Ni fórmulas ni recetas: los riesgos de la psicología positiva que promete felicidad “a la carta”
Los límites de la positividad implica “enterrar su cabeza en la arena e ignorar que las personas deprimidas, o simplemente infelices, tienen problemas reales que necesitan tratar”
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Martin Seligman, padre de la psicología positiva, no siempre experimentó el optimismo ni la presunta felicidad que plantea alcanzar esta disciplina. En 1997, cuando fue propuesto como candidato a presidente de la American Psychological Association, organismo que nuclea a la flor y nata de la psicología estadounidense, se consideraba, según propia confesión, “un pesimista de raza, un amargo y una tormenta ambulante”.
Pero ganó el cargo y al asumir anunció que su gestión estaría dedicada a impulsar el estudio de las emociones positivas, el funcionamiento óptimo de las personas y el estudio de los caminos hacia la auténtica felicidad. Esa perspectiva tomó gran impulso y al de Seligman se unieron, entre otros, los nombres del húngaro Mihaly Czikszentmihalyi, de Donald Clifton, Cristopher Peterson, Barbara Fredickson y Sonja Lyubomirsky.
Según su numen, el bienestar prometido se alcanza gracias a cinco factores: mirar la vida con optimismo, comprometerse con lo que uno hace, establecer relaciones positivas, encontrar un propósito y alcanzar metas.
La psicología positiva se popularizó en simultaneidad con las propuestas desreguladoras y de libre mercado que se impusieron desde los años 90 en adelante y que terminaron por saltar desde la economía hasta el ámbito de la vida personal.
Tú puedes, Házlo (Just do it), Si te lo propones lo lograrás, Sigue tus sueños, son algunas de las consignas que, desde entonces, y bajo la promesa de la felicidad futura, impulsan a muchas personas a una infelicidad presente. Porque si todo depende de uno mismo, de su voluntad, su decisión y sus capacidades, no lograrlo equivale a fracaso, a incapacidad, a ser inútil y culpable.
La psicología positiva, advierten sus críticos, se convirtió en una fuente de analgésicos para una angustia nacida del vacío existencial que no se puede rellenar con voluntarismo
Ian Sample, doctor en biomedicina por la Universidad Queen Mary de Londres y editor científico del diario The Guardian, acusó a la psicología positiva de “enterrar su cabeza en la arena e ignorar que las personas deprimidas, o simplemente infelices, tienen problemas reales que necesitan tratar”.
Desde varias perspectivas se subraya la ausencia de suficientes fundamentos científicos para esta corriente y del espíritu simplificador que la lleva a reducir todo a fórmulas y recetas, es decir, aquello cada vez más demandado en un mundo en el que, en masa, las personas abandonan el pensamiento crítico, buscan atajos para la mente, construyen coartadas para eludir sus angustias existenciales, se resisten a explorar ideas complejas, son privadas desde la infancia de recursos para enfrentar la frustración y la incertidumbre y compran con los ojos cerrados toda promesa de felicidad a la carta.
Los gérmenes de este fenómeno pueden rastrearse en los años 60, cuando a casi dos décadas de la Segunda y horrorosa Guerra Mundial, advino la “era del yo”. El propio ombligo se hizo más importante que el bien y el destino colectivo, hedonismo, egoísmo y narcisismo se expandieron estimulados por el desarrollo de negocios, industrias y una tecnología que encontraron en esa ruptura de lazos entre las personas un rico y prometedor filón.
Placer y alegría se vendieron como felicidad, pero, al contrario de esta, esos placebos dependen de estímulos externos y no de un proceso interno de búsqueda de sentido en la propia vida. La psicología positiva, advierten con agudeza sus críticos, se convirtió en una fuente de analgésicos para una angustia nacida del vacío existencial que no se puede rellenar con voluntarismo.
Barbara Held, profesora de psicología del Bowdoin College, en Maine (EE. UU.) denunció hace tiempo la “tiranía del pensamiento positivo”. En su libro Deja de sonreír y empieza a refunfuñar propone no abandonar el realismo, tomar las decisiones difíciles y dolorosas que sean necesarias y encontrar momentos de felicidad en la vida tal como es, sin el escudo de la positividad a toda hora y a todo costo, el que a veces es alto porque nos deja indefensos ante la realidad.
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