El liderazgo: una cuestión musical
Extracto de Biografía del poder (Sudamericana), libro donde Alberto Lederman resume una experiencia de 50 años como consultor de alto nivel de la política y el empresariado argentinos
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Gran parte de la tarea a la que dediqué casi toda mi vida ha sido crear las condiciones para que las personas en posiciones de liderazgo puedan pensar y dialogar sobre lo que hacen y cómo lo hacen. Aunque mi trabajo principal siempre fue individual, con los años desarrollé una herramienta muy importante, los grupos interdisciplinarios, porque, con frecuencia, lo que les falta a los líderes es perspectiva. Hablar con otros. Escuchar lo que piensan sus pares.
"Hay una diferencia esencial entre saber trabajar en grupo y no saber hacerlo. Es casi una cuestión musical, sinfónica. En una orquesta tiene que haber muy buenas individualidades pero, para que el conjunto suene bien, ese corpus de músicos excepcionales tiene que hacer un trabajo de equipo. Si solo se trata de personajes virtuosos que funcionan como individuos, la tarea del conjunto se vuelve extremadamente difícil"
Por aquellos grupos pasaron cientos de líderes y de personas destacadas de varias disciplinas durante más de cuarenta años, sin pausas. En realidad, eran tres o cuatro grupos que trabajaban en forma simultánea, siempre con personas de perfiles diferentes y que venían de lugares muy distintos. Esa mezcla de individuos complejos ayudaba a que pudiesen pensar y decir cosas que, en general, resultan más fáciles de ver en los demás que en uno mismo.
Hay situaciones que no se pueden ver si no es a través de otros. En las cuales es necesario un agente externo, un satélite que nos mire desde afuera y nos devuelva información con la perspectiva que no tenemos y que nos ayude a aproximarnos a cierta objetividad. Los interlocutores son esenciales para salir de nuestra centralidad y aproximarnos a la mirada del otro, del afuera. Son estructurales como la columna vertebral. Muchas veces, para que las plantas jóvenes crezcan erguidas, necesitan de un tutor. Cuando la planta crece, no los necesita más. Con los interlocutores, en cambio, la necesidad no desaparece: uno siempre tiene más interrogantes. Siempre necesitamos feedback para seguir pensando, para entender qué pasa, para hacer mejor el propio trabajo. Necesitamos del diálogo para pensar juntos. De eso se trataba el proyecto de los grupos, que personas con posturas muy disímiles pudiesen comunicarse. Construir puentes.
"Gran parte de la tarea a la que dediqué casi toda mi vida ha sido crear las condiciones para que las personas en posiciones de liderazgo puedan pensar y dialogar sobre lo que hacen y cómo lo hacen"
La dinámica de mis grupos era clara y disciplinada. Yo le daba la palabra a una persona que tenía que presentar su situación haciendo una combinación de cuestiones profesionales y personales. Después, el resto del grupo, en secuencia y sin interrupciones, iba haciendo observaciones sobre lo que esa persona había expuesto, pero sin dirigirse directamente a ella. Los comentarios se hacían al grupo y eso permitía que, de algún modo, cada expositor pudiese ubicarse durante ese tiempo en una posición externa, de observación. Que ganase perspectiva.
Una vez que se completaba la primera ronda de comentarios, el expositor hacía una devolución y luego comenzaba una segunda ronda con más libertad de intervención, esta vez sin un orden establecido. Esta disciplina era muy importante porque a las personas en general suele costarles mucho escuchar a otros, y más aún a quienes ocupan puestos de liderazgo y poder.
"En la Argentina, la crisis crónica no es una tarea para un director ni para un solista, sino para un conjunto, y por eso hace falta una enorme preparación durante mucho tiempo. Hay que transitar un camino largo"
Con frecuencia, los líderes tienden a hablar, pero comprometen el ejercicio de escuchar porque suelen ser profesionales de la exposición. Están más entrenados en decir, aunque no sea significativo lo que dicen, y se les hace difícil escuchar, porque eso implica registrar lo que el otro dice y hacer un intento de entenderlo, de hablar con otros para pensar con ellos mismos. Hay muchas personas muy ejecutivas, instantáneas, que contestan rápidamente a todo sin darle tiempo a la comunicación. Es algo que no me parece una cualidad valiosa desde el plano estratégico —aunque quizá pueda serlo desde el plano táctico— porque la velocidad de la respuesta también condiciona el mensaje. La velocidad no es gratuita: quita la dimensión reflexiva y sensible.
En mis grupos también era importante la diversidad ideológica, de profesiones e incluso de edad, ya que de esas diferencias brotaba la potencia de cada grupo. De algún modo, yo los configuraba de acuerdo con la fórmula del vigor híbrido, un fenómeno genético por el cual, cuando se cruzan especies distintas, se generan especímenes de mayor vigor. La ventaja de no ser puro. La heterogeneidad de mis grupos era, en gran medida, una expresión del vigor híbrido, pero de esa diversidad de individuos tenía que poder surgir el grupo. Si no, el riesgo seguro era que las individualidades impidiesen trabajar.
Hay una diferencia esencial entre saber trabajar en grupo y no saber hacerlo. Es casi una cuestión musical, sinfónica. En una orquesta tiene que haber muy buenas individualidades pero, para que el conjunto suene bien, ese corpus de músicos excepcionales tiene que hacer un trabajo de equipo. Si solo se trata de personajes virtuosos que funcionan como individuos, la tarea del conjunto se vuelve extremadamente difícil.
La Filarmónica de Berlín, considerada la mejor del mundo, incorpora músicos nuevos anualmente, pero no los suma como integrantes de inmediato. Durante un año son observados y evaluados en su capacidad de escuchar a la orquesta sin participar directamente en ella. Esto determina si están habilitados para integrarse al conjunto. Es decir, si más allá de su virtuosismo, tienen la habilidad fundamental de escuchar a otros músicos y, por lo tanto, de poder ensamblarse con ellos.
Ese es mi territorio. Pensar y ayudar a que otros hagan lo que hacen del modo más satisfactorio posible. Ver los cambios o las trasformaciones que uno puede producir en otro puede ser un gran proyecto, aunque no es un oficio fácil. No es un hacer tradicional o convencional, sino un hacer distinto, a través de otros. Yo nunca estoy en el centro del escenario. No cocino con mis manos, pero de algún modo ayudo a definir qué y cómo hay que cocinar. Es un trabajo de composición y dirección a partir de las contribuciones específicas de personas que han desarrollado mucha expertise, pero que no pueden tomar perspectiva de su vida ni de su tarea.
En cierto modo, es un trabajo similar al de un director de orquesta, que toma el trabajo instrumental de las personas para tratar de descubrir cuál es la partitura que subyace en cada una. Recuerdo que una vez vi en el Teatro Colón al director de orquesta inglés Simon Rattle. Era fascinante. Su comunicación con el público era muy breve, casi carente de retórica. Prácticamente no había distracciones en sus gestos, que eran de una economía sorprendente. Estaba totalmente dedicado a esa obra colectiva muy compleja, con un nivel de concentración muy profundo, y aunque tenía una fisonomía un tanto histriónica, con su gran melena blanca, su figura en el conjunto orquestal era poco relevante. No era protagonista, a pesar de tener un notable grado de control sobre la performance del conjunto.
No era un liderazgo inhibitorio. Al contrario, lograba un absoluto equilibrio entre la diversidad de músicos, y el resultado no era caótico ni burocrático, sino de una extraña armonía. Conducía la tarea, pero no solo marcando los tiempos sino incorporando las emociones de los músicos. Las emociones, no las notas, que son la expresión concreta de esos sentimientos. Había allí un sentido excepcional de la belleza que funcionaba como elemento organizador de esa complejidad humana, de forma semejante al trabajo colectivo de los grandes arquitectos que en siglos anteriores dirigieron la construcción de catedrales monumentales.
Lograr que un sistema funcione como una unidad tiene requerimientos muy severos, y uno de los aspectos más interesantes de mis grupos es que funcionaban como orquestas. Lo dominante allí era no desafinar, escuchar a los otros, poder ensamblarse con el conjunto. Y para eso tiene que haber continuidad.
Por supuesto, hay estructuras emocionales que hacen difícil este tipo de tarea de conjunto. No cualquiera es líder o director. No cualquiera puede proponerse construir puentes para superar los límites de los sistemas. A veces hay personas que no lucen; puede ocurrir que se trate de un envase muy protegido y que adentro haya una sensibilidad extraordinaria, o que quien tiene las ideas sea alguien con menos vitalidad pero con una gran capacidad de pensar. O, al revés, que una persona transmita la sensación de que las posibilidades son muy estimulantes y después la tarea no sea tan fácil ni tan fecunda.
Creo que las personas tienen la capacidad de cambiar cuando las circunstancias son razonablemente satisfactorias. No se puede descartar nada a priori. No hay peor gestión que la que no se intenta, si bien para eso hay que hacer una serie de chequeos, de pruebas. Pero hay características que son claramente descalificantes para el trabajo en grupo, como el narcisismo, el ego o la autorreferencia, que no son más que la incapacidad de darle espacio a otro. Con individuos de esas características no se puede hacer este tipo de trabajo porque son personas para quienes los demás no ocupan un lugar relevante.
Es un trabajo que tampoco pueden hacer aquellos individuos que se manejan usando un libreto, que hacen una actuación permanente, una representación, que se acercan a la realidad desde la impostura y con una retórica absurda y artificiosa. Gente con la que no es fecundo el intercambio. Personas opacas como agujeros negros, que consumen la luz y no devuelven nada al mundo en el que viven.
No puedo evitar pensar que esta es una metáfora simple de cómo podría ser el funcionamiento de otras organizaciones humanas muy complejas, como el gobierno de un país. En la Argentina, la crisis crónica no es una tarea para un director ni para un solista, sino para un conjunto, y por eso hace falta una enorme preparación durante mucho tiempo. Hay que transitar un camino largo. Sin embargo, si se hacen las cosas bien durante el tiempo suficiente, el premio es muy alto.
En mi experiencia, los problemas de fondo se tienen que trabajar en procesos prolongados de tiempo y el ejercicio del diálogo es un entrenamiento para poder hacerlo. Para que un equipo funcione hay que desarrollar el oído, y ese desarrollo lleva años de trabajo. De algún modo, yo me dedico a proyectos que nunca terminan, justamente porque son procesos. Por eso, mis proyectos no han sido proyectos de materialización, sino proyectos evolutivos. No es práctico, pero la vida de las organizaciones es así. Son sistemas en proceso en los que se puede encontrar una muy buena solución en un momento determinado, y después hay que seguir pensando en los inconvenientes que eso trae y en los propios cambios que genera. Es un trabajo de confianza construida en procesos prolongados, y no todo el mundo puede aceptar esa idea porque plantea una dificultad grande: la necesidad de dedicar mucho tiempo a una tarea que quizá no tenga fin.
Nunca me interesó demasiado definir mi método para hacer esta labor porque es un concepto con una connotación esquemática fuerte. La historia biográfica es algo distinto, porque lo biográfico es central en la medida en que define nuestra identidad; en que, de algún modo, tiene vida propia, y por eso no puede reducirse a una metodología. Quizá me resulte satisfactorio no usar un método, o quizás ninguno termine de convencerme.
En todo caso, tengo un estilo de trabajo, un proceso en revisión continua que no se puede gobernar técnicamente pero que posee algunas características esenciales. El diálogo es mi método por definición, pero estoy seguro de que es más que esto. Ese estímulo o ayuda que recibimos para poder pensar e incorporar nuevas perspectivas y conocimientos es mi método de vivir, de pensar, de procesar. Tiene incluso un sentido más orgánico. Es una forma de ser.
Nacido en Buenos Aires en 1938, Alberto Lederman se formó con el psicoanalista Domingo Grande, el filósofo Raúl Sciarretta y el epistemólogo Gregorio Klimovsky. En Biografía del poder se explaya sobre su experiencia como consultor de importantes líderes del país y explica cómo piensan nuestras élites.
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