Memorias de una diva: la soprano argentina que hechizó a Europa y murió en el anonimato
Sergio Pángaro compiló las memorias de Margarita Kenny, una artista marcada por la Guerra Fría, la ópera y los viajes
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“Mi sangre es irlandesa, mi corazón es argentino, mi alma es germana”, pronunció Margarita Kenny. Y así, en la unión anatómica de esos puntos geográficos, se dio el devenir afectivo y profesional que transitó desde su Venado Tuerto natal, pasando por Buenos Aires y Nueva York hasta que finalmente logró conquistar Viena.
Quién más, sino el músico Sergio Pángaro para volverse el oyente privilegiado y por ende el compilador de los testimonios de la artista que ganó notoriedad al otro lado del océano con actuaciones en Austria, Italia y Alemania, y después de más de dos décadas retornó a su país donde murió a los 93 años, prácticamente en el anonimato.
Margarita Kenny, memorias de la diva argentina que triunfó en la ópera de Viena, editado por Sudamericana, más que un libro de vivencias personales es un imprescindible viaje en el tiempo a la ópera de la Europa de la posguerra, y sobre todo a un mundo de antaño, de ciudades, personajes, maneras y costumbres muy diferentes a las del presente hiperconectado y globalizado.
Recorrido que, a su vez, está contado con un lenguaje y un modo de diagramación poco frecuentes para los libros de esta era. Si algo emula, según el propio Pángaro, es el estilo del Reader’s Digest, aunque explícitamente lo vincula con la revista argentina El Hogar. Es que la propia Kenny fue redactora de esa publicación a partir de la cual conoció a los locales Victoria Ocampo, Gisele Shaw, Alberto Dodero y Carlos Alfredo Tornquist y a los célebres Henry Fonda y Tyrone Power, siendo este uno de los tantos oficios que llevó a cabo.
Alcanza con revisitar que, con su amiga María Alina Ezcurra, tuvo un puesto de flores en el edificio Kavanagh y fue la artífice de un bar lácteo donde vendió hot dogs en Retiro con uno de sus hermanos. Además del programa donde trabajó en radio El Mundo, las traducciones que hizo sobre las obras de Gilbert Keith Chesterton y John Keats, y las clases de inglés que dio en colegios.
Dice Pángaro que, así como Kenny cantó para ser oída, en los últimos años eligió contar su propia vida para ser leída. Parafraseo que explica cómo en sus relatos procuró organizar algunos pasajes del día a día en diálogo con otros dignos del estrellato, y cómo además se lo transmitió a su propio alumno, quien no solo escuchó, sino que también interpretó y se volvió su cómplice en esta aventura literaria donde las personalidades del mundo de los medios de comunicación se cruzan con los popes de la moda y la política. Dato no menor este último, si se tiene en cuenta que los sucesos de los que habla la cantante transcurrieron en el escenario de la Guerra Fría, donde ella fue protagonista, en medio de la labor de espías, acusaciones e intrigas.
En diálogo
El texto no se reduce al anhelo de una vida que merece ser contada, como pasaba con las divas de la época, sino que logra cristalizar los humores de las sostenidas conversaciones grabadas en casete que la profesora mantuvo con Pángaro, en el departamento de la esquina de Córdoba y Carlos Pellegrini, a metros del Teatro Colón. Encuentros realizados a principios de este siglo por impulso de Rowina Casey, sobrina nieta de la intérprete.
Valioso material que veinte años después lo completan los recuerdos de otros aprendices y allegados como Horacio Sanguinetti y Gloria Sopeña. A su testimonio se suman registros de la colección de fotos y recortes de diarios que reconfirman la repercusión que Kenny tuvo en los teatros europeos. Por eso, los parlamentos que la propia autora pensó con destino de autobiografía, ahora se salen de los bordes de este género para volverse una biografía organizada por el tándem creativo reunido en torno a la artista.
Tuvo el tupé de cambiar de registro y del mezzo soprano pasó al de soprano dramática, que aunque era y sigue siendo algo poco habitual para el género, ella también se atrevió a lograrlo
Prima la parola, doppo la música (primero la palabra, después la música), dijo Giuseppe Verdi y Kenny lo repite como un mantra cuando rememora una de las cosas fundamentales que justamente le enseñó su maestro Roberto Kinsky. Algo que ella asimiló a mediados de los años cuarenta, cuando todavía era una aspirante a cantante de ópera, al mismo tiempo que asistía a las funciones de la Asociación de Amigos del Arte y a sus primeras audiciones, antes de viajar a Austria.
Pero ¿cómo fue que llegó a Viena? Sin proponérselo, ese viaje tuvo que ver con Rudi Freude, hijo del financista nazi que apareció junto a Juan Domingo Perón en una foto en la revista Life. Dato que la propia Kenny rastreó y se lo transmitió al fotógrafo y corresponsal Tom McAvoy, quien por supuesto no dudó en publicarlo. Información que, una vez conocida, inmediatamente se tradujo en que la propia Eva Perón diera la orden de bajar la participación que iba a tener como Ulrica en Un ballo in maschera en el Teatro Colón. Aun así, en el reverso de esa mala pasada, logró ser convocada para hacer nuevas audiciones e incluso propuesta por el barítono Leonard Warren para aplicar a una beca en The academy of vocal arts en Filadelfia, Estados Unidos.
Ella quería cantar
Nueva York, su primera parada, fue el preludio del viaje a París. En esa capital se involucró con la mismísima Coco Chanel, con quien varias veces tomó el té en su departamento de la Rue Cambon y conversó cada vez que tuvo una duda respecto a su vestuario escénico. También se codeó con Becky Hamilton, la editora de la versión británica de Harper’s Bazaar, quien le abrió las puertas de la escena europea y pasó a ser su “madrina musical”.
Después, llegó la primera audición fallida que coincidió con los funerales de Richard Strauss y finalmente el debut en la Scala de Milán, y los roles de Elektra, Amneris, Éboli, Brangania, Fricka y Herodías llevados a las tablas del Teatro San Carlo de Nápoles, el Liceo de Barcelona y el Comunal de Florencia, además de la Ópera de Viena, Salzburgo y Düsseldorf.
Esa fue Margarita Kenny (o Kenney, según su nombre artístico) la que tuvo el tupé de cambiar de registro y del mezzo soprano pasó al de soprano dramática, que aunque era y sigue siendo algo poco habitual para el género, ella también se atrevió a lograrlo.
La sudamericana que adoró la expertise musical de los austríacos, denominó tifosi (barrabravas) de la ópera a los guardias del tranvía, quienes no solo buscaban estar al tanto de las novedades de las obras en las que ella participaba, sino que también, si se enteraban de que había algún cantante en el vagón donde viajaban, procuraban cerrar las ventanas para que no tomara frío.
Tal era el amor y el respeto que tenían por los intérpretes, que la propia Kenny es quien los compara con lo que pasaba con Diego Armando Maradona o Irineo Leguisamo en la Argentina. Y esa analogía vale, claro, para advertir el deseo silencioso que persiste a lo largo de todo el relato: ser reconocida en su tierra, más aún si se considera que en el Teatro Colón recién actuó en 1975 y fue homenajeada en los años noventa junto a otros artistas.
¿Cómo se la puede definir? “Como alguien que conoció el mundo terrenal, el valor de los chistes y las cosas serias –analiza Pángaro–; tanto los grandes papeles wagnerianos como el rol de una persona buena que espera estar en el cielo”, concluye.
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