El oceanógrafo francés que nada entre manadas detrás de los misteriosos gigantes del mar
François Sarano se pregunta qué nos enseñan los cachalotes, protagonistas de leyendas antiguas. Aquí un fragmento de “El retorno de Moby Dick”
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“La naturaleza, que no tiene ningún proyecto, crea de manera incesante novedades sin prejuicio”, dice Sarano en las páginas de El retorno de Moby Dick (FCE). El oceanógrafo francés, François Sarano (Valence, 1954) nos sumerge en las profundidas para nadar y conocer a los protagonistas de leyendas antiguas y de nuestra literatura contemporánea, los cachalotes.
En las costas de Mauricio, el buzo –junto a un grupo de científicos y cineastas– se acerca a un manada que les permite conocerlos. “Tener una mirada benevolente y reconocer la identidad de cada ser vivo no es hacer antropomorfismo. La poesía no niega el rigor de la mirada científica, sino que la humaniza”, destaca.
En soplo de plata en el sol naciente. Otro a ras del agua, luego otro más frente a nosotros, bien orientado a 45 grados hacia la parte delantera izquierda de la cabeza negra. Una detonación brumosa en la parte trasera del barco. Ninguna duda, son nuestros amigos cachalotes que emergen unos tras otros. Las respiraciones se apaciguan.
Los animales gigantes flotan, inertes como troncos de árboles contra los cuales vienen a extinguirse las olas. Los lomos húmedos relucen al sol. De manera imperceptible, los troncos se acercan. Son una docena que nada paralelamente a algunos metros unos de otros. Momento de reposo colegiado tras las zambullidas agotadoras de la noche. Ni un solo clic en el agua. Ni un solo ruido en nuestro barco. Observamos a distancia para no perturbar ese momento de paz total.
Reconocimos la dorsal blanca de Vanessa, la matriarca del grupo. Es probable que la gran hembra que nada a su derecha sea Delphine. Levemente hacia atrás, Mancha Blanca, que hoy es casi tan grande como su madre. Los otros están demasiado lejos para que los identifiquemos antes de la zambullida. El tiempo parece suspendido al ascenso del sol que calienta los cuerpos. Pronto, el mar se ilumina con un azul límpido.
Imperceptiblemente, Vanessa se pone en marcha. El resto de los cachalotes convergen hacia ella. Ahí están, juntos, cabezota contra cabezota, cuerpo contra cuerpo: ha comenzado la comunión.
Es el momento que esperábamos para unirnos a ellos bajo el agua.
¿Cómo describir el monstruo que nos hace frente? Tiene diez cabezas como la hidra de Lerna, diez cuerpos que se enrollan como los brazos del kraken, diez aletas que engendran maelstroms espumosos. Pero los movimientos del monstruo son lentos y delicados. Los vientres se rozan, los flancos se frotan con suavidad. Una boca desmesuradamente abierta mordisquea con ternura una aleta.
Todo parece voluptuosidad en el seno de esa comunidad corporal.
Un staccato de clics muy poderosos nace de los cuerpos enlazados. Eliot y Mancha Blanca, nuestros dos adolescentes machos más turbulentos, emergen del grupo, cara a cara, melón contra melón… Ambos están en erección. Pareciera que quieren hacerse frente. Pero la paz vuelve de inmediato y, en el silencio recuperado, los dos cachalotes vuelven a ser atrapados por el cuerpo gigante.
Por último, sin que se sepa la razón, la masa gigante se desmorona. Cada individuo recupera su identidad.
Cada joven se une a su madre, pegando suavemente su espiráculo bajo las hendiduras mamarias: Arthur e Irene Morro Torcido, Eliot y Adélie, Roméo y Lucy, Mancha Blanca y Delphine. Por último, Vanessa y Germine, lado a lado. Las parejas se dispersan en el azul.
La concentración duró veinte minutos. Esos formidables mimos cotidianos parecen tan necesarios a los cachalotes como comer y respirar. ¿Qué cosa tan importante expresan que no puede ser comunicado de otra manera que mediante caricias? ¿Cuál es el sentido profundo de esos retozos? ¿Sellar delicadamente su parentesco? ¿Experimentar su solidaridad y mantener sus relaciones sociales? ¿O, tan solo, compartir un momento de placer?
La sociedad de los cachalotes parece infinitamente apacible. Mientras que se pueden reunir centenares de observaciones de relaciones pacíficas, hay muy pocos casos de interacciones conflictivas, e incluso, estas solo involucrarían a los machos reproductores. Descripciones imprecisas datan de la época de la caza. ¿Son fantaseadas o, por el contrario, hablan de una época pasada, cuando los cachalotes eran tan numerosos que los conflictos entre machos adultos eran inevitables?
El profesor Hal Whitehead, en su magnífica obra Sperm Whales. Social Evolution in the Ocean, narra la única observación que hizo, el 21 de julio de 2000, frente a las costas de Chile:
Un macho adulto de 16 metros acompañaba muy de cerca a una hembra joven de 9,5 metros. De pronto, frente a ellos, a unos 300 metros, surgió un macho muy grande. Nadaba muy rápido en su dirección, golpeando con violencia la superficie con su caudal. Los dos machos llegaron al contacto, ambos golpeando la superficie. Observamos de lejos la caudal de uno en la mandíbula del otro. Se separaron inmediatamente. El contacto duró a lo sumo quince segundos. Uno de los machos se alejó rápidamente, el otro se quedó con la hembra y un juvenil que apareció en ese momento… Más tarde, un macho fue divisado con profundas heridas frescas en la cabeza, ¡pero ni siquiera estamos seguros de que sea uno de los combatientes!
Whitehead subraya que la rareza de las observaciones se puede deber a dos factores: el carácter excepcional de los combates o su brevedad.
Personalmente, nunca observamos un enfrentamiento, pero es cierto que los grandes machos son poco numerosos en las aguas mauricianas. También cabe preguntarse si, como entre los bonobos, los conflictos no son apaciguados mediante caricias y relaciones sexuales. Otros gigantes sociales, cuya sociedad matriarcal es igualmente compleja y solidaria, experimentan la necesidad de contactos físicos y de esa comunicación táctil: los elefantes. Así, según el naturalista Marcus Schneck:
Los elefantes son animales extremadamente táctiles. Se tocan de manera intencional con su trompa, sus orejas, sus colmillos, sus pies, su cola, e incluso con todo su cuerpo. La sociedad de los elefantes se mantiene gracias a un modo de vida muy táctil, centrado alrededor de la preciosa trompa. Los saludos rituales comienzan por una palpación de las mejillas, las sienes, luego de las partes genitales con ayuda de la trompa. La madre y su pequeño se pasan mucho tiempo acariciándose. Los miembros de la familia interrumpen a menudo sus actividades durante la jornada para tocarse afectuosamente. Miembros de grupos que se cruzan en la selva se detendrán un instante para intercambiar caricias.
Cuando nosotros, los humanos, pensamos en “caricias”, de inmediato pensamos en nuestras manos. Los elefantes, por su parte, utilizan preferentemente su trompa. Los cachalotes, que no tienen ni unas ni otra, usan todo su cuerpo. Tal vez habría que buscar en la dermis del cachalote la presencia de corpúsculos de Pacini, mecanorreceptores extremadamente sensibles a la presión y a las vibraciones, que se encuentran en muy gran número en la trompa y bajo las patas de los elefantes, así como a nivel de los dedos en el hombre. Los estudios en curso sobre la comunicación entre células de la epidermis y de la dermis muestran que la caricia provoca la secreción de endorfina en las células de la dermis. Esa estimulación por la caricia es tanto más eficaz cuanto que la piel está desnuda y hay una importante exfoliación. Los cachalotes, empero, se descaman abundantemente en el curso de esos contactos masivos.
Algunos podrían pensar que la caricia es una manera primaria, un poco rústica, de comunicarse, de intercambiar. ¿No será solo porque los códigos de nuestra civilización nos hicieron abandonar esa comunicación táctil en beneficio del lenguaje, del escrito, de lo virtual? Contactos físicos retenidos y codificados nos hicieron perder la riqueza de la transmisión táctil, sin embargo, tan importante para expresar lo que experimentamos en el instante.
Por lo demás, si el objetivo de vida no es la acumulación y la transmisión de bienes sino el bienestar en el mundo presente, lo que es el caso de los cachalotes, entonces la caricia se convierte en el acto más importante, tras haber satisfecho las necesidades elementales de la vida.
Si se piensa en esto, ¿qué frase, qué poema puede expresar lo que dice una caricia? ¿Qué palabra puede informar mejor nuestras emociones que el contacto físico? Se puede construir una sociedad sin lenguaje, pero ¿se pueden hacer seres sociales sin contacto físico? Es probable que no, a tal punto el contacto carnal entre la madre y el hijo es esencial, fundamental, precisamente cuando ninguna palabra puede ser comprendida.
La edición incluye ilustraciones y códigos QR que permiten ver y oír a los cachalotes en acción, lo que nos lleva a preguntarnos ¿qué tenemos en común con estos seres?
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