Los rubios, o cómo poner en imagen lo imposible de decir
La reedición de “Los rubios, cartografía de una película” confirma el interés que el film de Albertina Carri sigue generando a 20 años de su estreno
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Breve escena de animación, filmada con la técnica stop-motion: colores saturados, escenografía de juguete, música y sonidos con ecos de película de terror. Es de noche y una pareja –dos muñequitos Playmobil– carga nafta en una estación de servicio, compra algo, sale a la ruta. Regresan los acordes siniestros, aparece un plato volador. La abducen a ella, se escucha un grito, lo abducen a él.
La escena forma parte de una película que no pertenece al cine de animación, ni al cine para niños ni a la ciencia ficción. Muy por el contrario, tanto ese pasaje en particular como el film en su totalidad significaron, hace unas dos décadas, un parteaguas en el cine documental argentino.
Cineasta, artista visual y escritora, Albertina Carri tenía 30 años en 2003, cuando se estrenó Los rubios, su segundo largometraje. Allí abordaba, con dolor, furia y ningún tipo de solemnidad o restricción expresiva, el estatuto de su orfandad. En Los rubios el secuestro y posterior desaparición de los padres de la realizadora se recreaban en clave fantástica, con muñequitos y stop-motion. La película mostraba las costuras: una actriz (Analía Couceyro) anunciaba mirando a cámara que a partir de ese momento ella iba a interpretar a Albertina Carri. Cada tanto, la directora aparecía en escena dando indicaciones o reflexionando sobre lo que iba ocurriendo. El pequeño equipo de filmación visitaba el barrio donde, en febrero de 1977, habían sido secuestrados Roberto Carri y Ana María Caruso, y grababa a vecinos que, con un desapego perturbador –por momentos recuerda al de algunos de los testimonios recogidos por Claude Lanzmann en Shoah–, abrían las imprecisas puertas del recuerdo. A lo Godard, los intertítulos hacían de contrapunto a las imágenes. Algún que otro testimonio aparecía en un monitor y no filmado en primer plano, como habría sido presentado en un documental convencional. Más que buscar la verdad última de lo ocurrido –o la reconstrucción de la vida de la pareja desaparecida–, la película se preguntaba por la memoria, ese puzzle incompleto e inestable. Por las llagas que dejan ciertas ausencias. Por las decisiones de los padres y su impacto en los hijos.
Hasta ese momento nadie había afrontado la tragedia de los años setenta en términos semejantes. Una nueva generación estaba tomando la palabra.
"Según escribió el crítico Gonzalo Aguilar en Más allá del pueblo (Fondo de Cultura Económica), Los rubios, por la potencia de su sustancia expresiva, logró diferenciarse “de todo lo que se había hecho hasta ese momento y de todo lo que se hizo después”"
Cuatro años después, en el marco del Festival de Cine Independiente de Buenos Aires (Bafici), Carri presentó un libro, Los rubios. Cartografía de una película, considerado una suerte de “dibujo del viaje” que le permitió llegar a la película.
El libro recopila el guion, una entrevista, textos ligados a la realización del film, y suma las cartas que los padres les habían enviado, a la realizadora y sus dos hermanas, desde el cautiverio. Porque poco después del secuestro los Carri pudieron comunicarse telefónicamente con su familia, y obtuvieron autorización para un intercambio epistolar que en 1978 se interrumpiría para siempre. Esas cartas, que no aparecen en la película, ganan espesor en el libro y se revelan como uno de los grandes motores emocionales y conceptuales de la obra de la realizadora.
El año pasado, a dos décadas del estreno de la película, el centro cultural ArtHaus Central reeditó Los rubios. Cartografía de una película como un homenaje a ese paso del tiempo. “Idea que me pareció fantástica –comenta la autora vía mail–, ya que era un libro inconseguible y siempre me lo piden porque la película se sigue viendo y estudiando. Pero también me pareció necesario volver a editarlo debido al contexto político social que estamos viviendo, en el cual los discursos de memoria volvieron a estar a pugna. Situación de la que no me quejo, sino que observo con curiosidad etnográfica alrededor de las mutaciones sociales, que siempre son necesarias para cualquier forma de revolución”. No fue solo el libro. En noviembre último, el Malba organizó una retrospectiva de la cineasta y poco después la plataforma de streaming Mubi subió, bajo el título “Bellas provocaciones”, tres de sus películas: Los rubios, Géminis y Las hijas del fuego. Finalizaba un año intenso, que había comenzado con la publicación de su primera novela, Lo que aprendí de las bestias (Random House).
Del halago a la condena
Según escribió el crítico Gonzalo Aguilar en Más allá del pueblo (Fondo de Cultura Económica), Los rubios, por la potencia de su sustancia expresiva, logró diferenciarse “de todo lo que se había hecho hasta ese momento y de todo lo que se hizo después”.
El impacto que generó la película tanto en el mundo del pensamiento como en el del cine, sin duda tiene que ver con esa excepcionalidad. En “La llave del arcón”, entrevista con el investigador y crítico de cine Fernando Martín Peña publicada en Los rubios. Cartografía..., Carri reconstruye el singular periplo de la película luego de ser estrenada. En un primer momento, cuenta, todo fueron premios, halagos, felicitaciones. Luego, reacciones en contra: figuras de la cultura argentina cuestionaron severamente varias de las decisiones estilísticas del film. Entre esas voces se escucharon las de dos pesos pesado: Martín Kohan y Beatriz Sarlo. “La irritación con la película se produjo mayormente en personas de la generación de mis padres”, dice Albertina en la misma entrevista.
Por cierto, los signos de la incomodidad que despertaba el film ya se habían dejado ver en el proceso de financiación, al que la directora califica de “infernal”. El proyecto, varias veces rechazado por el Instituto Nacional de Cine y Artes Visuales (Incaa), sufrió también el veto de organismos extranjeros usualmente propensos a apoyar este tipo de iniciativas, como Hubert Bals, Soros, Alter-Ciné, Fonds Sud. La película no respondía a los criterios convencionales de la ficción o del documental, ni abordaba la temática de la represión estatal y la desaparición de personas en los términos acostumbrados. Era un objeto demasiado extraño, descripto por la directora en un texto de 1999 –parte del libro recientemente publicad– como “un documental en torno a aquello que –puesto que no hay imagen que dé cuenta de una ausencia– no se puede referir”.
Un documental amado y odiado, imposible de ser reducido a la brevedad simple y tan en boga del eslogan, que se siguió proyectando una y otra vez a lo largo de los últimos veinte años. Requeridos por universidades de todo el mundo, tanto en áreas dedicadas a lo estrictamente audiovisual como a los estudios sobre la memoria colectiva, Los rubios, película y libro, exudan audacia e inteligencia, un pulso sofisticado, un núcleo salvaje. La exposición, sin sentimentalismo alguno, de una herida abierta. Una singular apuesta documental que ahonda en lo personal y al mismo tiempo prescinde de unos cuantos rasgos de la literatura o el cine del “yo”.
Tinta sobre papel
Y están, claro, las cartas. En Los rubios. Cartografía de una película pueden leerse las versiones transcriptas, y asomarse a la intimidad de la letra sobre el papel en algunos fragmentos fotografiados.
Las cartas más extensas están escritas por la madre. Albertina, la menor de las hermanas, tenía tres años en ese momento y su mamá le hacía llegar el mensaje universal: “Jugá mucho y portate bien”. También había mensajes para las mayores: “Si el problema de que Albertina no come es serio en todo caso que la lleven al médico”.
Al tanto de que la muerte la rondaba, Ana María Caruso mantenía vivo el lazo que la unía con sus hijas. Les mandaba listas de libros para leer, de Don Segundo Sombra a Las aventuras de Tom Sawyer, de Cortázar a Salinger. Las animaba a dibujar, estudiar, escuchar música. Pedía que mandasen a Albertina a clases de natación. “Tratá de pensar y razonar los problemas, no te pongas nerviosa inútilmente”, aconsejaba a una de las mayores.
En Las Posesas (Caja Negra), libro que recoge un sustancioso intercambio epistolar entre Albertina Carri y la filósofa Esther Díaz, la cineasta recuerda aquellas cartas decisivas. “Cumple su rol de madre a pesar de la distancia”, dice, en relación a Ana María. Y agrega: “Halló la huella para transitar esa distancia y transmitir la desazón no solo de su particular situación, sino de lo que implica vivir”.
–¿Qué ocurre con esas cartas con el paso del tiempo? ¿Cambia la lectura, pueden ser material de nuevas obras?
–Las cartas son el documento vivo de mis ideas sobre la memoria, porque cada vez que las leo vuelven a ser otra cosa. El paso del tiempo y las contingencias que este conlleva hacen que cada lectura traiga una nueva revelación. Por otro lado, son un documento histórico además de personal y por eso mismo tomamos la decisión con mis hermanas de dejarlas en guarda en el archivo de Untref, porque las lecturas de la letra escrita de esa joven mujer secuestrada tienen infinitos pliegues interpretativos, también en términos públicos, más allá de los privados. No creo que vuelva a hacer obra con ellas, pero tampoco puedo saber qué es el futuro. Lo que sí sé es que nunca se vuelve a pasar por el mismo río. Cada vez seré otra y las cartas también.
La memoria, sus pliegues, la aceptación de aquello que nos define: podría decirse que allí está la clave para ver –o leer– Los rubios y buena parte de la obra de Carri. En un pasaje de su última novela, una ficción, la protagonista dice: “De las cosas que habitan mi cuerpo, la memoria es la más extraña”. La autora nos ayuda a entenderla: “Creo que intenta dar cuenta de los infinitos vaivenes que tienen los recuerdos en el cuerpo y en la vida. El secuestro de mis padres lo recordé en mudo por más de treinta años y un día, como si hubiese sacado un tapón, apareció el sonido de la escena, las llantas, los gritos, las botas contra el cemento, los tiros, los llantos. Y con ese desembarco, recordé por primera vez, a mis treinta y ocho años, la escena con pánico. Un sentimiento que desconocía con respecto a ese hecho. Y presumo que ese sonido quedó escondido hasta que mi percepción fue capaz de soportarlo. Antes, evidentemente, necesité olvidarlo. Por eso pienso que el olvido es una de las potencias de la memoria”.
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