A los 42, después de su debut en la Ópera de París, la bailarina argentina del Royal Ballet de Londres le escribe una carta de amor a la danza y a su gente: “Con talento y trabajo, pero sin las personas que están a tu alrededor, no lo podés hacer”
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A las diez de la noche del martes, cuando la Selección Argentina salía a la cancha a jugarse por la Copa América, en el Teatro Colón el baile ya había empezado hacía rato. El Ballet Estable presentaba la última función de su saga de La bella durmiente del bosque, la segunda con Marianela Núñez en el rol protagónico. Aurora despertaba del sueño en el que la había sumido un maleficio lanzado desde la cuna; era el momento de la boda con el príncipe. Entre una entrada y la siguiente, impecable como el tutú blanco y brillante que lleva en esta parte de la obra, la bailarina argentina que cumplió 25 años con el Royal Ballet de Londres mira de reojo y les pregunta a los técnicos:
–¿Cómo vamos?
–Está 0 a 0.
Le toca su variación del pas de deux, entonces entra en escena y las hace todas: avanza girando por una diagonal, vertiginosa; se suspende, leve, en el aire; y parada para sobre la punta de un pie… ¡gol de esos equilibrios estoicos! Como si nada le costara, sale por la derecha. Tras bambalinas, vuelve a preguntar. “Está todo igual: todavía no convirtieron”. Faltan aún la coda, los saludos, el fervor popular que no deja mentir respecto de su magia: el público la adora. Será más cerca de la medianoche, cuando la sala ya esté completamente vacía, pero ella siga en el teatro, firmando autógrafos parada sobre una silla en la puerta de artistas que da a la calle Cerrito, cuando se rompa el segundo hechizo y a los 88 minutos de partido la Argentina le gane a Chile sobre la hora. Marianela no deja de saludar, son decenas y decenas de personas que no se amedrentan ni con el frío ni con la lluvia. Ella canta dos versos del himno mundialista de los “muchachos”: No te lo puedo explicar/porque no vas a entender…
Queen Nela, como la apodan en el mundo; Marian, para sus amigos; “Marini”, como le dicen sus padres, pasó como una ráfaga y dejó a todos encantados. Hoy ya está en la siguiente parada de su tournée, en México, seguida de cerca por un equipo de documentalistas que prepara una película sobre ella, una bailarina excepcional. Tras una fugaz vuelta a su casa en Inglaterra, donde la esperan Romeo y Lionel, los famosos gatitos persa de Instagram, el rodaje seguirá en Japón. A medida que transcurren los días, cuando Michael Nunn y William Trevitt –dos exbailarines reconvertidos en productores con el nombre de Ballet Boyz– encienden las cámaras, la inhibición es cada vez menor. Marianela cree que las producciones de este tipo en general se enfocan en la parte negativa de la vida en la danza y que ella tiene otra historia para contar. “Cada uno con su experiencia, por supuesto, pero hay otras visiones”, dice al final de un ensayo, el primero de una serie de encuentros a los que asiste LA NACION. “Este documental va a ser como una carta de amor a la danza, a mi camino. Cuando me fui del país, pensé que la que sufría, la que dejaba todo atrás por seguir su sueño, era yo, pero 26 años después me doy cuenta de que mi mamá tenía entonces más o menos la misma edad que yo ahora. No me puedo imaginar lo que habrá sido. Tal vez logren capturar un poco de esa parte. Están curiosos, querían filmar acá porque es donde empezó todo, donde están mis raíces, pero vienen conmigo desde París y me van a seguir hasta febrero del año que viene en Londres”.
–A cumplir tu gran sueño de bailar en la Ópera de París, el mes pasado, no solo te acompañaron tus padres y tu pareja, ¡eran una banda!
–Todos. La gente que está siempre a mi lado sabía lo que significaba y cuánto lo había esperado, entonces armaron las valijas. Además, fueron muchos fans, no solamente de Londres; desde Canadá, Nueva York, Italia. Mis grandes amigas organizaron el viaje con un año de anticipación. Ellas están siempre: Sara, que es la que me hizo la casa; Sabrina, que trabaja en el consulado argentino; Leah, del área de legales de la Royal Opera House; Debra, que es dermatóloga; Erico, un exbailarín y maestro; Fanny, una de mis mejores amigas y vecinas, que además me dijo: “¡Tenemos que buscar quién cuide a Romeo y a Lili!”; Giovanna, una chica brasileña; Jo, de mi línea de ropa. No solo son amigazas, sino que aman el ballet. Rachel Hollings, que escribió los pequeños textos que hay en el libro Moments with Marianela, y Maria Helena Buckley, la fotógrafa, que estaba allí, porque vive en París. Después de la primera función, el domingo me organizaron un brunch para todos.
–¿Cómo fue debutar a los 42 años en el Palacio Garnier?
–Cien por ciento uno de los highlights de mi carrera, y podría ir más lejos y decirte de mi vida. Un sueño que esperé más de veinte años, creyendo que ya no se iba a dar y se dio. Además con ese ballet, Giselle, en París, que es donde nació. Sabía que iba a estar buenísimo, lo que no me esperaba era el resultado: explotó. Fueron veinte minutos de aplausos en la segunda función, entre que abrían y cerraban el telón, y el cariño que recibía de los bailarines, el staff, los técnicos, la gente de sastrería, de peluquería, del bar, todos. Cuando entró el director, José Martínez, con un ramo de flores… Lo sigo reviviendo en mi cabeza.
–Con el tiempo se empiezan a ver otras cosas.
–La magnitud de ese lugar, que es enorme en la historia, y vos estás ahí, paradita y decís: “Pará, acá pasó de todo, pasaron todos, nacieron muchas cosas”. Podía realmente quedarme paralizada, pero al mismo tiempo sentía una fuerza y una paz que venía de la gente. Fue como cuando Messi ganó el Mundial. ¿Viste que todo el mundo quería que Messi ganara el Mundial? Bueno, una cosa así. Todos querían que saliera bien. No quiero que suene raro, pero hay algo en ese lugar, místico, no sé cómo decirlo: ese pasado te sostiene. No me estoy sugestionando, lo sentí así.
–¿Qué hiciste de manera diferente para esa ocasión: te preparaste distinto, pensaste de otra forma?
–¡Cómo me voy a sentir la noche anterior a la función –pensaba– si normalmente soy una bola de nervios! Es otro nivel. Sabía del escenario con el famoso declive del 6%, los ensayos yendo y viniendo de París a Londres, con Hugo Marchand, para prepararnos. Él fue un gentleman, hizo lo posible y lo imposible. Yo estaba con miedo, sabía que tenía el sueño de mi vida en la mano y no lo quería desperdiciar. Cuando llegué a la Ópera encontré a la maestra Claude de Vulpian, una ex étoile de la compañía, que fue un regalazo: con una sonrisa enorme y una gran generosidad, me hizo sentir en casa, me compartió todo su conocimiento y al mismo tiempo me dio mi lugar: “Tenés una intuición increíble, trae tus cosas”. Fue un ida y vuelta muy nutritivo. Después, claro, me emocioné mucho cuando el primer día vi entrar a Ludmila [Pagliero, la figura argentina de la Ópera de París] en el estudio. Yo estaba estirándome, me dio un abrazo y ya no pude parar de llorar. Estuvo en todos los detalles. Un ejemplo.
–Como un hada madrina.
–¡Tal cual! Cuando se hizo público que iba a ir a bailar, fue de las primeras personas que me escribió para decirme: “Se te dio y te lo merecés”. Te das cuenta que no es por protocolo, que es genuino. Es un ser humano súper especial.
–Y ahora que el gran sueño se cumplió, ¿cómo se sigue?, ¿cuál es la zanahoria detrás de la que vas?
–Con todo esto de la peli, me saltan estas preguntas, y algunas ideas las puedo expresar y otras no. ¡Es como hacer terapia! Empecé por Zoom, con una analista argentina, que ahora en este viaje conocí en persona y me encantó. Pero me doy cuenta de que hay cosas que no las puedo responder. ¿Cómo hacés que no tomás vacaciones? ¿Por qué con dolor seguís bailando? No sé, no te lo puedo explicar, lo tengo que hacer, ¡lo quiero hacer! ¿Qué es lo próximo? Esto es lo próximo, todos los días, lo que me mueve y me conmueve.
–Es más difícil de explicar que de vivir.
–Exacto. Si estuviera pretendiendo, después de 25 años, ya se me habría caído la máscara.
–Terminaste tu temporada número veinticinco con el Royal Ballet. Creciste, te hiciste grande, rodeada de Historia: un marco importante sostiene tu carrera.
–Tal cual, y más y más es de eso de donde me agarro cuando me siento un poco vulnerable o con dudas. Se me cruzó un montón de gente que va a vivir en mí para siempre; personas que en una conversación, en un ensayo o en una función me dieron todo esto que tengo para enfrentar lo que venga.
–¿Qué cosas te hacen sentir vulnerable?
–Las responsabilidades, antes de salir a bailar, lo cual es normal, porque es lo que te hace mantener los pies sobre la tierra. Me lo dijo Alessandra Ferri las veces que me preparó, cuando me vio dudar: “Marianela, está muy bien que te sientas vulnerable, ahí es cuando un artista realmente se acerca a la verdad de las cosas”. Me pareció bellísimo y me hizo un switch.
–Alessandra Ferri te lo dice a vos y vos después vas y se lo decís, por ejemplo, a María Celeste Losa, la joven solista argentina en la Scala de Milán. La transmisión, el compañerismo, el apoyo entre colegas: esa parte, como decías, no se muestra en los dramas de las series y las películas, enfocadas en la competencia y el lado oscuro.
–El otro día una bailarina estaba preparando un rol, tenía poco tiempo. La sentí angustia, enseguida me di cuenta, y charlamos: “Confiá en lo que tenés, aprovechá esas poquitas horas, hacé tu trabajo”. Me fui a París y cuando volví estaba estrenando. “No sabés lo que me ayudó lo que me dijiste”. Hay gente que vive este camino de otra manera, yo tengo una visión y una historia completamente diferentes. Anthony Dowell, Monica Mason, Kevin O’Hare [sus directores a través de los años], que me vieron desde chiquita, son como mi familia. Los veo hoy a través del tiempo y me resulta apasionante saber que están acá, me da confort [se abraza a sí misma, pareciera que quiere decir “contención”]. Es verdad que la gente no lo ve, pero se vive así.
–¿Por qué La Bella Durmiente, un ballet que hiciste tantas veces y te dio fama mundial, sigue siendo interesante?
–¡El ballet clásico tiene tanto para ofrecer y para ofrecerme! Más estos títulos que uno puede venir a ver una y otra vez, interpretarlos una y otra vez, y cada una de ellas encontrarles cosas nuevas, sentirlos de varias maneras. Un clásico es como un Chanel suit, siempre va a estar en style. Y yo soy feliz haciendo los clásicos.
–De otro modo, con la exigencia que tienen, ya hubieras elegido otro repertorio. Por la edad también.
–Sí, y de la presión que se siente. Es épico. Una aparición y no podés chanflear: es lo que es. Pero, ¿sabés qué? A mí me explota el corazón de la alegría haciéndolo. Lo siento fresco cuando lo vuelvo hacer. En París, por ejemplo: si bien tengo conmigo a las Giselle de todos estos años, hubo cosas nuevas, algunas espontáneas, que se dan por tener otro partenaire. Vas creciendo y sí, me da ganas de decir: esto recién empieza, tengo un montón más para seguir.
–Pero no, esto no empezó recién.
–¡Esto recién empieza! [se ríe fuerte, como anticipándose a la siguiente pregunta]
–¿No vamos a hablar tampoco este año de un posible retiro de los escenarios?
–¡No! Ni cerca [sentada en el piso, estira una pierna a la altura de la oreja]. Tengo por delante un 2025 ya completo. Y siempre hay algo más: es como si me dieran una llave para abrir otras puertitas. Ahora con más conocimiento, experiencia, una pequeña información me puede significar un cambio enorme. Si alguien me hace pensar diferente, eso me gusta. No me quedo con lo que tengo ni me olvido de lo que hice. En las maneras de moverme, de ver un personaje, cómo me manejo en un ensayo, sigo siendo yo, pero me permito abrirme, expandirme [mientras habla, abre los brazos como las ramas de un árbol que crece en todas las direcciones]. Razonar y bailar, sin perder mi esencia. Es como en la vida, cuando decís: yo pensaba de esta manera y de pronto, diez años después, pensás diferente.
–¿Qué cosas por ejemplo?
–No sé. Puede ser algo gracioso: con el orden, por ejemplo. Yo, que soy reprolija, me gusta todo perfecto, y ahora con mis dos gatitos estoy: Ok, llename todo de pelitos que soy feliz, don’t worry. Diez años atrás hubiera dicho: ¡Esto no puede ser!
–”¡Trata a los gatos como si fueran hijos!”, dicen todos.
–¡Sí, son mis cathijos! Hasta podría ser mejor, me parece [se ríe]. Ya me he corrido de la silla y sentado en el piso, para dejárselas. Los adoro, son todo.
–Más allá de los dones artísticos y la perseverancia en el trabajo, de tu personalidad se suele destacar el valor de la humildad. Diría, además, que sos muy agradecida.
–Eso sí. Es verdad, viene de un lugar super genuino, porque van pasando los años y me doy cuenta de que con talento y con trabajo, pero sin gente alrededor, no lo podés hacer. Necesitás personas en la vida, en la carrera. Nunca tuve miedo de pedir ayuda y siempre eso me conectó con todos los que me fui cruzando en el camino, que aportaron para que yo estuviera acá. ¡La generosidad! Que me llegue una invitación para ir a bailar afuera y mi director en Londres diga: “Sí, por favor, arreglen todo”. Desde los partenaires a la gente que te ayuda con los trajes, cada uno tiene que ver. Cuando estoy con mi vida a mil y no me alcanzan las 24 horas, veo que todos los toques de esa gente son fundamentales. Mi familia, mis maestros, mis directores, mis colegas.
–¿Conocerás esa canción que dice Cada uno da lo que recibe/luego recibe lo que da?
– [Se le llenan los ojos de lágrimas] Sí, y me emociona, porque como te decía antes, cuando uno se siente vulnerable, es con lo que se tiene que conectar. Así funciona la vida. Cuando las cosas se van cayendo, si no te agarrás de esa gente que te ayuda a construir...
Segundo tiempo
El domingo que Marianela Núñez estrena La Bella durmiente del Bosque en el Teatro Colón la sensación es que en la sala no falta nadie. No porque Mirtha Legrand ocupe el palco del director, Jorge Telerman, o porque del otro lado, detrás de un grupo de adolescentes, esté sentada la vicepresidenta Victoria Villarruel –en rigor, primera mandataria ese día, con Javier Milei fuera del país–. La función es de abono vespertino, está agotada hace meses, y sin embargo hay gente por todas partes, como en los viejos tiempos, parada a un costado, asomada por la escalera, buscando un resquicio, a la pesca de algún ausente sin aviso que deje libre una butaca. No falta nadie tampoco el martes: “Acá también juega Messi”, se oye la broma más de una vez. Especialmente ese día, los jóvenes, las estudiantes, cuánto más alto balconean más la vivaban. Por eso, en el saludo final, después de dedicarle una amorosa reverencia al Ballet Estable que la acompañó en la vuelta a casa, la bailarina se quedó en el proscenio, mirando para arriba, pero bien arriba.
Alumnos de todas las escuelas de danzas grabaron mensajes “para Nela” en el video que un día después, el miércoles, se proyectó en el Salón Dorado de la Legislatura. “Te adoramos”, “Sos nuestra inspiración”, le dicen. En el recinto, inspirado en la Galería de los Espejos del Palacio de Versalles, una nena de no más de un metro de altura llora mientras escucha a la bailarina leer por primera vez un discurso para la recepción de su diploma de Personalidad Destacada de la Cultura. “No soy escritora, me encantaría, pero no –revela–. Voy a compartirles algo que viene de un lugar honesto”. Entonces arremete: “La vida me dio la oportunidad de estar cara a cara con mi verdadera vocación a temprana edad. Sé que esto es uno de los regalos más preciados y especiales que he recibido en toda mi existencia. Tener esa llama que me moviliza a diario y me hace conectar con pasión, responsabilidad y entrega por lo que verdaderamente amo, es algo que ninguna palabra podría llegar a describir”. Y más adelante: “No puedo pedir más, nada más: construí mi vida con mis propias elecciones, siempre guiada de la mano de mi vocación”. Cerrará con un pedido: “Bailo porque es mi oxígeno. El arte es oxígeno para todos, y debemos defenderlo y respetarlo siempre”.
Frente al espejo de su camarín, quedan todavía algunos ramos de rosas en agua. El más grande es el que le envió Ben Stevenson. A los 88 años, el coreógrafo británico, autor de la versión de La Cenicienta que vimos no hace tanto acá, le manda flores donde quiera que Marianela vaya. Suele decirle que su estilo tiene algo de las bailarinas de antes, y eso a ella le encanta. ¿Qué pensaría si la viera esta mañana con sus zapatillas de calle íntegramente cubierta de cristalitos? “¡Son los zapatos de “CinderNela!”, juega con las palabras, divertida, antes de dejar el teatro, hasta la próxima.
–A veces traes un tutú especial, otras son las coronitas. ¿Qué vino en la valija esta vuelta?
–¡Sí, el año pasado fueron las plumas de Odette, para Lago! Creo que esta vez no hay nada que tenga un toque sentimental. Vine con dos valijas repesadas, porque de acá me voy a un festival, en Cancún, así que ropa de invierno y de verano. Y para un ballet como Bella necesito muchas zapatillas de punta: traje como 25 pares, que pesan un montón.
–¿Veinticinco pares de puntas para dos funciones?
–Contando los ensayos y que luego voy a México, sí. Tenés que calcular que en un show se me van tres pares y durante el día de ensayos, dos o tres también.
–En tu perfil de Wikipedia alguien anotó una insólita distinción: dice que tenés “técnica estándar de oro”. Hablando de reconocimientos: ¿qué lugar tienen a esta altura los premios cuando ya ganaste tanto?
–Es algo que agradezco, porque hago lo que amo. Pensalo así: me gustó algo, lo hice, me salió bien y encima me reconocen. Pero no es por lo que trabajo. Y el que me ve, lo nota. Estoy bailando y floto, puedo estar con dolor, es una necesidad y es lo que quiero hacer. Dar un pedacito de mí.
–¿Cómo te sentiste después de las funciones?
–Fueron hermosas las dos, muy diferentes. Como Aurora estoy siempre en las manos de un príncipe, en este caso de Federico [Fernández, primer bailarín del Teatro Colón], que tiene una cancha y una tranquilidad impresionantes; me puedo relajar, entregar en el buen sentido. Siento que lo miro y ya está… es un lujo. En Bella, además, tengo el “Adagio de la Rosa”, que bailo con cuatro chicos diferentes [los pretendientes]. Si bien es el momento que más preocupa a la mayoría de las bailarinas, posiblemente sea mi parte favorita de la obra. ¡Me encanta! En este caso, lo hicimos la primera vez sin haber probado el escenario, los trajes, nada.
–A propósito del vestuario, te quedaste con la manga de un caballero enganchada en el tutú. Un blooper.
–Lo gracioso fue que cada vez que el bailarín interactuaba conmigo, se enganchaba, pero podía salir, hasta que después hicimos otro movimiento y ahí escucho: ¡Uh, pasó de nuevo! Me reí un poco, porque era como decir, sí, lo estoy sintiendo. La última vez ya estábamos completamente enganchados, no había manera de soltarnos, así que en el tirón me quedó la manga en el traje. Por un momento pensé que íbamos a tener que salir juntos del escenario.
–¿Lo tomás con humor, a pesar del apuro del momento?
–¡Por supuesto! Este tipo de cosas pasa todo el tiempo. El tema es pilotearla sin estresarse, porque realmente es estresante. Mirá esto: una vez en Londres, con Vadim [Muntagirov, su partenaire en la Royal Opera House] estábamos en El Cascanueces y él tenía que hacerme lo que llamamos una sentadita al hombro. Me sube y escucho: ¡Uh! Y cuando me baja, la corona que estaba usando se le había enganchado en mi cola. [Marianela se para, inclina el torso hacia adelante y hace la mímica, demostrando que la cabeza del bailarín ¡había quedado debajo de su tutú!]. El director de orquesta me miraba y yo, que lo único que podía hacer era mover los brazos, pasé así un minuto. ¡Un minuto en el escenario es un montón! Después de semejante situación traumática no nos miramos a los ojos como por dos días [se ríe a carcajadas]. Lo que pasó en el escenario, quedó en el escenario…. Y frente a las dos mil personas que estaban mirándonos.
–¿Qué mensaje llega cifrado en el aplauso del público?
–Acá, que estoy de alguna manera jugando de local, más allá del reconocimiento siento una cierta complicidad con el público. Como si me dijeran: “Estamos juntos en esta”. Es muy lindo. Se siente la energía, que vinieron porque verdaderamente quieren compartir esas horas conmigo.
–Antes y después del aplauso, está el silencio profundo de la sala.
–En obras más dramáticas, termina la función y lleva un momento hasta que rompe el aplauso. Ahí, detrás del telón, te quedás pensando, ¿¡qué pasa!? Son segundos, pero se hacen notar. Creo que dentro de un teatro todo se magnifica. Las energías, las emociones, uno está a flor de piel. Entonces esos silencios, por más que sean cortos, parecen eternos, porque estamos más sensibles. Sí, son muy poderosos. Habría que buscar momentos así en todos los ballets. En algunos, están marcados, como en Romeo y Julieta: ella se sienta en la cama y, de hecho, no pasa nada, porque está quieta, pero se trata de ver cómo proyectás las emociones. Es muy movilizante. Me encanta. Con el silencio es similar: no está pasando nada, pero está pasando todo.
–Agudizamos los sentidos en el teatro, decís. También para escuchar lo que opina o pregunta la gente en el intervalo. “¿En qué estará pensando mientras baila? ¿En el paso que sigue o en algo nada que ver?”, decía una mujer el otro día.
–[Se ríe]. Esto también es reinteresante para mí. Esos momentos (que no ocurren siempre) en los que te perdés completamente entregado al personaje. En otras situaciones, como la del otro día, entré, estaba remetida y de repente ¡pum!, nos enganchamos los trajes. No es siempre igual. Pero nunca estoy pensando cómo voy a hacer el próximo paso. Eso hay que trabajarlo mucho antes en el estudio para llegar al escenario y que salga solo. Como el inconsciente.
–Otra instantánea del martes: tu papá, sentado en la platea. La gente va pasando y lo reconoce: “Ahí está Norberto, el padre de la bailarina más linda”.
–[Se ríe] Sí, o le dicen: “Mándele saludos a Romeo” o “¿Cómo está Lionel?” [por los gatos]. Él sabe qué decir, porque yo le paso el update de todo.
–Solés tenés un libro siempre a mano. ¿Qué estás leyendo ahora?
–[Saca el ejemplar de la cartera] Ella y su gato, de Makoto Shinkai y Naruki Nagakawa. Es un libro muy dulce, tiene cositas que te van apretando el cuore”. Antes que este leí Diez mujeres, de Marcela Serrano.
–¿En qué momento lees?
–En casa, cuando voy a trabajar en el subte (aunque el viaje es corto) o en mis descansos en el camarín. Me concentro cien veces más que mirando una serie. ¡Me da un alivio leer! Si estoy pasando por algún momento… me olvido, me olvido de mi vida. Me quedo pensando en el personaje. No estamos solos.
–La idea del libro como refugio.
–Es así. Y te pone en juego la imaginación. Por ejemplo, estuve con una historia de una autora inglesa sobre cuatro amigas y muchas escenas transcurren en el barrio donde vivo; el texto describía el parque que tengo cerca, en Highbury. Después de eso, cuando pasaba por ahí, me sentía como si estuviera en el libro. A cinco cuadras de mi casa abrieron una librería que me encanta, se llama Bookbar. Es de una chica joven que durante la pandemia se animó y ahora explotó. Es chiquita, tiene dos pisos, y una ambientación muy instagrameable. Está abierta hasta las diez de la noche, lo cual es muy raro, y te podés tomar un café o un vino, mientras mirás los libros. Pasás por la cuadra y está toda la gente ahí. Nice!
–Participás de los fervores populares, como el fútbol, con la Selección. ¿Qué te mueve?
–Me emociona ver como todo el mundo se une, y no es exagerado. Destapás eso y se le ilumina la cara a la gente. Lo ves. Se van prendiendo lucecitas por todos lados.
No te lo puedo explicar/porque no vas a entender. Tal vez no haya dos versos mejores para saludar a Marianela Núñez, que sale del Colón por la puerta grande, se sube al 59 y se pierde por la 9 de Julio.
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