Las pérdidas se superan por inhumanas y tremendas que sean
La escritora argentina Clara Obligado reflexiona en su último libro sobre las despedidas: “Si uno no dice adiós no puede continuar. El adiós no quiere decir olvido”
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“Todos los seres estamos hechos de despedidas”, piensa Clara Obligado y lo dice en voz alta. “Todo el tiempo nos estamos despidiendo”, asegura la escritora argentina que desde 1976 vive en España y que pasó por Buenos Aires para hablar de Tres maneras de decir adiós (Páginas de espuma), su último libro. Mujeres atravesadas por la vida, por sus alegrías y tristezas, sus pérdidas y hallazgos. Un viaje por tres generaciones que reflexiona sobre el paso del tiempo y aborda algunas de las cuestiones que han marcado la literatura de Obligado [Buenos Aires, 1950] –el exilio, la pérdida, la despedida, la vejez, el futuro, la relación con la naturaleza–. Cuestiones que exploró en los ensayos Una casa lejos de casa (Eme editorial) y Todo lo que crece (Páginas de espuma). La ficción se mezcla con la memoria. “Retrato de las edades de las mujeres, de la juventud a la vejez –comenta Clara, Premio Konex 2024: Cuento: Quinquenio 2019-2023–. La menor tiene diecinueve años, la segunda tiene unos cuarenta y la tercera unos setenta años. Tres momentos de la vida donde las relaciones, de todo tipo, son completamente distintas. Tres mujeres que han decidido decir adiós. ¿Qué hacemos con nuestras pérdidas? ¿Qué mundo nos toca vivir después?
–¿Uno aprende a despedirse?
–Nos pasamos la vida despidiendo cosas, no solo a personas. El primer adiós es al útero materno. Fueron muchos años los que dediqué a “gestionar” las despedidas, a entenderlas. Las pérdidas se superan por inhumanas y tremendas que sean, lo que nos permite mirar hacia un futuro posible. Despedir ese pasado abre un futuro interesante. Si uno no dice adiós no puede continuar. El adiós no quiere decir olvido. Yo me despedí absolutamente de todo, menos de mi cuerpo, de la vida. El exilio es una despedida, un duelo. Cuando llegué a España hubo un momento en el que pensé ‘si me deprimo, ellos ganan’. No iba a permitir que ganaran, ¿para qué me había salvado? No iba a dejar de pelear.
En la familia de Clara los hombres fueron los escritores. Su bisabuelo, Rafael Obligado, el autor de Santos Vega y uno de los fundadores de la Facultad de Filosofía y Letras; su tío abuelo, el poeta Pedro Miguel Obligado y su abuelo, Carlos Obligado, el autor de la «Marcha de las Malvinas». Las artes plásticas estaban destinadas a las mujeres, la más reconocida fue María Obligado.
–En varias oportunidades comentaste que si no te hubieras exiliado no hubieras escrito.
–Es cierto, la verdad es que no quería ser escritora. Yo quería ser profesora de Literatura. Estudié Letras en la Argentina, quería enseñar, hacer crítica [Borges fue uno de sus profesores en la Universidad Católica Argentina, UCA]. Pero ser escritora no estaba en mis planes. Sin los naufragios personales no lo hubiera sido. Como dice Clarice Lispector: “escribo para que me lean en los renglones vacíos”. Cuando llegué a España armé un puente con la Argentina a través de las palabras.
“El 5 de diciembre de 1976 llegué a Madrid, procedente de Argentina. Lo hice en un avión de Iberia, que tomé en Montevideo, por el temor que me producían las constantes desapariciones en la frontera. Salí vestida de verano, como si fuera una turista que se dirige a las playas del Uruguay y, dos o tres días más tarde, subí al avión que me llevaría a España, donde era invierno”, contó en “Exilio” uno de los relatos incluidos en Construcción en abismo (Eudeba).
Fue en España donde publicó, después de los cuarenta –por eso se define como una autora tardía–, La hija de Marx (1996), con la que ganó el Premio Femenino Lumen, novela cargada de erotismo e ironía que sigue los destinos de las mujeres que rodearon a los revolucionarios. La relación entre cuerpo e historia es algo que a Clara la apasiona y está presente en su obra. Fue también en España donde se convirtió en una de las primeras personas en dictar talleres de Escritura Creativa. Desde 1980, tiene en Madrid su propia escuela.
“Basta que digas que fuiste alumna de Borges para que la gente te mire con admiración, así es ahora, no tiene nada que ver con lo que sentía yo entonces –escribe Clara una misiva a Teresa Parodi, la lingüista argentina que trabaja en la Universidad de Cambridge (Reino Unido), en un juego literario propuesto por Valerie Miles para Cuadernos Hispanoamericanos– . ¿Me enseñó Borges a escribir? Quizá mucho más tarde. A lo que sí me enseñó fue a leer (…) Leíamos al bies, manga ranglan, diría una costurera. Esa manera tan peculiar de acercarse a los textos, más como fuente de placer que como erudición. Yo sigo leyendo así, con entusiasmo adolescente. A medida que me hago mayor releo más que leo, es verdad, pero también mezclo y me asomo a libros que están en los márgenes”.
–En ese mismo texto decís: “Cuando recorro sus prólogos me resuena esa voz monótona, insegura, el tartamudeo”. Y es justamente Borges el que aparece como un padre literario en Todo lo que crece. Naturaleza y escritura.
–Era un profesor curioso. Mi fascinación por su sintaxis, su lenguaje, llegó más tarde, en España. Aprendí a leer con Borges y cuando lo leo me surgen tantas preguntas...
–Hasta las que pueden resultar más básicas...
–Y las que no. ¿Cómo lo pensó? El tiempo.
–Los tiempos de la escritura también son un sello muy personal.
–Yo tardo mucho en escribir ficción, necesito de un tiempo que el ensayo no requiere. Me resulta más fácil escribir ensayo que ficción. No soy de las que siguen los ritmos editoriales. Estuve siempre lejos de esas dinámicas, pero por una cuestión de personalidad. Estar lejos de esos tiempos, de esas dinámicas, me ayuda a pensar, a crear con tranquilidad. Los libros son muy pensados.
En una de las tantas charlas que compartió con su editor, Juan Casamayor –el hombre que está al frente de Páginas de espuma y con el que ya publicó varios de sus títulos–, él le preguntó: “¿qué estás escribiendo?” A lo que Clara respondió: “un libro buenísimo que se va a llamar Tres maneras de decir adiós”.
El titulo fascinó a Casamayor que, conociendo a Clara, sabía que el resultado sería más que prometedor. “Eso era todo lo que tenía –confiesa con cierta picardía Obligado–. Tenían que ser tres cuentos que terminaran con despedidas. Así tuve un principio, un final y me largué. El primer cuento lo venía pensando hacía muchos años, pero los otros dos, no. Así que empecé a pensar de qué se despiden, por qué…”
En los “Agradecimientos” que aparecen en las páginas finales de la edición del libro – que se publicó este año–, Clara hace mención al primer cuento: “El héroe”, en el que recrea una experiencia real en un pueblo de Guadalajara. Allí conoció a Romualdo y a Paula. Sus vidas y lo que, después de tantos años de silencio, le contaron, forma parte del relato. “Este es mi pequeño homenaje”, aclara.
–En este libro hay un confeso homenaje a Alice Munro.
–(Uhmm) Sí querés, podés decir que este libro es una especie de homenaje a ella. Munro es la gran autora de cuentos largos.
“En los inicios de la escritura me inspiré en los tres cuentos sobre Julieta, de Alice Munro, en su libro Escapada, luego encontré mi propio derrotero”, detalla Obligado. La resonancia de Munro, el de esas mujeres de todas las edades y la experiencia del tiempo, se revelan en Tres maneras de decir adiós. La admiración por Munro, la canadiense ganadora del Premio Nobel, queda al descubierto con una simple confesión: “la adoro”, dice Clara, quien lleva a los extremos los límites del cuento largo para esconder los géneros. “Soy cuentista e intento no repetir esquemas porque eso no me interesa. Me gusta que los cuentos de Tres maneras de decir adiós estén unidos, que la ‘novela’ aparezca escondida y que genere confusión, que el lector participe, que haga todas las preguntas, que arme su propia manera de ver ese mundo. Que no sepa quién es la verdadera narradora. Yo quiero abrir las costuras de los géneros y ver hasta dónde lo puedo llevar. Hago preguntas que no me sé contestar del todo. La literatura no es el lugar de la certeza”.
–En un pasaje del segundo relato, uno de los personajes reconoce: “He postergado lo de ser vieja hasta los ochenta”.
–La vejez es un momento interesantísimo de la vida. Pensé que era vieja a los 60 y me di cuenta de que no. Cumplí 70 y dije ahora sí. Después me pregunté ¿por qué soy vieja? Si estoy activa, viajo, escribo... ¿Por qué tengo que definirme así? La vejez es una suerte, no una desgracia. Tengo muchas vidas dentro de mí y esto es gracias a la edad. Sé qué es ser una niña, qué es ser adolescente, qué es ser virgen, ser madre; sé de pérdidas, de duelos, de renaceres, de enamoramientos… Negar la caducidad es una forma psicópata de vivir. No podemos estar en contra de lo que somos. No somos eternos. A nuestra sociedad no le interesa la vejez, tiene fecha de caducidad, dejamos de ser bienes de consumo. La vejez es un momento de la vida interesantísimo, yo siento que tengo una mirada privilegiada.
–En los tres textos está muy presente esta idea de muerte y renacer, creación y esperanza.
– Soy una optimista radical. Este libro es esperanzador pero doloroso a la vez. Hablo mucho con mis amigos y estoy convencida de que tener una visión apocalíptica del mundo no nos lleva a ningún lado. Quedarnos en la oscuridad. Yo le debo un futuro a mis nietos. Todo lo que hacemos o hicimos va a determinar el futuro. Voy a intentar a hacer lo mejor que pueda. Puedo fallar, pero lo voy a intentar.
La tapa de Tres maneras de decir adiós tiene una historia detrás. La hija menor de Clara, Julieta, es diseñadora gráfica y es la que hace la mayoría de las portadas de sus libros. “Fue ella la que trajo la idea del bordado –comenta la escritora–. El bordado es muy femenino, está muy relacionado con las historias de las mujeres. Aparecen las puntadas, que son las que están metidas en el cuerpo. Cuando ves a estas dos mujeres, a estas dos cabezas voladoras –bromea–, encontrás el parecido. Bien podrían ser madre e hija. Están unidas por una trenza, y eso tiene que ver con la idea que recorre el libro”. “Cómo medir nuestro tiempo. Cada viaje, cada maleta, cada distancia –escribe Obligado–. ¿Hay algo que no muera con la muerte? Entre los rituales domésticos la verdad y la tristeza me disuelven”.
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