“No los une el amor”. Antes solos que bien acompañados
En mayo de 2018 la entonces primera ministra británica Theresa May creó el Ministerio de la Soledad y nombró al frente de este a Tracey Couch, hasta entonces ministra de Deportes. El ministerio atendía a 9 millones de personas (13% de la población del país) a las que nadie visitaba, no tenían con quien hablar y pasaban horas y días en total aislamiento social. Tres años más tarde Japón se constituía en el segundo país que instauraba ese tipo de Ministerio. Otros, como Australia, España, Alemania y Canadá, consideraron la necesidad de imitarlos, aunque hasta hoy no lo han hecho. Mientras tanto, para la Organización Mundial de la Salud, la soledad no deseada adquiere hoy características epidémicas y se avizora como uno de los grandes males de la Humanidad en el presente siglo.
Aunque en principio se tendió a considerar que el problema de la soledad afectaba a personas mayores, hoy se acepta que no hay barreras etarias para el fenómeno. El auge del suicidio juvenil en el mundo es, se sabe, un síntoma del aislamiento espiritual, afectivo y emocional. Una cuestión paradójica, que se manifiesta en el momento en que los seres humanos están hiperconectados como nunca en su historia. Ya es inocultable lo que el eminente sociólogo estadounidense David Riesman avizoró y describió en 1950 en su libro clásico, La muchedumbre solitaria. Masas de personas que, ganadas por el conformismo y el temor a quedar fuera de círculos sociales, aceptan adaptarse a “la norma”, abandonando así la autonomía y la exploración de un sentido existencial propio. No los une el afecto, lazos verdaderos y profundos, visiones comunes significativas, sino el espanto.
Hacia esa época, y de manera constante, se inició la deriva de las sociedades del “nosotros” (en las que todas las personas se sentían parte de una comunidad de valores, de propósitos, tejida con hilos de solidaridad y empatía) a las sociedades del “yo” (en las que en nombre de los deseos y la multiplicación muchas veces confusa de los derechos cada individuo se declara, libre, autónomo y, hasta cierto punto, prescindente de los demás). Las redes sociales, advierte el gran rabino de Londres, Lord Jonathan Sacks (1948-2020) en su magnifico libro póstumo titulado Moralidad, desmienten su nombre puesto que las personas, sobre todo las nacidas y criadas en la era de aquellas, pierden en esas redes sus habilidades para la sociabilidad, se recluyen en un mundo virtual, rodeadas de pantallas, y terminan por temer a la presencia real del otro, el semejante. Hay miedo a la conversación cara a cara, afirma Sacks. Se insiste en cuestiones como el autoconocimiento y la autorrealización, como si bastara uno mismo para conocerse, cuando por el hecho de ser animales sociales los humanos necesitamos del otro como las plantas necesitan del agua que las riega. Por actuar como espejo, por amor, por ser capaces de decirnos lo que no escuchamos de nosotros mismos, y por tantos otros aspectos de la alteridad, es solo en presencia de otros, en las diferentes y múltiples formas de la relación humana (pareja, familia, amistad, comunidad), que podemos avanzar en la respuesta a la pregunta esencial de la vida: ¿Quién soy?
En un breve, profundo y maravilloso libro titulado Yo y Tú, publicado en 1923, el filósofo humanista judío Martín Buber (1878-1965) dice que esos dos pronombres son inseparables porque nada significa el uno sin el otro. No se puede decir Yo si no hay un tú. Sin el Tú la relación de un individuo es con el Ello, lo no humano, señala Buber. Y es una relación sin subjetividad. Se es sujeto ante otra persona, un Tú. Sin ella no hay memoria, no hay afectos, no hay propósito, no hay sentido. Aunque sobren conectividad y pantallas, y estas nos muestren rostros y nombres (verdaderos o falsos) pero nunca un Tú. Entonces, sobreviene la peor soledad. La soledad auto infligida.
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