Mecenas, coleccionista, activista: la baronesa Thyssen, una vida de cuento de hadas y riquezas
Carmen “Tita” Cervera reconoce que su gran pasión por el arte se consolidó junto a su marido, Heini Thyssen “dedicamos nuestras vidas adquiriendo obras y organizando exhibiciones por el mundo”
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Parece que la historia de la joven plebeya que se casa con el príncipe parte en las antípodas del presente, allá por el siglo I A.C., basada en un antiguo cuento egipcio que relata las aventuras de Ródope, una esclava griega, que desposa al faraón de Egipto. Una historia del siglo IX que proviene de China le sumó a la oralidad transmitida de unos a otros, el “pequeño pie” que calzaba en el zapato perfecto para ser la elegida. Otros detalles llegaron de la Persia de fines del siglo XII, en particular en la obra del año 1197 de Nezāmí “Las siete bellezas” (Haft Paykar). Se sabe que ese relato, enriquecido por la multiculturalidad y las voces que lo contaron, fue pasado a papel por primera vez por el italiano Giambattista Basile, quien le puso el nombre de “La Gatta Cenerentola” en el napolitano original.
Sin embargo, las plumas más célebres gracias a quien conocemos hoy a la historia como la de Cenicienta, fueron dos. El francés Charles Perrault publicó “Cendrillon ou la petite pantoufle de verre” (Cenicienta o el zapatito de cristal) en 1697. Tomó para ello gran parte de los antecedentes, aunque le dio la forma más célebre que llegó hasta hoy. Algo más de un siglo después, en 1812, se popularizaría la versión de los hermanos alemanes Jacob y Wilhelm Grimm, que forma parte de la colección de cuentos de hadas (“Märchen”) de los “Kinder und Hausmärchen” (Cuentos de la infancia y del hogar), quienes le otorgaron una mirada un poco más cruel.
Cinderella o Cenicienta no tiene nombre en ninguna de sus versiones, pero bien podría caberle el de María del Carmen Rosario Soledad Cervera Fernández de la Guerra quien desde su natalicio, el 23 de abril de 1943, se grabó en el alma una de las frases de la princesa de los cuentos: “en las alas de mi imaginación puedo volar a cualquier lugar y el mundo me abrirá los brazos”.
Impulsada por su madre, María del Carmen Fernández de la Guerra, desde Stiges, su pueblo de origen, una comarca de la comunidad autónoma de Cataluña a 38 kilómetros al sur de Barcelona sobre la costa mediterránea, habitada desde el Neolítico, Tita, como se la conoce, recibió una educación exquisita. Se formó en Inglaterra y en Suiza, después de haber pasado en España por el Liceo Francés, el Colegio Lestonnac y el Mary Mount International High School, en Barcelona, así como en los Sagrados Corazones de El Escorial en Madrid. La niña demostraba desde pequeña el aura del éxito. “Llegará lejos”, solía decir su madre, quien le inculcó a fuego el mensaje que se transformaría en mantra: “eres Carmen Cervera, que no se te olvide”.
Don Cervera era, en verdad, Enrique Cervera Anfruns y Manent, en algunas versiones ingeniero, y en otras, mecánico de motocicletas. Contaba con un taller en la calle Balmes de Barcelona y, según su misma hija declara, exhibía amor por el arte. “Cuando era pequeña mis padres me llevaban a visitar museos y recuerdo que me gustaban mucho”, explica la hoy baronesa en charla con La Nacion. Sus padres se separaron cuando tenía 5 años. Con otros dos hijos (Gloria, quien murió a poco de nacer y Guillermo que falleció en el año 2000), el matrimonio siguió compartiendo la vida social. Aun así, la madre y los hijos se mudaron al norte de Barcelona. Cantante frustrada y sin haber podido escalar en su posición económica, la madre aspiraba para su hija una historia diferente. La joven Carmen, de adolescente, mientras cursaba sus estudios en Londres, tuvo la oportunidad de descollar por primera vez: fue parte de una presentación a la Reina Isabel II, frente a quien mostró sus dotes para bailar flamenco. Al finalizar su formación académica hablaba alemán, francés, inglés, italiano, además de sus dos lenguas maternas: el castellano y el catalán.
Muy bonita, Carmen tenía un carácter espontáneo y chispeante, que la hacía destacarse entre sus compañeras. Impulsada por su madre, en 1961 se presentó primero al certamen de belleza de Miss Cataluña que la catapultó al de Miss España. Luego de pasar ambos tramos con éxito, obtuvo el cuarto puesto en Miss Europa y quedó tercera en la competencia de Miss Universo. Sus preseas las convirtieron en asidua concurrente a fiestas, donde se codeó con algunas de las estrellas de la época como Marilyn Monroe, Frank Sinatra, Sammy Davis Jr. y Dean Martin.
En 1962, en un viaje que hacía con su madre de Roma a Suiza, conoció a Lex Barker de 43 años, un ídolo por entonces: el actor había reemplazado en el protagónico de Tarzán a Johnny Weissmüller en 1950. Se casaron en 1965 en Suiza. Tita moría de ganas de ser actriz, pero su primer marido obstaculizó ese camino amparado en una relación previa que no llegó a matrimonio con Lana Turner. Compartieron una vida que alternó Hollywood con la Costa Brava, donde construyeron una casa que sigue siendo uno sus lugares favoritos. El matrimonio se separó apenas unos meses antes de que Barker falleciera de un infarto en 1973.
Dos años más tarde, Tita se casó de nuevo en Nueva York, esta vez con Espartaco Garibaldi Borga Santoni, un productor venezolano que la ayudó a darse el gusto de participar en películas. La historia no terminó bien: él fue acusado de una estafa que lo llevó a la cárcel. Ella utilizó parte de su fortuna para pagar la fianza, pero Santoni se fugó ni bien fue liberado, lo que dejó a Cervera en una situación económica compleja. Sin contar la bigamia: el venezolano nunca se había divorciado de su primera mujer, un hecho que Carmen desconocía.
A los 38 años fue madre de Borja, sin que por años se supiera quién era su padre, dato que se reveló más tarde. El niño resultó ser hijo del publicista Manuel Segura.
Con un niño de un año y a punto de alcanzar los 40, en medio de un crucero organizado por los herederos del magnate del tabaco Zino Davidoff, conoció al hombre que cambiaría toda su historia.
Nacido en Holanda, aunque con ciudadanía suiza y residencia en Mónaco, Hans Heinrich von Thyssen-Bornemisza et Impérfalva, conocido como Heini Thyssen, era dueño de uno de los imperios del acero más grande de Alemania fundado por su abuelo August, con más de 200 compañías. Llevaba para entonces cuatro matrimonios, entre ellos uno con una princesa, y tenía cuatro hijos. Ostentaba el título de primer barón Thyssen-Bornemisza, obtenido de su madre, la baronesa húngara Margit Bornemisza.
Se cruzó con Cervera en 1981. Él relata en sus memorias ese encuentro: “la primera vez que vi a Tita fue en Cerdeña y no hubo palabras: los ojos lo dijeron todo. Algo me llevó a intuir que la felicidad que había estado buscando a lo largo de mi vida podía estar al alcance de mi mano. A partir de entonces, no quise perderla: solo quería estar a su lado”.
El barón traía consigo el afán familiar del arte, una colección que había comenzado con un encargo a Rodin de una serie de esculturas. Pero la costumbre se volvió una increíble forma de inversión con obras de Holbein y Caravaggio; Duccio, El Greco, Rubens y Goya; Van Gogh, Kandinsky, Picasso, Mondrian y Lucio Fontana; Rembrandt y Velázquez. “Mi gran pasión por el arte –cuenta Cervera hoy– se consolidó junto a mi marido. Durante años, juntos dedicamos nuestras vidas al arte, adquiriendo obras y organizando exhibiciones por diferentes partes del mundo. Fue una etapa de mi vida que vivimos con mucho entusiasmo”.
Es que luego de algunos años de clandestinidad, a la espera del fin del último divorcio del barón, ambos se casaron en Londres en 1985, lo que la convirtió en baronesa. La fiesta se hizo un mes después, donde Tita lució el diamante Estrella de la Paz, de 179 quilates, valorado por entonces en tres millones de dólares. Cuando Borja tenía 5 años, el marido de Tita lo adoptó oficialmente. Se convirtieron así en mecenas inseparables.
La gran batalla de Cervera se inició cuando Heini comenzó a barajar la idea de donar su colección a un museo. Ella insistía en que esa no era la idea correcta: un sitio como la National Gallery de Londres no exhibiría todas las piezas, sino que pasarían a tomar parte de su fondo y el conjunto como tal se diluiría. La batalla se abrió en dos bandos: los hijos del barón y Tita. Sus gestiones sedujeron al gobierno español, que terminó alquilando y luego comprando la colección completa.
“Siempre he pensado que –continúa la baronesa– para contemplar las obras de arte, lo más importante es conectar con ellas. Al observarlas, nos transmiten emociones, unas más que otras, y cada persona encuentra una conexión especial con alguna de ellas. Para apreciarlas no es imprescindible ser un experto en arte: lo esencial es que los visitantes sientan que no se han quedado indiferentes tras pasar por una exposición o un museo, siempre hay alguna obra que recordamos por su belleza o por la historia que nos ha contado. Hay muchos cuadros que significan auténticos relatos de la época, el momento o el lugar en los que fueron creados. Es muy interesante descubrir todo lo que nos puede develar una obra de arte. Además, las exhibiciones y sus catálogos nos aportan siempre algo más de conocimiento al que todas las personas pueden acceder para adentrarse aún más en este maravilloso mundo”.
El Museo Thyssen-Bornemisza se inauguró en 1992, dándole a Carmen la Banda de Dama de la Orden de Isabel la Católica, que le impuso el rey Juan Carlos, y aumentando su capital en 265 millones de euros, gracias a la compra de las obras por parte del Estado español. “Siempre quise que la gran colección de mi marido quedara en España –explica la baronesa–. Había muchos otros países interesados, como Suiza, Alemania y Gran Bretaña. Tras largos años de negociaciones con el gobierno español, conseguimos que las obras fuesen al Palacio de Villahermosa, un edificio que fue el destino ideal para ellas. Inauguramos el museo con mucha ilusión y gracias a ello la colección ha podido permanecer unida y es el tercer pilar del Triángulo del Arte de la capital de España”.
En 1999, Georg, uno de los hijos del barón, inició un juicio con la intención de salvaguardar el patrimonio de su padre. La batalla terminó tres años después con lo que llamaron el pacto de Basilea, que dejó a Cervera con una colección de arte valorada por entonces en 180 millones de euros y una serie de propiedades con las obras que contenían. Apenas dos meses después de la firma, Heini murió a los 81 años de una falla cardiorrespiratoria. En 2006, mediante un alquiler de vientre en Estados Unidos, la baronesa se convirtió nuevamente en madre, esta vez de las mellizas María del Carmen y Guadalupe Sabina.
Hoy la colección está integrada por obras maestras de grandes artistas de la historia. “Es una de las más importantes y completas colecciones de arte de todo el mundo –asegura–, con piezas muy solicitadas por los mayores museos internacionales. Estoy convencida de que compartir las obras de arte con las instituciones del mundo contribuye a la divulgación artística además de suponer una colaboración recíproca entre países, ya que éstos también entienden la importancia de prestar sus obras a España cuando son solicitadas por los nuestros museos”.
Si Tita pudiera conducirnos de la mano por los hitos de la colección nos recomendaría dejarnos llevar “a lo largo de todo el recorrido de la exposición –indica–, desde los maestros antiguos, pasando por lo cuadros impresionistas y expresionistas, los del siglo XIX español, las vanguardias, y las pinturas modernas, sin olvidar las magníficas esculturas de Rodin que destacan en la sala por el blanco del mármol en las que fueron creadas. Una de las obras de mi marido que pude conservar es el Mata Mua de Paul Gauguin, un cuadro al que le tengo muchísimo cariño. Es muy importante y muy valioso pero, sobre todo, de gran calidad artística que se ha convertido en uno de los íconos de la colección”.
Hoy ya existen el Museo Carmen Thyssen de Málaga, el de Andorra “y en los próximos años espero –anticipa– que se haga realidad el proyecto del futuro Museo Carmen Thyssen de Sant Feliu de Guíxols”. Ella sigue al frente de la vicepresidencia de la sede de Madrid y es presidente de los otros tres. “La mía es una vida interesante”, reconoce a pesar de no llevar puesto su zapatito de cristal.
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