La quinta acepción de la palabra “judío” y los debates históricos sobre la lengua
Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, la oposición a cualquier forma de discriminación es parte del consenso occidental; en este contexto, la RAE deberá resolver una cuestión que, ante todo, exige diálogo
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Alguna vez tenía que ocurrir y ocurrió no más con la quinta acepción de la voz “judío”, a la que el Diccionario de la Lengua Española registra de persona “avariciosa, usurera”, haciéndose cargo de tal modo de los usos como lengua madre en una veintena de países.
El 28 de agosto, el apoderado de la Fundación del Congreso Mundial Judío y el presidente de la Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas (DAIA) denunciaron por incitar al odio, y por violación de la ley de antidiscriminación, que prevé penas de un mes hasta tres años de prisión, al presidente de la RAE, Santiago Muñoz Machado, y a cualquier otra “persona humana” que integre dicha organización. La RAE cuenta con 44 académicos cuyos nombres están anotados, según escrupuloso orden de antigüedad que se renueva con fallecimientos, retiros y nuevas incorporaciones, en los dos enormes percheros del guardarropa compartido en la calle Felipe IV, aledaña al Museo del Prado, sede de la institución.
Santiago Muñoz Machado preside la RAE desde 2019 y lo hará así, en principio, hasta 2027. Es jurista. Ha sido profesor titular en la Universidad Complutense de Derecho Administrativo y reconocido por su inmensa capacidad de trabajo. El hecho de que sea abogado lo ubica en el último de los tercios en que se divide de hecho la Academia.
Sin que el orden de mención implique una jerarquización en especial, el primer tercio es el de los filólogos en sus diversas materias aplicadas a la gramática, la lingüística, y demás; el segundo, a los creadores: los narradores, dramaturgos y poetas, y la tercera, a quienes se hayan destacado en disciplinas que resulten de interés para la Academia, como el caso de Muñoz Machado o, mucho antes, el de Pedro Laín Entralgo, médico y humanista.
La demanda recayó en el Juzgado Federal Número 12, nada menos que a cargo del juez Ariel Lijo, que está en el centro de la mayor controversia que se recuerde en la historia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación a raíz de la propuesta del presidente Milei al Senado de designarlo miembro de ese, el más alto tribunal del país. No es la primera vez que los académicos de la lengua, que según el Instituto Cervantes hablan más de 500 millones de seres dispersos por el mundo, se encuentran con reclamos por la hechura del diccionario. Un valenciano acérrimo lo tiraría por la ventana tan pronto saber que la definición de la lengua que habla es considerada, en una de las acepciones, no más que variante del catalán.
Con el correr de los años ha habido reclamos de todo tipo a la Academia, pero como me ha dicho Enrique Bacigalupo, el gran penalista argentino que integró el Tribunal Supremo Español, sería esta la primera vez que la justicia de otro país anuncia que se dirigirá a la de España para que intervenga en un asunto tan delicado como enojoso. Hasta el momento de escribir este despacho la única notificación que tenían los académicos españoles sobre la decisión adoptada por el juez Lijo en la causa abierta por los agravios denunciados por la “quinta acepción” ha sido por lectura concienzuda de la repercusión periodística del tema.
Después de las naturales intervenciones que toque realizar a las respectivas cancillerías de la Argentina y España para dar curso al exhorto que Lijo ha resuelto enviar a España, comenzarán aquí los trámites judiciales. Bacigalupo dice que corresponderá la intervención de un juzgado de primera instancia de la Audiencia Provincial de Madrid y que, en cuanto a lo demás, “puede ocurrir cualquier cosa, como sucede con la jurisprudencia cuando debe desenvolverse sin antecedentes específicos que la orienten”.
Los reclamos por las definiciones de cada vocablo entre los más de 92.000 que integran el corpus lingüístico de nuestra lengua han sido numerosos en la larga vida de la institución fundada en 1713 por Felipe IV a fin de conferir unidad al habla española en tierras que fueron o han sido de la Corona. Ninguno, que sepa, de las características de la medida cautelar dispuesta por el doctor Lijo. Este ha ordenado que Santiago Muñoz Machado, director de la RAE, suprima inmediatamente del diccionario la cuestionada quinta acepción sobre “judío”. De tanto en tanto, algunos nacionalistas japoneses presionaban en el pasado por la eliminación del concepto de “kamikaze” como persona que en la Segunda Guerra Mundial llevaba a cabo un atentado suicida contra objetivos precisos.
Se introdujeron modificaciones, después de debates en el plenario de la academia española, sobre la palabra kamikaze en nombre de la cultura y el patriotismo japonés, pero menos fortuna han tenido los jesuitas que con alguna regularidad han protestado, a título individual, por la acepción del vocablo que los caracteriza, en términos coloquiales, como “hipócritas, disimulados”. Hace diez años, a los gallegos les fue mejor todavía, porque la RAE eliminó las acepciones de “tonto” y “tartamudo” atribuidas en leyendas populares.
Juan Luis Cebrián, académico de la RAE y quien dirigió por más de treinta y cinco años El País, el diario más gravitante en su tiempo de España, me dice que siendo un pequeño, cuando hacía tal o cual travesura, la niñera lo trataba, en sincretismo inverosímil, de “jesuita y judío”. “Ya sabes, hemos echado de aquí a todo el mundo por problemas con la Corona, y entre ellos, a los judíos y los jesuitas”, bromea Cibrián, pronto a cumplir 80 años.
En el caso de la palabra “judío”, el diccionario aclara desde hace unos veinte años, dentro de la quinta acepción referida a quienes provienen de Judea, que se trata de calificaciones “potencialmente ofensivas”. Convengamos que la especificación está bastante morigerada para lo que realmente tiene de agravio para el pueblo afectado. Además, esa especificación devino después de que la RAE se hiciera cargo parcial de protestas reiteradas provenientes de aquella comunidad.
Uno de los lingüistas de mayor prestigio de la corporación, el expresidente Darío Villanueva, se anticipó en 2015 a nuevos reclamos sobre el contenido del diccionario, diciendo que la academia no estaba dispuesta a consagrarse a la censura. El criterio de siempre en su seno, y hasta estos días, es que la RAE no crea palabras, sino que recepta el uso que a ellas se confiere en las sociedades hispanohablantes. Lo hace con la condición de que estén vigentes por un tiempo suficientemente prolongado y en un espacio geográfico razonablemente extenso.
Cuando el uso de las palabras está circunscripto a un territorio limitado por algún fenómeno geográfico y poblacional, como el del Río de la Plata, el diccionario registra voces como “pibe”, acuñada por el dialecto napolitano. Lo hace con la aclaración, además, de que su uso es propio de los rioplatenses. Cualquiera sea su origen y las razones de existir, las palabras configurativas de un léxico son una creación eminentemente popular y, por lo tanto, un cuerpo vivo en relación con el cual la RAE se limita a tomar nota del uso y desuso de los vocablos, de la riqueza de sentidos en que circulan por calles, hogares, aulas, laboratorios o espacios deportivos, y a legitimar su uso incorporándolas al diccionario. No más que eso.
Por lo menos en el propósito de preservar la unidad de la lengua allí donde se la hable, el genio de Felipe IV fue continuado por sus sucesores, al punto de que a partir de la fundación de la RAE fueron constituyéndose con el tiempo otras academias nacionales. Entre todas, hoy son veintitrés.
Lijo hizo partícipe a la Academia Argentina de Letras de su conminación, pero los alcances del aviso no llegan a comprenderse en Madrid con claridad. O sea, si lo ha hecho o no en el entendimiento de que desde hace un cuarto de siglo la RAE ha dejado de actuar como única autoridad normativa de la lengua. Todo lo realiza ahora en consulta permanente con el resto de las academias, entre las cuales figura la de Filipinas, que desde la ocupación por los norteamericanos en 1898 no ha hecho más que afianzar el uso del inglés, del tagalo o filipino, y de más de ciento cincuenta dialectos. Esto ha arrinconado a un punto extremo allí de inanición a la llamada lengua de Cervantes.
Como acertadamente dice la denuncia de las dos entidades de la comunidad judía acogida por Lijo, las academias han aceptado en el pasado correcciones en el registro de otras voces. Los gitanos, por ejemplo, lograron la eliminación de su registro como “trapaceros”. La lengua sorprende por tantas curiosidades que los lingüistas más eximios se preguntan quién fue el atrevido que se anticipó a aplicar al juez argentino interviniente en este complejo asunto el golpe bajo que denota la definición compendiada por el diccionario de lo que es “lijo”.
Vistos los antecedentes por los que la postulación del juez Lijo a integrar la Corte Suprema de Justicia de la Argentina ha encontrado una oposición de magnitud superlativa, habrá quienes asocien su resolución en estos autos con otra por la cual la DAIA se solidarizó tiempo atrás en público con su cuestionada candidatura a ese tribunal. Sin embargo, este no es un asunto ajustado a las querellas del presente, sino a protestas que han ido madurando con el tiempo y que la comunidad judía asocia con la discriminación sufrida después de su expulsión de las tierras que ocupaba en el Cercano Oriente hace dos mil años por los romanos y a la discriminación que la obligó a concentrarse con el transcurso de los siglos en ciertos oficios, privándoselos, por añadidura, de la propiedad sobre tierras agrícolas y ganaderas.
La cuestión que la DAIA y la Fundación del Congreso Mundial Judío judicializaron en agosto ya había sido ventilada en 2023 en los tribunales sin que prosperara la demanda de eliminar referencias discriminatorias y ofensivas que conciernen, más que al presente, al curso histórico del pueblo judío. Que debió concentrarse en no pocos casos en operaciones financieras que debían necesariamente apoyarse en algún tipo de interés que las justificara y que esto chocó en la Edad Media con la institución, por parte del catolicismo, del concepto de usura. Esto impulsó, por lo tanto, la impugnación por la Iglesia Católica de las actividades prestatarias, sin importar mayormente el porcentaje de las acreencias que se produjeran por ese tipo de operaciones.
De allí la acepción de un registro en el Diccionario de la Lengua Española que los judíos impugnan. Este conflicto antiquísimo se halla iluminado por diferentes luces según la generación a que se pertenezca. La Iglesia Católica azuzaba en el pasado, en púlpitos y aulas, esas diferencias con los judíos e insistía en que eran descendientes del pueblo que crucificó, que mató a Jesús, pero desde hace no menos de cincuenta años, en particular desde que la jefatura eclesiástica en la Argentina estaba en manos del cardenal Juan Carlos Aramburu, ha habido esfuerzos, novedosos al principio por su intensidad, de acercamiento no sólo a la comunidad judía, sino también a la religiosidad musulmana. De ahí se ha derivado un diálogo interreligioso que ha permeado hasta la actualidad a otras capas de la sociedad, al punto de que esa relación constituya en la Argentina un fenómeno religioso y social de paz y amistad compartidas, pero irreconocibles en muchas otras partes del mundo.
La lógica final sería que la RAE, en consulta con las otras academias nacionales de la lengua española, busque los procedimientos y la oportunidad para eliminar una acepción que por otra parte se halla latente en obras de la literatura universal, como el personaje de Shakespeare encarnado por Shylock, en El Mercader de Venecia. Más en tono directo con el contencioso en trámite habría que decir que no hace mucho tiempo la Real Academia Española deliberó sobre lo que correspondería hacer con uno de los tomos en elaboración de su antología de escritores clásicos, que estaba a cargo de Francisco Rico, el famoso cervantista recientemente fallecido, e incluye hasta aquí a obras de Cervantes, Rubén Darío, Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Jorge Luis Borges, Augusto Roa Bastos, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa. Se trataba de qué hacer con un tomo dedicado a la obra de Quevedo.
En las trifulcas entre Quevedo y Góngora, los próceres del barroco español, el primero se dirigía a este con ánimo de agraviarlo por su condición de judío y llevó el insulto a textos sobre los que cabía en un momento dado disponer su reedición o no. La Academia se abstuvo de aprobarlos y, si lo hizo de tal modo, fue porque percibe que los tiempos son otros que los del pasado.
Es verdad que la comunidad judía en España puede ser de no más de 20.000 personas, tan poco en relación con la suma de congéneres en Nueva York, París, Buenos Aires o San Pablo, pero el respeto por ella en la RAE se trasluce, de todos modos, por los vínculos que mantiene de forma oficial con la Asociación del Judeo Español (o ladino). Cebrián, voz gravitante en la RAE, como que fue hace años uno de los candidatos a presidirla, oficia en Madrid de patrono de la Asociación Hispano Judía. Él y otros académicos celebran la poesía de la mexicana Miriam Moscova, y de la novelista, de la misma nacionalidad, Sophie Goldberg, cuyos textos también se escriben y editan en ladino.
El debate abierto por la orden del juez Lijo es único. Nunca, que se recuerde, magistrado alguno se ha propuesto dirigirse a la RAE en los términos por él resueltos. También por la curiosidad de que eso sucede en medio de la coyuntura de gravedad histórica abierta por el atentado terrorista de Hamas en territorio israelí, del 7 de octubre del año último, y por las dimensiones de la respuesta del Estado agredido, con frentes abiertos en varias direcciones con sus enemigos del mundo árabe, y en el fondo, particularmente contra Irán, país tan en deuda con la Argentina por los atentados de los años noventa, y sus aliados. Israel ha retirado a su embajadora ante el Reino de España en protesta por la política del jefe del gobierno, Pedro Sánchez, en relación con la evolución de la guerra que libra.
No menos significativo, como parte del contexto en el que ha de situarse el conflicto sobre “la quinta acepción”, es que constituye una antigualla discriminatoria que ha ido perdiendo peso específico desde los grandes movimientos antisemíticos de fines del siglo XIX, particularmente en Francia, con los alegatos de Edouard Dumont y La France Juive, y el caso Dreyfus como manifestaciones supremas de un estado de cosas de permanente hostilidad, que culminó con el surgimiento del nazismo. Tuvieron el eco de su recreación en la Argentina desde comienzos del siglo XX hasta los momentos de mayor efervescencia con las ligas nacionalistas de los años veinte y treinta, y los primeros tiempos de la revolución de 1943. El auge en estos últimos tiempos en Europa de movimientos nacionalistas ha constituido, con todo, un llamado de atención, sobre todo por los rebrotes afines al nazifascismo, y por atentados terroristas y uso de las redes sociales con mensajes de odio a hijos del pueblo judío.
La expansión de la RAE en la enumeración de las acepciones que cabe a la palabra “judío” contrasta con la forma lacónica con la que define, por ejemplo, al nazismo: “nacionalsocialismo”. Si bien es verdad que han circulado en nuestras sociedades expresiones aun más abusivas de las que registra la RAE como definiciones de “judío”, no es menos cierto que el nazismo ha sido recipiendario de las más ominosas referencias que hayan cabido a un movimiento político y sus secuaces, y pareciera que su omisión reflejara un olvido imperdonable.
Más de cien investigadores trabajan con los académicos en el seguimiento de las cuestiones que conciernen a la lengua en el mundo hispanohablante. Disponen de un corpus colosal de 600 millones de formas de las palabras y de los contextos que les otorgan vida. Uno de los investigadores me expresó el desconcierto por la impugnación de la “quinta acepción” y no por la voz “judiada”, que figura en el registro oficial del español como “mala pasada que perjudica a alguien” y que ya ha tenido objetores ante la RAE por parte de miembros de la comunidad judía. También podría observarse que el diccionario incluya como sinónimo de judío a la voz “polaco”, en lo que podría ser un equivalente, con objetivos tan desdeñosos como amistosos como resultaba el de “ruso”, que tanto se ha empleado en la Argentina.
El mundo ha cambiado desde el holocausto del pueblo judío en Europa y el fin de la Segunda Guerra Mundial. Lo ha hecho en términos rotundos, desde la declaración de Derechos Humanos de 1948, de las Naciones Unidas, en una dirección cada vez más afianzada en oposición a cualquier forma de discriminación. Es en este contexto, y no en el de cien años atrás, que deberá resolverse una cuestión tan sensible no solo para los judíos, sino para todos quienes se sientan comprometidos con los más altos principios de la humanidad.
Ahora habrá que ver cuáles son los procedimientos más apropiados para el fin último que se persigue. En ese punto no he encontrado sino comentarios ponderativos de la posición del fiscal del caso, Franco Picardi, de abrir, antes de cualquier otro paso judicial, la alternativa de diálogo entre las partes que se hallan en un estado de tensión tal, que francamente no sé cuándo y cómo se resolverá este caso.
En el plenario de este último jueves, los académicos se mostraron en general más sensibles a una hipótesis como la planteada por el fiscal Picardi que a una conminación procedente, en definitiva, de un poder judicial extranjero. Volverán a abordar el tema en la semana entrante y ya se preparan para las repercusiones consiguientes del asunto en el encuentro que tendrán todas las academias de la lengua en noviembre, en Quito. Por ahora, de puertas a la calle, silencio, pues ninguna notificación oficial han recibido hasta estas horas.
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