Monos en el espejo de la sociedad: “Exploramos lo frágil que es la verdad”, dice Wes Ball
El director de la nueva película de “El planeta de los simios” habla de cómo las luchas de poder y la naturaleza destructiva del hombre quedan expuestas en la saga
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Mirémonos a los ojos. Mi-ré-mo-nos.
Monos. Somos monos.
Una vez más los mandriles nos escrutan de cerca: a 56 años de su entrada inicial con Charlton Heston, llega un nuevo capítulo de la saga de El planeta de los simios y ya van diez y ahí están el gorila, el orangután, el chimpancé y el bonobo como un espejo en el que se ve reflejada la humanidad, con sus virtudes y (más que nada) sus miserias.
El Planeta de los Simios: Nuevo Reino tiene lugar “muchas generaciones” después de los eventos de la última película, Planeta de los Simios: La Guerra, es decir, cientos de años después de la heroica muerte de César, protagonista de la trilogía que arrancó hace unos 13 años con (R)evolución. Y los eventos que narra, si bien constituyen un episodio autónomo, la convierten en una suerte de eslabón perdido entre esta nueva etapa y el film de 1968. Pero, al igual que en toda la serie, hay macacos que hablan y tienen lo suyo para decir: acerca de la naturaleza destructiva y autodestructiva del hombre, sobre la naturaleza del poder y sobre la tensión entre naturaleza y civilización. Y por supuesto, sobre ese incordio que es El Otro: ese que se interpone en nuestros planes, que frustra nuestras aspiraciones de superioridad y dominio.
El protagonista de Nuevo Reino es un joven chimpancé llamado Noa que tras una serie de vueltas cae en el territorio de un tiránico bonobo que se hace llamar Próximus César (el actor Kevin Durand, en algún lugar debajo de capas de efectos digitales); un mono tremendo que conduce el destino de los suyos según una propia, particular interpretación de las enseñanzas de César, que se han perdido en el tiempo y devenido mito.
Inicialmente, cuando el estudio (20th Century Studios) se acercó a Wes Ball, que venía de curtirse en la dirección con las tres partes de la saga distópica-juvenil Maze Runner, a este no le pareció una gran idea hacer una cuarta película de la nueva serie simiesca. “Las cuartas partes en general no funcionan. Esta era una trilogía perfecta. Me parecía berreta tratar de sumarle algo”, le cuenta Ball a LA NACION en una entrevista exclusiva a una semana del estreno de Nuevo Reino.
“Entiendo que los fans quieran ver qué pasa con, por ejemplo, el hijo de César. Pero lo que yo querría como fan es algo nuevo, así que pensé: pasemos de página y comencemos otro capítulo. Hay nueve películas previas: ¿podríamos idear algo que fuera más o menos nuestro, sin, a la vez, dejar atrás lo que vino antes? ¿Podríamos construir un puente hacia la película del 68, que es tan icónica? Y ahí es donde nos encontramos: ocupamos ese espacio donde estamos tanto en una secuela como en una precuela. No fue hasta que tuve esta idea de avanzar rápido varios cientos de años que de repente sentí que había muchas posibilidades. Podíamos hablar acerca de qué pasó con el legado de César. ¿Cómo se había erosionado? ¿Cómo el tiempo erosionó la imagen misma del mundo? Lo cual es muy parecido a la película del 68, donde al principio ni siquiera sabemos que estamos en la Tierra”.
Hay algo de relato de iniciación en la presentación de Noa y sus amigos que, como una suerte de ritual, deben capturar unos huevos de águila en un escenario selvático que en realidad es producto de la vegetación que ha colonizado las colosales estructuras, vestigios de las desaparecidas ciudades humanas, sobre las cuales a lo largo de los siglos la naturaleza se abrió camino y volvió a tomar el control.
“Al comienzo de Planeta de los simios: Confrontación (la segunda película de la nueva etapa) hay una escena en la que nos presentan este nuevo mundo que los simios han construido para sí mismos –dice Ball–. (El orangután) Maurice está enseñando el abecedario a un grupo de niños y en una pared de piedra están escritas tres oraciones: Mono no mata a mono; Los simios son más fuertes juntos y El conocimiento es poder. Y eso es lo que estamos explorando en esta película: la sensación de que después de la muerte de César, hubo una suerte de Edad Media en la que se perdieron cosas, cuando el mundo humano se desmoronaba y los simios estaban tratando de iniciar una nueva comunidad”.
“En la historia de nuestra propia especie -continúa Ball- ha habido muchos momentos en que se hicieron grandes descubrimientos científicos que luego se perdieron durante cientos de años y debieron ser descubiertos nuevamente. Me fascinaba la idea de que en estos momentos no hubiera ninguna tecnología que pudiera preservar nada de esto, los simios no tienen escritura. Entonces aquellos conceptos (que enseñaba Maurice) pueden haberse tergiversado un poco, como un teléfono descompuesto a lo largo de generaciones. En nuestra película surge la idea de que en algún momento comenzaron a existir dos versiones de César”.
Seis décadas de evolución
Fue el productor Arthur P. Jacobs quien le dio junto con Richard Zanuck, de la Fox, el puntapié inicial a la serie de películas a fines de los 60. El primer film se basaba en la exitosa novela de un escritor francés llamado Pierre Boulle con un timing inmejorable –plena Guerra Fría– y, como suele ocurrir con las buenas historias de ciencia ficción, se cargó enseguida de múltiples interpretaciones acerca del contexto político. Sigue siendo inolvidable el final de aquella primera película, en el que Taylor (Heston) descubría con horror la cabeza de la Estatua de la Libertad hundida en la playa, es decir, que todo el tiempo había estado no en otro planeta, sino en la mismísima Tierra del futuro, finalmente devastada por el desastre nuclear. La novela terminaba con una vuelta de tuerca distinta, pero también ligada a la capacidad de autodestrucción inédita que había alcanzado el hombre por aquellos años.
Costó cinco millones de dólares, con Heston y Edward G. Robinson caracterizado como el simio científico Dr. Zaius. Nadie se rio de las máscaras de goma: crédito en parte del maquillaje de John Chambers, de la pericia del director Franklin J. Schaffner, y de un argumento que tendía un puente con la época y sus angustias. Faltaban semanas para el Mayo Francés, año y pico para el alunizaje y Heston, que era por entonces un demócrata moderado, lejos aún de presidir la Asociación del Rifle, enunciaba en pantalla: “Abandono el siglo XX sin ningún pesar”. Como diciendo “no desprecio a mis congéneres, sino que los dejo atrás porque los amo y no puedo ver lo que se están haciendo unos a otros”. Acto seguido se criogenizaba para dar un gran salto para la Humanidad.
Pierre Boulle (1912-1994) fue el autor de una veintena de novelas y varios libros de cuentos, pero se lo recuerda por dos de sus libros, que se convirtieron en clásicos del cine: El puente sobre el río Kwai y El planeta de los simios. El primero había estado inspirado parcialmente por su trabajo como agente secreto para los Franceses Libres de Singapur durante la guerra y el tiempo en el que fue tomado prisionero y sometido a dos años de labores forzadas. El segundo, por una visita al zoológico en la que quedó impresionado por el parecido entre los gorilas y los hombres.
“Nunca creí que mi novela pudiera convertirse en una película –dijo el escritor en 1972–. Me parecía muy difícil de hacer y que había grandes posibilidades de que resultara muy ridícula. Pero cuando la vi terminada por primera vez no me pareció nada ridícula”. El final de la novela estaba ambientado en una París que también ha sido invadida y tomada por los simios. “A los críticos pareció gustarles el final de la película; yo prefiero el mío”, dijo Boulle. Agregó: “La ciencia ficción era tan solo un pretexto. En mi libro, mis simios son hombres, ¡de eso no hay duda!”.
La ironía sobre la que se construía el relato era que, cuanto más inteligentes y “humanos” se han vuelto los simios, más crueles y bestiales se revelan, reproduciendo el esquema de comportamiento egoísta, supersticioso y represivo de quienes fuimos primero sus sucesores y luego sus antecesores en la cadena evolutiva-civilizatoria. La película de Schaffner, coescrita por Rod Serling, el creador de La dimensión desconocida, y Michael Wilson, supo trasladar estas ideas de las páginas a la pantalla con tal éxito que generó cuatro secuelas (entre 1970 y 1973), una serie de televisión (1974), una segunda serie (de animación) y en 2001, una no muy bien recibida reformulación dirigida por Tim Burton, con mucho estilo y escasa sustancia.
El final de esta suerte de remake no podía competir con el del original, aunque se acercaba un poco más, si bien de manera confusa, al del libro de Boulle. Tras la decepción, pasaría una década más hasta que, silbando bajito, apareció el matrimonio de guionistas de Rick Jaffa y Amanda Silver con una idea notable y original. Obsesionados con los casos reales de chimpancés que habían sido criados como animales domésticos (y que “siempre terminaban igual: pasando por alto que se trata de un animal inteligente y sensible, el chimpancé crece, se vuelve agresivo y ataca a su dueño o a algún vecino”), empezaron a escribir una historia acerca de un simio cuya inteligencia se ve incrementada por medios artificiales. “Esto es una gran idea para reiniciar El planeta de los simios”, se dijeron de pronto.
El planeta de los simios (R)evolución (2011, Rupert Wyatt) narra cómo un virus de laboratorio destinado a curar el Alzheimer vuelve, como efecto no buscado, más inteligentes a una comunidad de chimpancés en cautiverio. Algo de esto ya habían contado la tercera y cuarta películas de la serie original, Escape del planeta de los simios (1971) y La conquista del planeta de los simios (1972): en esta última un virus borra del planeta a perros y gatos y los monos toman su lugar como aventajadas mascotas. Pero la genial novedad de (R)evolución y los films de esta nueva etapa es que finalmente asumen el punto de vista de los simios: Andy Serkis (el actor detrás del Gollum y del King Kong de Peter Jackson) interpreta a César mediante la técnica de captura de movimiento, mientras que los protagonistas humanos (James Franco, la hermosa Freida Pinto, el gran John Lithgow) van perdiendo espacio hasta casi desaparecer.
La película alcanza un clímax poderoso de monos contra hombres sobre el Golden Gate de San Francisco, pero lo más fuerte es el relato de aprendizaje e iniciación del sufrido chimpancé protagónico. Si bien cualquier espectador más o menos adulto sabía lo que estaba yendo a ver, el momento en el que César pronunciaba su primera palabra (“¡NO!”) el aliento se cortaba en la sala. Por primera vez estábamos presenciando el salto evolutivo en vivo, y ¡nos los creíamos todo!
Y nacían unos simios nuevos para una nueva era. Como bien sintetizó el periodista Darren Franich, cada película de la serie había funcionado como metáfora acerca “de lo que sea que hubiera en el aire en su respectivo momento de estreno”: “En La conquista del planeta de los simios, el levantamiento de los simios es una alegoría implícita de los derechos civiles; en Bajo el planeta de los simios (1970), los gorilas que marchan hacia la guerra se topan con chimpancés pacifistas; disuelven la manifestación y obligan a los chimpancés hippies a entrar en jaulas. El director Ted Post filma todo con una cámara en mano, imitando las imágenes de los noticieros sobre las manifestaciones de fines de los 60. (…) Chimpancés con pancartas antibélicas en 1970: el simbolismo nunca había sido más obvio”.
Más tarde, en Confrontación (la segunda parte de la nueva etapa), para Guy Lodge, de Variety, ya era “imposible no ver el subtexto a favor del control de armas en relación con los desastres que se producen a un lado y otro de la batalla humanos-monos”. De algún modo, en la saga contemporánea lo que se manifiesta ya no es la Guerra Fría y el pánico nuclear, sino la violencia social cotidiana; la fragmentación, descomposición de nuestras comunidades. Sin decirlo, una etapa superior, bestial, del capitalismo.
“Lo divertido de estas películas –dice Ball– es que reflejan los tiempos que vivimos, los problemas que tenemos tratar como sociedad. Qué estamos tratando de decir en este film es algo que dependerá en buena medida del espectador. Pero creo que está la idea de que el conocimiento es poder, y como escribimos la película en medio de la pandemia del Covid, pensamos en la idea del conocimiento como virus, discutimos acerca de cómo se puede contraer y propagar, y cómo puede cambiarte, con un poco de suerte, para mejor. A la vez que exploramos el tema de lo frágil que es la verdad, de cómo la historia puede ser manipulada y cambiada. El de la verdad es probablemente uno de los problemas principales con los que nuestra sociedad tendrá que lidiar en el futuro. Cómo verificar la información, en un mundo donde puede crearse una versión para apoyar cualquier cosa en la que creas, y los hechos de algún modo ya casi no importan. En el que las ideas pueden usadas para hacer que la gente haga tal o cual cosa; donde el miedo puede hacernos actuar de modos interesantes, ¿no?
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