“Las personas enfermas hacen de todo para no morir, pero poco para vivir”, dice
Hace más de cuarenta años, la terapeuta biopsicosocial Stella Maris Maruso decidió acompañar a personas que atraviesan crisis severas
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Se define como Estela de Banfield. Pero detrás de esa descripción simple hay una mujer que lleva más de cuarenta años dedicada a tratar con enfermos terminales, con personas que reciben pronósticos de cáncer, que dirige una fundación por la que ya pasaron más de cincuenta mil personas, y que tiene un objetivo tan simple como complejo: enseñar a vivir en el dolor. Estela de Banfield es Stella Maris Maruso. Tiene 73 años, se define como terapeuta biopsicosocial y dirige Fundación Salud, una organización que acompaña a personas en crisis que buscan un camino que la medicina pareciera no trazar.
Maruso habló de oxitocinas, endorfinas y neurociencias cuando esas palabras apenas se pronunciaban. Y la tildaron de loca. Comprendió que la disociación entre cuerpo y mente era uno de los factores que más daño hacía en las personas. Y que las emociones, la percepción que se tiene de la realidad y la manera cómo nos expresamos pueden alterar el funcionamiento químico de nuestro organismo.
Se formó con la pequeña pero poderosa liga que revolucionó la medicina en las décadas de los setenta y ochenta. Fue discípula de Elisabeth Kübler-Ross, la madre de la tanatología, con quien trabajó durante cinco años. Aprendió de Carl Simonton, referente en el estudio del cáncer, y de Candace Pert, quien habló de las moléculas internas de la emoción. Logró que Robert Ader, psicólogo americano para quien los procesos psicológicos modifican el sistema inmune, viniera al país y diera una charla en una sala desbordada de la Facultad de Medicina. “Ellos le devolvieron el alma a la medicina”, resume hoy en los jardines de su fundación cuyo lema es “Utiliza la mente para sanar el cuerpo y el cuerpo para sanar la mente”.
Cómo llegó hasta este lugar es, quizá, su propio aprendizaje. Maruso estudió Ciencias Políticas, vivió gran parte de su juventud en Brasil y se dedicaba al mercado inmobiliario. Fue por aquella época cuando la convocaron para asistir a un seminario de terapias alternativas. Su misión era contrarrestar, desde su postura racional y científica, la mirada holística que recién se esbozaba en la medicina. Pero el efecto fue inverso: ese universo la capturó.
Unos años después, cuando a su padre le diagnosticaron cáncer de próstata metastático y le dieron un pronóstico de tres meses de vida, Maruso se dedicó a acompañarlo con los escasos conocimientos que había adquirido. Al año, los médicos le diagnosticaron una remisión total de la enfermedad. Su padre vivió dieciocho años más hasta que falleció del corazón.
Es autora de El laboratorio del alma y El laboratorio interior, dos libros de divulgación donde resume su enfoque sobre la salud y los testimonios de personas que cuentan el cambio que vivieron en sus vidas. En estos días, está por salir una renovada edición con el título El nuevo laboratorio del alma, con nuevos testimonios y más información.

–La enfermedad de su padre la llevó hasta donde está hoy. ¿Qué pasó en el camino?
–Cuando a mi padre le dieron el diagnóstico de cáncer y le pronosticaron tres meses de vida, él me dijo: “Si no le podemos ganar a la enfermedad, por lo menos la vamos a aburrir”. Al año, no tenía una sola célula cancerígena en su cuerpo. Sobrevivió dieciocho años. Trabajamos mucho para su curación. Pero, después de eso, lo que yo comencé a investigar fue la base científica de su cambio. Quería conocer a los mejores profesionales. No me bastaba solo con creer en el poder de la mente. Quería entender qué había detrás de la meditación, por ejemplo, y cómo funcionaba el cerebro. Cuál era su impacto real en el organismo. Hace 45 años todo esto no tenía nombre. Era la vanguardia de la ciencia, todo era nuevo. Hoy le podemos poner claramente nombre y es la medicina de la complejidad. Pero en ese momento recién se hablaba de no atender solamente la enfermedad, sino atender cómo ese paciente experimentaba la enfermedad. Eso me abrió la cabeza. Yo tenía el ejemplo vivo de mi papá, pero quería que la ciencia me lo reconfirmara.
—¿Había mucho escepticismo en ese momento?
–Totalmente. Yo hablaba de drogas endógenas (las que produce el propio cuerpo), de neuropéptidos, de sanación interior. Podía ser una ilusionista, pero seguía adelante. Si podía ayudar a una persona a vivir hasta morir, yo iba a seguir. Y de a poco se fueron acercando personas que venían a hacer sus propios procesos de sanación. Personas que estaban muy mal, pero porque vivían mal y no por un tema biológico. Candace Pert descubrió, en 1973, las moléculas de la emoción y las endorfinas, y revolucionó el campo de la biomedicina. Hoy en día, ya no se puede separar la mente del cuerpo. Al año siguiente, Robert Ader planteó que existen cuatro sistemas interrelacionados a través de la psiconeuroendocrinoinmunología, demostrando que es imposible que algo afecte a uno de estos sistemas sin afectar a los otros. Y dio los conceptos y los componentes para el cambio de percepción.
–¿El cuerpo da señales antes de enfermarse?
–El cuerpo avisa, pero muchas veces ignoramos esas señales. Tenemos llamados de atención cuando algo no funciona en nuestra biología. Por eso, es fundamental lograr la integridad ya que todo esto influye en nuestro sistema inmunológico. Cuando una persona viene con un diagnóstico condenatorio, hay dos cosas que atender: por un lado, la enfermedad, y para eso están los médicos y ese es el proceso de curación; por el otro, hay que atender cómo se experimenta esa enfermedad. El diagnóstico se lee, el pronóstico se construye y el paciente tiene que participar de esa construcción. ¿Cómo participa? ¿Siendo positivo? ¿Diciendo: “Yo me voy a curar”?. Eso no funciona así. Se cree y se vende que, si uno hace tal cosa o tal otra, ya está. Un curso de un fin de semana. Un libro. Pero los cambios no suceden tan rápido. El proceso tiene que ser integral.
"Un diez por ciento es lo que te pasa, el resto, qué hace uno con eso que le pasa"
–Hoy en día hay una diversidad de recetas y de caminos de sanación. ¿Qué opina sobre esto?
–Hay mucha simplificación. La receta que te dan es meditá y comé bien. Con eso ya estás. Y es cierto, son dos puntos fundamentales en un proceso de transformación, pero actúan en sinergia con el todo. Si como sano pero sigo enojada, la alimentación ayuda pero no alcanza. En cambio, si logro integridad entre lo que siento, pienso, imagino y digo, ahí sí el cuerpo responde bien y actúa poderosamente sobre el sistema inmune. El cuerpo recibe el mensaje: “Quiero vivir”. La mayoría de las personas cuando está enferma hace de todo para no morir, pero poco para vivir. La enfermedad los secuestra. Y es comprensible. Están los tratamientos, las consecuencias en el físico que son durísimas. Pero el paciente tiene que sanarse, y si el paciente se sana, se integra, y si se integra, todo su sistema biológico ayuda al proceso de recuperación.
–Habla de cambiar la pregunta. Del por qué nos enfermamos al para qué.
–Eso es fundamental. Porque el para qué te mueve a la acción. A nadie le consta por qué se enfermó. La enfermedad es multifactorial, entonces de qué sirve quedarse parado ahí. Hay que salir rápido de esa pregunta que no tiene respuesta e ir hacia adelante.
–Suena fácil, pero nos quedamos atrapados en ese estado.
–Es que la conducta es adictiva. Uno es adicto al control, a necesitar tener un montón de cosas para estar bien, a vivir ciertas emociones. De golpe, viene la enfermedad, te secuestra la vida y uno ya no sabe qué hacer. A eso se le llama rendición moral. Y es inevitable. Por eso la pregunta es ¿cómo hacemos para no matar la esperanza y que la persona no se sienta indefensa? La persona tiene que saber que tiene un poder real, concreto. Hay que salir de esas frases “vamos que se puede”, “vos tenés fuerza”. Eso es lo peor que se le puede decir a un paciente. Se habla del optimismo y es una pavada, porque uno puede ser optimista con aquellas cosas que puede manejar. Pero cuando a uno le dan un diagnóstico y le dicen que le quedan seis meses o un año, o que uno va a tener que vivir toda la vida con una enfermedad determinada, ¿dónde queda el optimismo?

–¿Qué es lo primero que hay que saber?
–Lo primero es aceptar que estamos acá para irnos un día. ¿Quién dijo que vivir es para siempre? Cuando uno aprende eso, ya vive mejor. Por eso, yo con los pacientes no quiero ayudarlos a partir, sino ayudarlos a vivir hasta partir. Si uno vive bien, va a aprender hasta las vísceras que estamos acá para irnos un día.
–De la muerte no se habla. En las sociedades occidentales pareciera ser un tema prohibido.
–La muerte está ahí. Pero mucha gente te dice: “A mí no me hable de la muerte”. Pero sí tenemos que hablar de la muerte, sacarle el dramatismo a la muerte y empezar a vivir. Pero vivir bien porque, cuando uno aprende a vivir, cambia la percepción. Y aprende que hay tres leyes que rigen la vida para todos: la incertidumbre, la impermanencia y la transitoriedad.
–Pero, ¿cómo se sigue después de un diagnóstico terminal?
–Ese es un poco el lema y el tema de la fundación. El diagnóstico se lee, el pronóstico se construye. Y el paciente tiene que participar en esa construcción. Ahí es donde trabajamos nosotros en la Fundación y es parte del PARA (Programa Avanzado de Recuperación y Apoyo), un abordaje terapéutico e integral para potenciar los recursos internos de cada paciente para generar los cambios que recuperan la salud. Lo que pienso, lo que siento, lo que imagino, cómo me expreso y cómo actúo influencia la respuesta inmune. Eso ya no se puede discutir más. Uno vive de acuerdo a cómo uno percibe. Entonces, ¿cómo se cambia esa percepción? Nosotros podemos estimular sustancias químicas, drogas endógenas, que cambian el comportamiento de nuestra biología. Esas sustancias afectan directamente nuestras emociones.
–¿Cómo se estimulan o generan esas drogas endógenas?
–Lo que enseña la PNEI (psiconeuroendocrinoinmunología) es que el sistema psíquico, el sistema nervioso, el sistema endocrino y el sistema inmunológico dialogan permanentemente a través de la generación de esas drogas endógenas. Se ha llegado a decir que los glóbulos blancos son pedacitos del cerebro que navegan en el torrente sanguíneo. Todo lo que pensamos, sentimos, imaginamos y cómo actuamos a través de las funciones físicas (ejercicio, nutrición, sentidos) se transforma en moléculas de comunicación.
–¿Qué es vivir bien?
–Vivir bien es poder cambiar aquellos modelos, aquellas estructuras, aquellas creencias que no construyen salud. Es tener el dominio de mi mente, mi palabra y mi acción. Ya sabemos que la preocupación por lo que todavía no ocurrió, las catástrofes imaginarias, la irritabilidad, la ansiedad, la angustia, el enojo, el juicio, todo eso es lo que nos hace daño, nos enferma. Y uno se queda atrapado en lo negativo, en lo malo que puede llegar a pasar y que aún no pasó. Y si no pasó, nadie te puede firmar que sí va a suceder. Uno se preocupa mucho por las cosas que no ocurrieron y eso es lo peor que nos puede pasar. La imaginación es poderosísima, para lo bueno y lo malo, pero se va siempre hacia lo malo. Si yo imagino lo peor, el cuerpo ya lo vive como real. Hay un experimento maravilloso que hizo Carl Simonton. A cuarenta mujeres que tenían cáncer las prepararon para recibir un tratamiento con quimioterapia explicándoles las consecuencias de ese tratamiento: caídas de cabello, vómitos, etc. Veinte mujeres recibieron el tratamiento real y, a las otras veinte, se les dio durante unos días agua boricada, un placebo. De esas veinte mujeres que recibieron el placebo, a la mayoría se les cayó igual el pelo. ¿Qué pasó ahí? ¿Cómo puede ser que el agua boricada haya logrado un cambio químico que fue capaz de hacer caer el cabello?
"El miedo coopera con la enfermedad. Es al miedo a quien hay que temerle"
–¿Qué nos enferma entonces?
–El miedo, sin duda, coopera con la enfermedad. Lo que nosotros generamos y creemos que puede ocurrir. Ese es nuestro gran enemigo y es al miedo a quien hay que temerle. Pero el miedo y la gratitud usan el mismo receptor celular, por eso es fundamental vivir en estado de gratitud, por todo lo bueno que sí tengo a pesar de lo negativo. Uno se enferma, sí, pero además tiene un montón de cosas que están bien. Si yo enfoco hacia lo negativo, eso crece y todo lo bueno desaparece de mi vida. Un diez por ciento es lo que te pasa, el resto, qué hace uno con eso que te pasa.
–¿Hay una mirada muy mecanicista de la vida?
–Sí, por supuesto. De todas maneras, hoy estamos viviendo un cambio fuerte de paradigma. El anterior te decía que somos una máquina en buen o mal estado de funcionamiento. Entonces, si la máquina funciona bien, eso es salud. Pero si no funciona bien, hay que consultar a un técnico. Y no somos una máquina. Somos seres que pensamos, que sentimos. La visión cartesiana de la medicina separó lo que nunca tuvo que estar separado. Durante mucho tiempo, la medicina solo se ocupó de la enfermedad. Pero hoy eso está cambiando. También se está dando un cambio de paradigma en los médicos. Es que a ellos no les enseñan a abrazar el dolor. Ellos fueron preparados para ser muy objetivos y, cuando uno conquista esa objetividad, no es fácil pasar a la empatía. Pero yo siento que cuando un médico mira a los ojos a un paciente, cuando el paciente siente que el médico lo quiere, le tiene aprecio, le da un abrazo… eso no tiene precio. Para el paciente, el médico es la persona más importante en ese momento de su vida. Ni el hijo, ni el padre, ni la madre, ni la pareja. Lo que dice el médico, y cómo lo dice, logra que salga de ahí con esperanza. Y no digo que salga con la posibilidad de curarse, pero sí de estar mejor.
–Las personas llegan a su fundación con un diagnóstico muchas veces desalentador. Pero, en realidad, deberíamos empezar a trabajar mucho antes.
–Generalmente, una enfermedad no empieza de un día para el otro. Pero sí sucede que, cuando te hacés un estudio y te da algo mal, ya saliste de este mundo para entrar en el otro. Es un segundo y te cambia todo. ¿Cómo se enfrenta entonces la enfermedad? Con lo que tenés, con lo que sabés, con lo que hacés.
–Suele hablar de tener un propósito de vida.
–Sí. Y propósito en la vida es el tiempo que yo paso agrandando el círculo de las cosas que me importan, donde me dono a través de la creatividad, del amor o el servicio. Todos tenemos un círculo chiquito que es casi un imperativo, y ese círculo es el que hay que agrandar. Cuando llegan acá y me dicen: “adoro a mis hijos”. Yo les digo, “bueno, si no adorás a tus hijos, a quién vas a adorar”. “Yo quiero a mis padres”. Lo mismo. Si no querés a tus padres, a quién vas a querer. El cuerpo está preparado para expandirse y eso es en lo que hay que trabajar. Hay que celebrar el aquí y el ahora. Si uno no puede celebrar eso, la cabeza se va para atrás con el debería, con el tendría que haber sido. Te traés el futuro al presente, te traés el pasado al presente y uno se llena de culpa por lo que hizo, por cómo vivió. Uno tiene un pensamiento negativo y luego viene otro y luego otro, y la rueda no para. Quedás secuestrado en un estado mental negativo.

–Muchas veces se habla de resignificar nuestra historia. ¿Cómo se cambia la percepción de lo que se vivió?
–Resignificar es darle un significado diferente a aquello que ocurrió. Si una persona se transforma, su historia se transforma con ella porque ya tiene otra forma de percibirla. Pero si uno tiene mucha bronca, es muy difícil salir de ahí. Cada vez que evoco algo que me sucedió, el cuerpo siente nuevamente ese sentimiento negativo y eso genera las mismas sustancias químicas. Entonces yo puedo sentir mil veces algo que pasó un solo día, una única vez, pero ese recuerdo va tallando todos mis receptores internos. Entonces, para distraerse, para no volver ahí, uno va hacia afuera y sale a buscar placer para tapar ese dolor. Busca fuentes externas de placer que le tapen ese recuerdo. Pero de todas las personas que vi, y fueron miles y miles, nunca vi a alguien que regresara transformado de algo netamente externo. De un viaje, por ejemplo. El efecto de un viaje les dura dos o tres días, y después todo vuelve a la normalidad. ¿Por qué? Porque uno es adicto, en realidad, a esa manera de percibir. El enojo, la rabia, la indignación, la envidia, la venganza, todos esos estados atraen y nos van distrayendo la mirada hacia afuera.
–La fundación tiene la particularidad de que trabaja no solo con la persona enferma, sino con toda su familia. Se suele decir que el enfermo está muy solo.
–Por supuesto. Y no tiene con quién hablar. Pero tenemos que aprovechar la enfermedad para devolver a la familia también a un estado de integridad. La enfermedad se vive como algo terrible para el enfermo, pero también para el que acompaña, porque no nos enseñaron ni a enfrentar un diagnóstico ni a acompañar a un ser querido. Por eso, la afectividad en esos momentos es fundamental y yo tengo que poder hablar en mi familia sobre lo que me pasa. Porque si no puedo expresar lo que yo siento por miedo a ser juzgada, criticada o contrariada, o por miedo a que el otro se enoje o se ofenda, estoy reprimiendo una emoción. Y puedo tener el mejor tratamiento, el mejor seguro médico, pero no hago nada si no puedo hablar de lo que me pasa. La enfermedad no viene solo a destruir sino a construir, a devolvernos a lo que es importante. Pero muchas familias viven la conspiración del silencio y muchos pacientes viven la soledad en compañía.
–Es una mirada difícil de asumir. La enfermedad no es el fin, sino que es el principio de algo.
–Sin duda. Es lo que dicen las personas que realmente trabajaron y lograron cambios significativos en sus vidas.
"Hay que salir de esas frases “vamos que se puede”, “vos tenés fuerza”"
–¿Cuál es la diferencia entre resignarse y aceptar?
–Resignarse es bajar la cabeza y decir que fue todo malo. Aceptar es estar dispuesto a transformar para mejor. Uno se resigna porque juzga, porque critica, porque evalúa. La aceptación, en cambio, es fantástica. No juzgo, no critico. No digo “qué suerte que me pasó esto”. Nada. Es lo que hay y tengo que trabajar para cambiar lo que será, el futuro, y no lo que ya fue. Cuando uno acepta lo peor, en ese momento empieza lo mejor. Para ello es necesario una mirada totalizadora de la vida. Sinergia entre lo que pienso, siento, imagino, expreso y hago. Esa química conjunta logra el milagro. Y esto lo digo frente a cualquier enfermedad, inclusive considerada terminal, porque la persona tiene que salir enriquecida, fortalecida y transformada. Porque tengo que terminar transformado en mi mejor versión, en esa versión que por ahí muchos se la llevan consigo.
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