Mónica Villa, la inolvidable Susana, asegura que “Esperando la carroza es una lectura de lo que somos”
La actriz del film de Alejandro Doria vuelve a los cines con una ópera prima y al teatro con una puesta independiente que dirige; “hay mucha pelusa superficial en este medio”, dice
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“De vos, de todos nosotros me río”, es la última frase de Esperando la carroza. La dice Mónica Villa mirando a cámara sumergida por completo en la piel de Susana de Musicardi. Tan hilarante como trágica, la película de Alejandro Doria se convirtió en un fenómeno social que a casi 40 años de su estreno (6 de mayo de 1985, en la inmensa sala del Atlas Lavalle y simultáneos) tiene legiones de fanáticos, trascendió generaciones y hoy se repiten los diálogos como “sabiduría popular” devenida en memes. Pocos son los actores, actrices cuyo nombre esté ligado a films que quedan en el ADN cultural. Mónica puede jactarse de, por lo menos, estar en dos: Esperando la carroza y en Relatos salvajes, el film de Damián Szifrón que el próximo 22 de agosto volverá a los cines a 10 años de su estreno.
Mónica es una de las pasajeras del avión que pilotea Gabriel Pasternak, el relato con el que arranca la película nominada al Oscar. “Discúlpenme que los interrumpa, estaba escuchando la conversación –les dice a los personajes que interpretan Darío Grandinetti y María Marull– no puedo creer tanta casualidad, yo fui profesora de Gabriel Pasternak en la escuela número 7 del Palomar, tuve la difícil tarea de comunicarle que repetía el año. Doy fe de que ese chico tenía problemas. En 30 años de docencia nunca vi nada igual, alaridos pegaba, lloraba como una criatura recién nacida”, dice la profesora Leguizamón fascinada “por la conexión cósmica”.
A esos dos grandes títulos se suman Darse cuenta (Doria, 1984), De eso no se habla (María Luisa Bemberg, 1993), La niña santa (2004, Lucrecia Martel) y ahora el estreno, el próximo jueves, de Crónicas de una santa errante, film del debutante Tomás Gómez Bustillo, que fue nominado a tres premios Independent Spirit Awards. “Pocas son las veces que uno tiene una confianza ciega. Me pasó con Doria, con María Luisa, con Szifrón [con quien trabajó también en Los simuladores] y ahora con Tomás, que es parte de una nueva generación”.
Sentada de espaldas al piano que toca su único hijo Francisco [diseñador gráfico], y en el que ahora ella da sus primeros golpes a las teclas, Mónica se muestra radiante, feliz, conforme con el camino recorrido, con los altibajos y los aprendizajes de la profesión. A los 69 años, no duda en asentir –con un leve movimiento de cabeza– que, más allá de los éxitos en el cine, en la tele, ella es un bicho de teatro. Fue en ese lugar mágico donde supo lo que quería hacer con su vida.
En el escenario estaba Alfredo Alcón poniendo voz al texto de Abelardo Castillo, Israfel, nombre que tomó de uno de los poemas de Edgar Allan Poe. “Las únicas realidades están en los sueños”, dice un pasaje, y es fácil imaginar el impacto que tuvo en una Mónica adolescente.
“Mis padres eran de ir mucho al teatro. Un día decidieron llevarme y ahí lo vi a Alcón. En ese instante dije ‘yo tengo que ser actriz’. Me volvió loca –confiesa con la fascinación intacta–. Todo, la actuación, el teatro. El momento en que se apagaron las luces y se encendieron las del escenario. No podía dormir a la noche y cuando dije que quería ser actriz no me llevaron más –ríe con cierta nostalgia–. Llevaban a mi hermana, tres años mayor que yo. Ella me daba los programas, yo los guardaba. Los leía, porque en esa época eran muy completos. Tenían la biografía de cada actor, del director, la síntesis de la obra. Eran espectaculares”.
–¿Los tenés todavía?
–Sí, los quiero donar, llevar al Getea (Grupo de Estudios de Teatro Iberoamericano y Argentino) porque ellos tienen un archivo de programas.
–¿Está el de Israfel en esa colección?
–[una risa tímida anticipa la confesión] Lo tengo, pero tiene un agujerito. Recorté la foto de Alcón y la pegué en la pared de mi dormitorio con plasticola. Para mí esa función fue todo un descubrimiento. ¡Qué maravilloso lo que puede generar una obra de teatro, una película, una obra artística! Y Alcón estaba en su plenitud, era tan hermoso, además de ser un gran actor. Tenía todo, belleza física y talento.
–Hago un repaso rápido de tu trabajo, ¿no llegaste a compartir escenario o set con él?
–No, no llegué a trabajar con él, pero sí lo conocí, charlé con él. Tan profesional, atento. Era una persona muy querida.
Fue en Villa Urquiza, en la parada del colectivo 108, la línea que une Liniers-Retiro, donde Rafael y Catalina se conocieron. Él era marino mercante y ella, empleada contable. Años después de aquel encuentro, el 16 de diciembre de 1954, en la maternidad Sardá nació Elsa Mónica, con casi seis kilos. Su primer nombre nada tiene que ver con el deseo de su madre, que quería llamarla Edith, en homenaje a Piaf, el gorrión de París. Pero el Registro Civil no lo permitió. El recuerdo la hace sonreír, porque sabe que la imagen de esa bebé no concuerda con su fisonomía menuda, con la que quedó marcada en Esperando la carroza, donde no solo perdió peso en los días de rodaje por el esfuerzo físico, sino que los gritos de su personaje le produjeron una contractura de laringe. El gran grito de Susana hoy es un símbolo viral, plasmado en remeras, tazas. “Hicieron hasta billetes de 1000 pesos con su cara”, dice.
Como una forma de entretener a su madre, cada vez que su padre se embarcaba, Mónica y su hermana armaban espectáculos de música, poesía, ballet. También preparaban alguna función para el regreso de su padre. Allí estaba presente la vocación que luego abrazaría para toda la vida.
–Claramente tu amor por el teatro estaba definido.
–Fue con la obra de Alcón que no dudé, que dije ‘quiero ser actriz’. Después de decir eso, de insistir, mis padres no me llevaron más al teatro. No querían que siguiera con esa idea. Pero yo seguí adelante con mis sueños y me puse firme. Estaba en cuarto año del secundario cuando empecé a buscar un maestro de teatro. Yo iba a entrevistar a los maestros y no me gustaba ninguno; y a ellos tampoco les gustaba yo. Hasta que un día mi hermana me trajo una nota al director Augusto Fernandes que estrenaba La leyenda de Pedro [adaptación libre de Peer Gynt, de Henrik Ibsen, con el Equipo de Teatro Experimental de Buenos Aires]. Fui a ver la obra, compré la entrada, quedaba una. La obra me deslumbró, me fascinó y le pregunté al boletero si sabía si el señor Fernandes daba clases de teatro. Me dijo que sí y le pedí el número de teléfono.
Augusto estaba preparándose para viajar a Europa con la obra, luego iba a quedarse en Alemania, por lo que ese año no iba a dar clases. “Te recomiendo a mi maestra de teatro Hedy Crilla –le dijo–, ella va a dar clases con Lito Cruz. Tomá nota”. Y así, Mónica apuntó el número a su agenda. Fue Lito el que atendió el teléfono.
Había entrevistado a más de 20 profesores, muchos de ellos le habían advertido que no dictaban clases a menores de 18, por lo que está vez Mónica mintió. “Arranqué en febrero, fui con la cédula de mi hermana que tenía 19, yo todavía estaba en cuarto año –relata la peripecia–. Fui pintada como una puerta y con tacos. Apenas me vio me preguntó si estaba segura que tenía 19. ‘¿Querés ver mi documento?’, le respondí. Ya después fui con el delantal porque estaba en el Normal 9, ahí en Callao al 400, y el estudio estaba cerca. Salía e iba corriendo porque arrancaban a las 6 en punto”.
–Cuando te vio con el guardapolvo, ¿qué dijo?
–Ya había hecho mi primera improvisación y Hedy [la maestra austríaca] había hablado maravillas de mí. Dijo que era ‘un gran talento’. Cuando Lito me vio, bromeó si yo trabajaba en una farmacia, le dije que no, que estaba en el secundario. “¿Por qué me mentiste?”, me preguntó. Y le dije para que no me echara. “¿Y ahora por qué me decís la verdad?” –recrea el diálogo–. “Porque Hedy dijo que soy un gran talento”. No me gusta mentir. Yo empecé a fumar a los 14 años y mis compañeras fumaban a escondidas, yo no quería hacer eso.
–¿Lo contaste en tu casa?
–Sí, lo agarré a mi papá y le dije “papi, necesito tu permiso para fumar en público. Todas mis compañeras les mienten a los padres, pero para mí eso es una cagada. Yo no quiero tener esa relación con vos, ni con mami, quiero que sepan que fumo y no quiero hacerlo a escondidas”.
–¿Qué te respondió?
–”Lo lamento, es culpa mía, yo soy fumador, pero me vas a prometer que el día que quedes embarazada no vas a fumar durante el embarazo, ni durante la lactancia de tu hijo porque la mujer transmite la nicotina a través de la leche materna. Y a través del aire. Si me prometés eso”. Se lo prometí y nos dimos la mano. El día que mi marido [Jorge Roca, exdirector de ópera y actual profesor de inglés] fue a buscar los resultados para confirmar lo que yo ya sabía, agarré el atado de cigarrillos y lo rompí (hace el gesto como si lo estrujara), lo tiré a la basura y dije “papi, cumplo con la promesa”, y apareció mi marido con un chupete. Tuve a Francisco y me saqué de encima el cigarrillo para siempre. Ese pacto fue sagrado.
–Hablando de lo sagrado. En Crónicas de una santa errante interpretás a una mujer que busca ser reconocida en el pueblo y no tiene mejor idea que falsificar un milagro.
–Cuando leí el guion dije “esta es una linda película para hacer”, porque se despega de la temática habitual, tiene una imaginación muy viva, sentido del humor. Tomás [el director] tenía muy en claro lo que quería de esta mujer, que en ese pequeño pueblo rural, enmarcado en un realismo mágico, busca “ese milagro”, una hermosa historia que aparece alrededor de la estatua de esa virgen. Es una película que me dio una gran alegría, por ver el talento de nuevas generaciones…
–En estos días se conoció la medida del Gobierno que dice que no subsidiará a películas “sin espectadores”.
–Parte de la financiación de Esperando la carroza fue un préstamo del Instituto de Cine, después se sumaron varios productores, entre ellos, Doria, que hipotecó su departamento para terminarla porque lo que le había prestado el Instituto no era suficiente para filmarla. Buena parte de la película se hizo con ese dinero, que después se devolvió. Y Esperando… debe ser un caso único en el cine argentino, que se haya transformado en una película de culto, que tenga sus seguidores y todo lo que ya sabemos, pero no todas las películas son Esperando… El objetivo del cine es otro, porque es nuestro patrimonio cultural, refleja nuestra identidad y es como dijo en su momento Ricardo Alfonsín cuando asomamos a la democracia, que fue el tiempo que más películas argentinas se produjeron. Dijo que el cine argentino era embajador de la República Argentina. Y, justamente, creo que en este momento el cine tendría que volver a ser embajador, mostrar nuestra identidad, porque cada director tiene un lenguaje diferente y todos son parte de nuestra cultura, por eso es tan importante el Incaa y por eso es tan importante no cerrarlo, sino administrarlo bien y hacerlo con gente idónea, gente del medio cinematográfico. Y si hay algo que no funciona bien, corregirlo. Los países que apoyan la cultura tiene su Instituto Nacional de Cinematografía.
–En aquella “primavera democrática” filmaste con Doria Darse cuenta, con texto de Alejandro y Jacobo Langsner, sobre una idea de China Zorrilla. Una película que muchos consideran un reflejo de una Argentina naciente.
–Fue un trabajo tan hermoso y tan significativo. Esa historia con la que muchos se emocionaron y en la que vieron el dolor de la historia pasada y un futuro esperanzador. La filmamos en el Hospital Muñiz, la mayor parte en el pabellón de tuberculosis, nos tuvimos que dar todas las vacunas, actores, técnicos, todo el equipo. Tengo el recuerdo de una madrugada, eran como las 3 de la mañana, cuando una enfermera –se llamaba Mónica, igual que yo– que colaboraba con nosotros, nos asistía en la parte técnica, vino a buscar a Alejandro pidiéndole ayuda porque había un cambio de guardia y no encontraba a nadie y se le estaba muriendo un paciente. Y Alejandro fue –se me hace un nudo en la garganta–. Murió, era un paciente terminal. Alejandro ayudó a sacarlo de la cama, había que liberar para que entrara otro paciente. En esas condiciones filmamos Darse cuenta, con un préstamo del Instituto del Cine. Recuperó la inversión y devolvió el préstamo, y fue embajadora en el mundo.
Vio un aviso en el CUI (Centro Universitario de Idiomas) en la UBA que ofrecía clases de chino. “Esta es la mía”, dijo. Fue y se anotó. “Siempre tuve una fascinación por su cultura –reconoce–. En 1976 quedó truncada una beca y no pude viajar. Después fui como turista, di conferencias, exhibí un unipersonal (La caja mágica y las palabras perdidas) y, en 2017, dicté un Taller de Teatro Latinoamericano y un Seminario de Cultura Latinoamericana, en la Universidad de Nanjing” [siendo la primera actriz latinoamericana en trabajar en dicha universidad].
–¿Pusiste a prueba todo lo aprendido?
–El taller lo di en castellano y en inglés, y metía alguna que otra palabra. Sí, me sirvió para moverme en la calle, para leer los carteles, hablar con la gente porque la mayoría no habla inglés… la gente joven sí. Con lo que estudié pude manejarme bien. Aprendí mucho. Hay un interés por el cine, el teatro argentino. En China, Relatos salvajes se vio mucho. La mayoría de mis alumnas, todas jovencitas de 20 años, había visto la película por Ricardo Darín.
– ¿Tiene un público fiel?
–Lo aman, están enamoradas de él. Su nombre es un éxito asegurado. La verdad es que fue una de las experiencias más lindas de mi vida… porque los chinos sí estudian.
– ¿Tenés facilidad para aprender idiomas?
–No, ¡soy estudiosa! Aprender idiomas abre puertas. Ahora tengo ganas de volver a estudiar italiano. Pero lo mío es con estudio, esfuerzo.
Ordenada, suave en su hablar y en su andar. Mónica está bien lejos de aquella Susana exasperada, angustiada. Una mujer que solo Doria podía ver en ella. Mucho antes de que su cara debutara en la televisión y en el cine, la joven actriz sorprendía en el teatro, en el circuito off. Pero después de 8 años de transitar en ese mundo y en paralelo tener una vida como secretaria bilingüe para sobrevivir, siguió el consejo de quienes la alentaron a animarse a más, a trabajar como “actriz profesional”. Una compañera le pasó el teléfono de Alejandro Doria. “Llamalo, que está por hacer algo en televisión”, le dijo. A pesar de su timidez –”Soy muy tímida”, confirma–, Mónica marcó el número. “Me habían nominado para el premio Molière. En esa época era un premio importante y era difícil que te lo dieran si eras joven. Para mí esa nominación fue tocar el cielo con las manos –reconoce–. Estaba trabajando de manera temporaria como secretaria en una empresa y cuando llegué a la oficina, que eran las 7.30, lo llamé por teléfono. Sinceramente no pensé, como yo me despertaba muy temprano, no imaginé que había gente que a esa hora dormía”.
Mónica levanta el teléfono imaginario.
– ¿Quién habla?
–Mónica Villa
–[Silencio] ¿Te conozco?
–No, lo llamo para pedirle trabajo señor Doria, porque soy actriz.
–Vení mañana, a las 11, a ATC. Y colgó.
Al otro día, con la carpeta repleta de recortes y fotos, se presentó en las oficinas de ATC, como se conocía a la Televisión Pública en esos años. “Llegué 10.40 y esperé. A las 11 toqué la puerta –narra–. Abrí la puerta y asomé la cabecita (hace la mueca). Me sonrió y me hizo pasar. Lo primero que le dije fue ‘ay señor Doria, perdón por haberlo despertado, justo había llegado a la oficina y me parecía un buen momento. Porque terminó la obra que estaba haciendo y me quedé sin trabajo como actriz’”.
Alejandro la miró atento y vio esa carpeta que abrazaba. “Me la pidió y se detuvo en cada una de las páginas, en las fotos –describe–. Le gustó mucho una de las fotos, me la había sacado Andrés Barragán, un fotógrafo artístico que trabajó mucho en teatro. Un fotógrafo excelente. ‘Hermosa foto’, me dijo. Se la regalé –hace una pausa–. Una vez, cuando fui al departamento, vi esa foto enmarcada”.
Emocionada por el recuerdo, Mónica sonríe. “Me enteré mucho tiempo después. Me lo contó Alejandro, que cuando llegó a ATC le dijo a su asistente: ‘cuando venga una tal Villa la vamos a reventar, me llamó a las 7.30, estaba muerto de cansancio y me despertó’”.
A los días la llamaron para empezar a grabar Chantecler en el marco de “Los especiales de ATC”. Su personaje era el de una copera. El diálogo tenía dos renglones. “¿Por qué en vez de tirar la plata acá no me llevás afuera a comer un guiso?”, recita las palabras con las que hizo su debut en televisión. Para la ocasión se preparó y leyó unos libros que tenía sobre sobre prostitución –que había comprado para una obra que finalmente no se hizo– analizó conductas, posturas. Junto a María Ibarreta ensayaron e improvisaron una serie de ejercicios que le mostraron a Doria. Mónica decidió que su copera fuera golosa, que se la pasara comiendo caramelos y esa idea fascinó a Doria, quien no dudó en pasarle más letra y que su rostro reflejado en uno de los espejos apareciera al comienzo del programa. Allí se ve a una jovencísima Villa moviendo la cabeza al ritmo de la música, tocándose el cabello.
Con Doria también haría su debut en el cine con Los pasajeros del jardín (1982), basada en la novela homónima de Silvina Bullrich; luego volvería a convocarla para Darse cuenta y, en 1985, transformarla en la inolvidable Susana de Musicardi en Esperando la carroza.
“Para mí tener trabajo es una bendición, ganarme la vida como actriz siempre lo fue y lo agradezco. Pero también hay que saber decir no”.
–¿El éxito puede llegar a encasillar al actor?
–Todos querían a otra Susana gritona. Así que tuve que decir que no. Ahora, con los años que han pasado, me doy cuenta de las decisiones que tomé, difíciles porque hay mucha “pelusa” en esta carrera, hay mucha “pelusa” superficial, muchas aguas vivas que están flotando y te tenés que abrir camino entre esas aguas vivas para que no te piquen, para que no te rocen, que no te paralicen y para eso tenés que ir buscando rutas de navegación, abrirte camino, tranquila. La carrera de un actor es toda la vida. No es como la de un bailarín, la de un deportista, que son cortas. “No se da ahora esto, ya se va a dar”. Y sigo adelante, con mis principios. Llega un momento en que esas pelusas, esas aguas vivas, te ven venir y se empiezan a correr, porque te respetan, porque ven tu permanencia intacta. Hubo épocas de vacas flacas, pero soy de mucha autogestión. siempre puse la energía en la calidad de mi trabajo. Ahora estoy grabando para una plataforma y en septiembre estreno en el Espacio Callejón –obra que dirige– La tentación de vivir, de la uruguaya Denise Despeyroux [dicta clases en Lima casa de artes y oficios].
–¿Por qué crees que tantos años después Esperando la carroza sigue estando tan presente, tan “activa”?
–Porque nos define, creo que Doria logró hacer una lectura de lo que somos como sociedad. Y por eso esas frases se repiten. Nos identifican. Ahí se ve la hipocresía, el odio, la impotencia, lo poco que nos importan nuestros viejos. Nadie se quiere hacer cargo de sus viejos y esa es una gran deuda interna nuestra, argentina. Como sociedad no nos hacemos cargo de nada, preferimos mirar hacia otro lado. Esa familia somos todos nosotros como sociedad.
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