Objetos humanizados, metáforas de atributos sociales, intelectuales, sexuales
Las emociones inexplicables que los objetos pueden suscitar; las ensoñaciones que engendran; la afectividad irracional con que nos volcamos a su cuidado; la pasión por poseerlos, la frustración de saberlos inalcanzables
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La especie circuló más como una curiosidad que como una noticia: según informó Argentinisches Tageblatt, después de un largo proceso, la justicia alemana determinó que no corresponde considerar a las globalmente famosas sandalias Birkenstock obras de arte –denegando así la solicitud de sus creadores-, lo que en la práctica implica que su singular diseño no será protegido por las normas que amparan el derecho de autor, y en los hechos habilita a otras marcas a vender productos “inspirados” en la célebre ojota.
El intento de clasificar en el mundo del arte habría sido una estrategia legal de los fabricantes de Birkenstock para ganar tiempo en la batalla por evitar que el mercado se inunde de imitaciones, parasitarias de su idea original. Según las leyes alemanas –explica el portal informativo-, el diseño se protege durante 25 años, en tanto que la protección al derecho de autor se extiende hasta siete décadas. Aparecidas en los 70, entonces, las sandalias en sus distintos modelos, reducidas a mero objeto de uso cotidiano, han quedado a la intemperie, expulsadas del paraíso de la creación, donde hasta un par de chanclas puede tener aura.
Más allá de las argumentaciones legales y aun estéticas acerca de lo que merece ser tenido por arte o no, la disputa invita a preguntarnos hasta qué punto las cosas que nos rodean, cuando se recortan con un significado especial para nosotros -no necesariamente sentimental- ya sea porque las elegimos para adquirirlas o soñarlas -chucherías o piezas preciosas-, son sólo eso, cosas.
Hace algunos años Louboutin triunfó en los tribunales cuando logró que sus inconfundibles suelas rojas fueran reconocidas como sello distintivo de sus stiletto, y de ningún otro zapato de lujo. Quienes se oponían argüían, en líneas generales, contra la posibilidad de “apropiarse” de un color. A favor, en cambio, se manifestó Tiffany, mundialmente conocida por las cajitas “azul huevo de petirrojo” (tono blindado con un arsenal de disposiciones legales) que envuelven sus diamantes y maravillas.

En el caso de Louboutin, la Justicia determinó que el rojo de sus suelas había adquirido “un significado secundario”, es decir, se había convertido en un elemento que les bastaba a los consumidores para identificar la marca. Pero es probable que ese “significado secundario” tuviera también alcances más profundos; de hecho, lo prueba la propia querella: es comprensible que un fabricante de zapatos quiera emular una horma que garantiza confort y bienestar físico, como ocurre en el litigio de Birkenstock, pero, ¿cuál sería el sentido de copiar un color, y para colmo en la suela del calzado, si no el intento de capturar una cualidad intangible, una cierta idea de lujo, de belleza, de sensualidad? Un símbolo. Un bien tanto más preciado cuanto más evanescente. La esencia de aquellas cosas que se nombran por su apellido: un Chanel, un Picasso, una Ferrari. Objetos humanizados, metáforas de atributos sociales, intelectuales, sexuales.
Acaso haya sido Georges Perec, en su bella novela Las cosas, quien logró observar con todos los matices de la lucidez las emociones inexplicables, excesivas que los objetos pueden suscitar; las ensoñaciones que engendran, los anhelos que se cifran en ellos; la afectividad irracional con que nos volcamos a su cuidado; la pasión por poseerlos, la frustración de saberlos inalcanzables.
"La esencia de aquellas cosas que se nombran por su apellido: un Chanel, un Picasso, una Ferrari"
Después de dedicar las primeras páginas a una minuciosa descripción, cuarto por cuarto, de lo que sería el hogar ideal para la joven y modesta pareja parisiense que integran Jérôme y Sylvie (lo más parecido en literatura a la proeza cinematográfica de contar una historia completa en una sola toma), una enumeración interminable y flexible donde se acumulan alfombras, pasillos, espejos, muebles de ricas maderas, cuadros exquisitos, cortinados suntuosos, salas mullidas, bibliotecas repletas de volúmenes fascinantes, ventanales estallados de luz, el narrador conjetura: “La vida, allí, sería fácil, muy fácil. Todas las obligaciones, todos los problemas que implica la vida material encontrarían una solución natural”.
Y avanza: “A veces les parecería que podría transcurrir armoniosamente una vida entera entre aquellos muros cubiertos de libros, entre aquellos objetos tan perfectamente domesticados que habrían acabado por creerlos hechos desde siempre para que los usaran ellos únicamente, entre aquellas cosas bellas y sencillas, suaves, luminosas. Pero no se sentirían encadenados a ellas”. La conclusión, entonces, brota espontánea. Y perfecta como un espejismo: “No conocerían el rencor, ni la amargura, ni la envidia. Pues sus medios y sus deseos estarían acordes en todos los puntos, siempre. Llamarían a este equilibrio felicidad”.
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