Ni pequeños momentos ni una búsqueda continua: el mandato tirano de una industria millonaria
El ensayo Happycracia revela cómo esta industria se propone controlar las vidas, el modo de pensar, sentir y actuar en nombre del bienestar
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“¡Sean felices!”. En el mediodía televisivo, un conductor arenga a la audiencia con el imperativo que resume un mandato de la época: la tiranía de la felicidad. Ahora la felicidad se considera como un conjunto de estados psicológicos que pueden gestionarse a voluntad: en palabras de la psicología positiva o el coaching bienintencionado, uno es feliz porque quiere (y, a la inversa: es infeliz porque no quiere ser feliz).
La esencia de esa falacia es el tema de Happycracia, un ensayo que fue un fenómeno editorial en Francia y recién se publica acá, en el que el psicólogo español Edgar Cabanas y la socióloga franco-israelí Eva Illouz develan cómo la industria de la felicidad se propone controlar nuestras vidas.
En los Estados Unidos, la felicidad es un derecho garantizado por la Constitución y en Dubai, que pretende consagrarse como “la ciudad más feliz del mundo”, crearon un Ministerio de la Felicidad (toda una provocación para los que exigen la miniaturización del Estado). Ahí donde el ethos individualista consagre el mito de la reinvención personal, ser feliz depende exclusivamente del esfuerzo que uno le ponga. Pero ahí hay una trampa.
“Es una concepción meritocrática que también ha ido cobrando fuerza en el resto de los países occidentales, donde se aprecia una creciente tendencia entre los ciudadanos a pensar que cada cual tiene lo que se merece, independientemente de cualquier otra consideración social, económica o circunstancial”, escriben Cabanas e Illouz.
Aun más que el dinero, la felicidad se convirtió en el credo fundacional del neoliberalismo: una industria millonaria, motorizada por libros y seminarios de autoayuda, cursos de mindfulness, aplicaciones como Happify o coaches inspirados por Ted Lasso, pregona que cualquiera puede reinventar su vida y convertirse en la mejor versión de sí mismo sólo adoptando una visión más positiva. Es la adaptación al ultracapitalismo del triunfo de la voluntad.
"Hay una creciente tendencia entre los ciudadanos a pensar que cada cual tiene lo que se merece, independientemente de cualquier otra consideración social, económica o circunstancial"
¿Estamos obligados a ser felices? Una visión reduccionista de la idea de “buena vida” nos dice que sí, que depende únicamente de nosotros: según Cabanas e Illouz, “tanto el enfoque científico de la felicidad como la industria de la felicidad que se ha creado y expandido a su alrededor contribuyen de forma significativa a legitimar la suposición de que la riqueza y la pobreza, el éxito y el fracaso, la salud y la enfermedad son fruto de nuestros propios actos”.
La felicidad hoy es una mercancía aspiracional, tan deseable, y para muchos inalcanzable, como un cero kilómetro o un celular de alta gama. Si es feliz todo aquel que se lo proponga, la máxima admite el brulote que se escucha en tantas sobremesas: “Acá es pobre el que quiere”.
En Happycracia, los autores no cuestionan la felicidad como anhelo, sino el mandato tiránico que controla el modo de pensar, sentir y actuar en nombre del bienestar. En una época dominada por el culto a la psiquis, y mientras todos creemos que los sentimientos son sagrados y la salvación está en la autoestima, nos volvemos hipocondríacos emocionales: insaciables buscadores de la felicidad, exigimos que las cosas vayan mejor aun cuando van bien.
La filosofía del sobrecito de azúcar nos enseña que la felicidad se compone apenas de momentos, pero nadie se anima a salir del clóset como infeliz: equivale a tener la peste.
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