Náufragos de alta gama
El cambio de gestión política ya impuso el llamado: “¡A los botes!”, y allá van los náufragos de primera, en busca del puesto ejecutivo que permita pasar la tormenta
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Son chalupas de lujo, es cierto, pero son pocas. Un puñado, apenas, insuficiente para acoger a tanto náufrago de alta gama, según reza un suelto breve aunque sustancioso en La Nación, estos días de ardores políticos: “Con Sergio Massa como presidente, Unión por la Patria habría dispuesto de 3000 cargos para repartir. Ahora Kicillof dispone tan solo de una decena de puestos ejecutivos para conformar a todos los sectores del oficialismo. Intendentes, militantes de La Cámpora, exfuncionarios nacionales y sindicalistas amigos del poder pujan por tener representación”.
Pujar por un lugar a bordo, aun de manera vicaria. Pero no cualquier lugar; uno influyente. Y agradable. Nada de los rigores nibelungos que impone, por ejemplo, la chocolatería de la legislatura bonaerense: demasiado trabajo (fatigar cajeros, bolsa al hombro y paquete de plásticos abultando el bolsillo), demasiado estrés (acertarle a cada clave, no ocurra que, presa del cansancio, los dedos se enreden sobre el tablero y el ábrete sésamo termine bloqueado), demasiada responsabilidad (que el fruto de tanto esfuerzo llegue a destino en tiempo y forma). No, mejor algo con chofer, despacho y aire acondicionado (mientras la pandemia, la guerra en Ucrania o la sequía en la pampa no interrumpan el suministro de energía eléctrica). Un lindo ministerio, una confortable secretaría, con buena partida presupuestaria y capacidad para influir en la toma de decisiones, claro: aciago es el destino del animal político si le quitan la posibilidad de dar cauce a su vocación de servicio, a su hambre de transformación social. Da escalofríos solo pensarlo.
"Pujar por un lugar a bordo, aun de manera vicaria. Pero no cualquier lugar; uno influyente. Y agradable. Nada de los rigores nibelungos que impone, por ejemplo, la chocolatería de la legislatura bonaerense: demasiado trabajo (fatigar cajeros, bolsa al hombro y paquete de plásticos abultando el bolsillo), demasiado estrés (acertarle a cada clave, no ocurra que, presa del cansancio, los dedos se enreden sobre el tablero y el ábrete sésamo termine bloqueado), demasiada responsabilidad (que el fruto de tanto esfuerzo llegue a destino en tiempo y forma)."
Hace algún tiempo, un artículo de Julio Conte-Grand recordaba la historia detrás del extraordinario cuadro de Géricault, La balsa de La Medusa. Es el derrotero de una tragedia anunciada: el hundimiento de una portentosa embarcación por la mortífera impericia de quien nunca debió haberla tripulado; después, la lucha brutal entre los sobrevivientes, la desesperación por trepar a la balsa que salvaría a unos pocos entre los desdichados pasajeros de la Medusa.
Sin esperar que nadie venga en su ayuda, los náufragos de segunda en esta Argentina malograda por su comando bucanero se lanzan allende los mares, hasta los remotos confines, por ejemplo, de Waiheke, una pequeña isla en Nueva Zelanda. Suelen ser los más jóvenes; brazos fuertes, temple y recursos para resistir los chubascos de la travesía, alforjas llenas de esperanza en un futuro mejor. Van en busca de su propio El Dorado, a diez mil kilómetros. El deslumbrante tesoro que su tierra les niega, que anhelan y encuentran en playas lejanas, es pródigo en raras gemas como éstas, según testimonios recogidos por la periodista Federica Fontana: caminar sin miedo “de que me roben o me hagan algo”, que el dinero que se gana trabajando alcance “para pagar el alquiler, hacer compras en el supermercado, cargar nafta, solventar gastos como la luz e internet, comprar algunas cosas más y ahorrar una parte” (sí, todo eso junto), poder “sacar el celular en cualquier lado” sin sufrir un asalto. Portentos, en una Argentina echada a pique.
Mientras tanto, los náufragos de la tercera clase subsisten como pueden entre los despojos del desastre. Débilmente los registra el radar. El gobernador que ahora tiene en su mano el reparto de los botes que salvarán vidas políticas de aliados necesarios y enemigos ineludibles, dijo alguna vez –haciendo de una realidad cruel cínico asunto semántico- que conocerlos, saber cuántos y quiénes eran, qué cosas -no solo materiales- verdaderamente necesitaban, significaba “estigmatizarlos”. A la tersura del relato conviene ignorar mucho más que reconocer. Aunque la ignorancia se lleve puesta la posibilidad de una solución. Lo que no se nombra no existe, conjuran los brujos de la narrativa. Pero aun la abstracción más poderosa puede chocar contra el freno de un límite concreto. A, veces, bajo la humilde forma de una urna de cartón, en el patio de una escuela pública, un domingo de elecciones.
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