en estudio, planeaba. Había estudiado obsesivamente todos los terrenos en los que libró batalla el general; lamentaba profundamente no poder filmar en los espacios naturales porque muchos habían sido “modificados por el desarrollo urbano e industrial”, pero a su vez se mandó a traer tierra de Waterloo “para poder reproducir sus texturas y colores”.
Un asistente había recibido la misión de seguir literalmente los pasos de su personaje: “Dondequiera que haya ido Napoleón, quiero que vayas vos”, le dijo. Reunió 15 mil fotos y 17 mil diapositivas de lugares, objetos y demás. Para Kubrick las guerras napoleónicas eran como un enorme tableau en el que las formaciones se movían de manera “casi coreográfica” y había que reproducirlas con precisión: “son hermosas, como enormes ballets letales. (…) Es extremadamente importante comunicar la esencia de estas batallas al espectador, porque todas tienen una brillantez estética que no requiere una mente militar para apreciarla. Es casi como una gran pieza musical o la pureza de una fórmula matemática. Es esta cualidad la que quiero transmitir, así como la sórdida realidad de la batalla. Hay una extraña disparidad entre la pura belleza visual y organizativa de las batallas históricas y sus consecuencias humanas. Es como ver dos águilas reales surcando el cielo desde la distancia; puede que estén despedazando una paloma, pero si estás lo suficientemente lejos la escena sigue siendo hermosa”.
A estas alturas, mediados de 1969, Kubrick se había metido de cabeza en la historia leyendo cientos de libros a los que había organizado por categorías –de los gustos en materia de comida de Napoleón a las condiciones meteorológicas de los días en los que tuvo lugar cada batalla–. Contaba con la colaboración del profesor Felix Markham, de Oxford, que dedicó tres décadas y media al estudio de Bonaparte. También encargó la creación de “prototipos de vehículos, armas y vestuario de la época para reproducirlos a escala masiva, todos tomados de pinturas y descripciones escritas con el mayor nivel de detalle”.
Quería a David Hemmings (que ya había filmado Blow-Up con Antonioni y La carga de la brigada ligera) y a Audrey Hepburn para los papeles principales, y en el reparto a estrellas como Alec Guinness y Laurence Olivier. Aparentemente consideró también a Oskar Werner y a Ian Holm para el papel de Napoleón, y llegó a conversarlo con Jack Nicholson tras el éxito de Easy Rider, aunque antes de filmar con él El resplandor.
Como se hace evidente en el guion (un escrito de 148 páginas que puede encontrarse sin dificultad en internet), la sexualidad de este Napoleón era potente incluso para un film del cine sexualmente audaz de los años 70: Josefina y Bonaparte tienen relaciones rodeados de espejos que van del suelo al techo; ella lo traiciona con un amante mientras se escucha a Napoleón en off, en la batalla, declarando su amor y deseo por ella.
Esta relación debía ser uno de los ejes pasionales del relato, a la par de la gesta militar: otra de sus escenas más significativas sería la del avance de las tropas napoleónicas sobre una Moscú fantasmagórica, “desierta, sin vida, una ciudad de los muertos, en la que solo se oye el espeluznante eco de los cascos de los caballos”.
La MGM ya llevaba invertidos 400 mil dólares en este proyecto cuando decidió cancelarlo, en 1971. La decisión se debió no solo a un presupuesto que parecía no parar de crecer, sino a que otras propuestas recientes y afines como el film del ruso Sergei Bondarchuk Guerra y paz, no habían funcionado. Kubrick archivó el material que había acumulado en cajas en su casa de Hertfordshire, donde permaneció oculto durante casi tres décadas.
En parte de este archivo se compone el monumental libro Stanley Kubrick’s Napoleon: The Greatest Movie Never Made (Taschen, 2011) una edición limitada de mil ejemplares, 3000 páginas divididas en diez volúmenes que reproducen todas las fotografías de la enorme investigación, escenarios, pruebas de vestuario, la correspondencia con expertos e inclusive la carta algo culposa con la que Audrey Hepburn, semiretirada, declinó el ofrecimiento para hacer de Josefina.
Jan Harlan, cuñado de Kubrick y su colaborador desde los 70, cree que podría haber sido la película más significativa del cineasta, porque contenía todas sus obsesiones: “las acciones autodestructivas de personas inteligentes, el veneno de los celos y la venganza, las formas en que la brillantez, el éxito y el poder pueden ir de la mano con el ego, la vanidad y el abuso de ese poder. Estos fueron siempre los temas que le interesaron: basta pensar en Lolita, La patrulla infernal, incluso en 2001″.
¿Es la flamante película de Scott el proyecto inconcluso de Kubrick? No. Aunque, tras la muerte en 1999 del director de El resplandor, el creador de Alien uno de los realizadores a los que le ofrecieron tomar las riendas (también a Michael Mann y a Ang Lee), la película que ahora llega a los cines parte de otro guion. El de Kubrick fue heredado, como el de Inteligencia Artificial hace casi 30 años, por Steven Spielberg, que lleva una década tratando de hacer con él una miniserie. Ahora parece que finalmente ocurrirá: siete costosos episodios para HBO, producidos con la activa colaboración de Christiane Kubrick (la viuda) y su hermano, el citado Jan Harlan.
Gracias a la tecnología digital, dice Harlan, “muchas de las escenas pensadas en su momento para hacer con decenas de miles de extras se producirán de otra manera, pero la sustancia de lo que Kubrick quería hacer sigue tan vigente hoy como hace 50 años. Desafortunadamente nada ha cambiado: este sigue siendo el mundo (desquiciado) de Dr. Insólito”.
Hay bastante acuerdo entre los historiadores en que el Napoleón de Abel Gance es una obra maestra, un film pionero insoslayable de la etapa muda. Después de filmar Yo acuso (1919) y La rueda (1922), Gance se propuso hacer, cómo no, “la película más grande de la historia”.
Su intención era narrar la vida completa de Bonaparte en seis films de algo más de una hora cada uno, pero terminó rodando 250 horas y tras enloquecer a su montajista para el estreno en París en 1927 consiguió armar una versión de cuatro horas que contaba solo la primera parte de la biografía. La proyección fue un éxito, alcanzando su clímax en el famoso “tríptico” del final, que consistía en tres pantallas puestas una al lado de la otra horizontalmente, como una triple pantalla dividida, una puesta de un nivel de modernidad y sofisticación pocas veces superado, que buscaba darle un cierre incontestablemente épico a un protagonista ídem.
Valgan estos datos no como pura trivia cinéfila sino para dar cuenta de que los proyectos grandilocuentes sobre este personaje desmesurado siempre convocaron a artistas grandilocuentes y desmesurados. En los 60, el ministro de cultura André Malraux le propuso a Gance formar parte de un Comité de Honor por el bicentenario de Napoleón y aceptó financiar un rescate del film, que se proyectaría con asistencia del General de Gaulle. Pero parte de la película se había perdido y Gance debió buscar a través de distintas copias varias escenas extraviadas. Acudieron en su ayuda jóvenes cineastas como Claude Lelouch y el Centre du Cinéma, que apoyaban figuras como Truffaut, aunque el verdadero héroe en el rescate fue el historiador inglés Kevin Brownlow, que había quedado hechizado tras ver tan solo una hora del film en su adolescencia.
En 1968, en medio de un festival londinense, George Dunning (responsable de El submarino amarillo) le acercó una copia recuperada del tríptico final, con lo que Brownlow inició un largo proceso de reconstrucción. En 1980 se proyectó en Londres una versión de 5 horas con música de Carl Davis.
Uno de los grandes logros de esta película fue, dice Brownlow, “que nos permite sentir lo que es ser un general a los 26 años, ser un civil frente a las tropas de ese general y ser un niño en plena revolución francesa. El director te arranca del público y te convierte en un participante activo. Dudo que alguna vez vayamos a ver una recreación de la historia tan auténtica y emocionante”.
Kubrick disentía: “Sé que la película de Gance se ha ganado cierta reputación entre los cinéfilos. Técnicamente se adelantó a su época pero en lo que hace a historia e interpretación, es muy cruda”. Harlan lo secunda: “Es brillante como ejemplo del cine primigenio, pero no logra dar una idea del carácter complejo de Napoleón, de sus defectos y de casi todo lo que era de interés para Kubrick: su filosofía, su insaciable apetito por el sexo y su sed de poder; su relevancia como ilustración de un gran éxito que condujo a la destrucción total debido a la vanidad y su arrogancia vengativa”.
Una parte de los otros Bonaparte
Y no hay espacio acá, entre los extremos de este arco de casi cien años de proyectos monstruosos, para recorrer las muchas otras representaciones cinematográficas que se hicieron de Napoléon a lo largo del siglo XX, pero hay que alguna que otra difícil de pasar por alto, tanto por los nombres que hubo detrás o delante de cámara. En 1955 se estrenó la de Sacha Guitry, que cuenta los eventos esenciales de la vida del personaje interpretado por dos actores (Daniel Gélin de joven y Raymond Pellegrin de adulto) y donde el propio Guitry hace de Talleyrand, polémico primer ministro francés que narra la historia cuando acaba de enterarse de la muerte de Napoleón. En pequeños cameos aparecen gigantes como Erich von Stroheim (como Beethoven) y Orson Welles como el carcelero británico de Napoleón, Sir Hudson Lowe. En 1970 fue el turno de Waterloo con Rod Steiger, un favorito de muchos. Con Désirée, la amante de Napoleón (1954), Marlon Brando fue el más prestigioso de los actores que ha interpretado al general (al menos hasta Phoenix), acá envuelto en un romance con la futura reina de Suecia. Y no puede ignorarse La historia de la humanidad (1957) en la que la raza humana es juzgada por un tribunal divino, aunque más no sea porque a Napoleón lo interpreta un joven Dennis Hopper, mucho antes de forjarse cierta fama de demente.
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