La lente mágica de un fotógrafo argentino que cuenta historias con luces de linternas, de fuegos y hasta de la luna
Con su técnica de iluminación, Alejandro Chaskielberg muestra la tragedia de un tsunami que arrasó en Japón, la vivencia de una pandemia en el bosque o un laberinto patagónico
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Fuego, linternas, teléfonos, hasta la luz de la luna. Y la noche, siempre la noche. Además, por supuesto, del trípode y la cámara de fotos. Y un ojo entrenado con una sensibilidad especial para captar situaciones que, por medio de la luz, cuentan una historia. Es lo que necesita el fotógrafo Alejandro Chaskielberg para relatar lo que dejó la tragedia de un tsunami, la vivencia de una pandemia en el bosque o los recovecos de un laberinto patagónico. Con varios premios en su mochila, y una vasta experiencia a cuestas, su sencillez le permite poner en palabras simples la técnica fotográfica que lo acompaña y destaca desde 2006.
“Hago un proceso técnico que consiste en utilizar la noche, con la cámara sobre un trípode para hacer una foto que dura varios minutos, segundos u horas. Durante ese tiempo de exposición, la cámara queda completamente fija y, mediante distintas técnicas de iluminación, se agrega luz a esa escena completamente oscura. A veces uso la luz de la luna como fuente de apoyo de iluminación. O agrego linternas, fuego o teléfonos”, explica. Así dibuja, escribe en el aire o transforma “la percepción natural de lo que uno ve, por un mundo extraordinario a través del color”.
Todo comenzó durante un viaje de camping en el que se dedicó a fotografiar amigos y gente que conocía en el trayecto. Veía que llevaban linternas y, entre una actividad y otra, despuntó el vicio con fotografías nocturnas a las que le sumó la luz de las linternas. “Es lo que hago desde el punto de vista técnico, que llama la atención. Hay fotógrafos que llevan la lightpainting, la iluminación con la luz, mucho más allá”. En su caso, apunta a que sus imágenes cuenten historias con un anclaje documental mediante series fotográficas, pero desarrolladas de una perspectiva artística: el arte documental”.
En 2012 comenzó un proyecto en Japón a partir de la exhibición de su libro La creciente. Había pasado un año y medio de la tragedia del tsunami. “Quería vincularme con Japón y con una historia donde la relación del agua con la gente fuera muy potente”, cuenta.
El curador de la muestra tenía familia en Otsuchi, un pueblo de pescadores que había sido destruido, y allí se dirigió el fotógrafo. Chaskielberg notó que la gente volvía a sus casas para rezar por algún familiar fallecido, en hogares que se habían convertido en santuarios. Convocó a las familias para retratarlas en lo que quedaba de sus casas.
Luego de documentar los restos de la ciudad, sus escombros y lo poco que permanecía en pie, cambió el enfoque del trabajo cuando encontró un álbum familiar de fotos que había sobrevivido con estragos al tsunami y a la intemperie dentro de un cajón. “Me abrió un nuevo mundo porque las fotografías estéticamente eran impresionantes, como acuarelas, en las que se podían reconocer determinadas figuras, familias, pero estaban desdibujadas, borrosas. Claramente, esas imágenes hablaban de la tragedia sin que yo tuviera que fotografiar. Con sólo mostrar esas imágenes, hablaba de la tragedia”, añade.
Incorporó esas fotos a su proyecto para hablar de un cambio de paradigma: “Estaba fotografiando un pueblo de gente mayor, que todavía acumulaba las imágenes impresas. Y empecé a trabajar con esa idea de cuál es el valor de la fotografía para poder recordar, en este caso, a las personas que no están”.
Las imágenes encontradas tenían colores nuevos: a partir de esos tonos surgidos después del tsunami, Chaskielberg coloreó las fotos de los sobrevivientes que había tomado en blanco y negro. “Hay una conexión, a través del color, de lo que está y lo que no está. Los tonos que sobrevivieron vuelven a colorear las imágenes grises de los sobrevivientes”.
El resultado se plasmó en el premiado libro Otsuchi. Memorias del futuro, que anó el Premio RM Fotolibro Iberoamericano. Cuando volvió, las autoridades le habilitaron un archivo de 40.000 imágenes destruidas. Les dieron cámaras descartables a fotógrafos y estudiantes de la zona para que retrataran su vida en el presente. Entre todos armaron una muestra de 250 imágenes.
Del proyecto en Japón se trató la charla TED dio en el Teatro Colón, en 2018. “A veces las imágenes pueden ser interpretadas de distintas maneras. El libro comienza con la destrucción, lo primero que uno ve. Después aparece la gente dentro de esos lugares y luego se asoman los bomberos de Otsuchi en el cuartel de bomberos destruido. Al lado de esa imagen hay una foto destruida de los bomberos en los años 70. Se vinculan pasado y presente. El libro termina conmigo dejando la cámara y dejando que las fotos destruidas hablen. Es la mirada de alguien que se empieza a meter y que quiere contar esa historia y que termina dándose cuenta de que, en realidad, lo que tenía que hacer era dejar la cámara, una vez que conoce a la gente, una vez que encuentra esas imágenes, y dejar que esas fotos propias hablen. Dejar que la tragedia hable”, resume.
Más allá de esa intensa experiencia, Chaskielberg encontró en nuestro país grandes escenarios e historias para contar. Como cuando en 2007 comenzó a fotografiar de noche las islas del Delta, haciéndose amigo de los isleños. “Quería registrarlos y documentarlos, pero era difícil convencerlos. Muchos nunca se habían fotografiado. Fue realizado íntegramente con luna llena, cuando bañaba el delta y yo agregaba luces con linternas”, explica.
Su propuesta vinculaba la luna con las crecidas y las bajadas. “La idea de fotografiarlos de noche, con la luna llena, era ver cómo la luna los iba afectando. A simple vista, son imágenes que uno no puede reconocer si son de noche o de día. Hay una cuestión atemporal. Es lo que uno siente cuando está en el Delta, que el tiempo pasa muy lento”. El trabajo le llevó cuatro años y fue el más premiado, recibió el World Photography Organisation, en Londres, elegido entre 25.000 fotógrafos de todo el mundo, y por la National Geographic y la Universidad de Boston.
Amante de la Patagonia, encontró en sus paisajes un laberinto inspirador. “Venía de hacer la historia de Japón, que era muy dura, emocionalmente muy fuerte, y en Laberinto me encontré con este lugar fantástico e inspirador. Intenté contar este lugar maravilloso, pero también entender la comarca andina, una zona mágica, como un propio laberinto”, describe el fotógrafo.
En el proyecto, más delineado como performance, se ve, por ejemplo, una imagen con quince personas acostadas sobre los muros del laberinto. “Se relaciona con la idea de que del laberinto se escapa por arriba, volando”, explica. Fue un trabajo arduo a nivel de producción, porque tuvo que conseguir que la gente se acostara en el momento justo, y que todos esperaran la luz de la luna.
En este momento, está terminando dos libros. Uno es Fuego, sobre los incendios en la Patagonia, y el otro es sobre el confinamiento, con narraciones, tipo diario de viaje, que presenta un desafío para el fotógrafo cuyas obras anteriores fueron fotolibros.
Totalmente distinto será el libro que está en proceso, al que define “de autoayuda”. “Es la historia de amor con mi hija, de cómo la fui criando. Yo crié solo a Lara, y la fui fotografiando desde que nació”. Las tomas están hechas con una cámara tipo Polaroid, con una estética espontánea, del día a día. La obra llega “después de haber recorrido y haber aprendido tanto, con esta experiencia de criarla solo, y de enfrentarme a un montón de estigmas sociales. Es lo que le pasa a un hombre cuando llega solo a una escuela a inscribir a su hija, es lo que te devuelven la medicina o la justicia. Es sobre cómo se logra sanar y perdonar. Es un libro de texto y de muchas imágenes cotidianas”, concluye.
Quedar confinado durante la pandemia en una pequeña cabaña junto a su hija, de siete años, terminó siendo una gran inspiración. Estaban viajando por el sur y decidieron no regresar a la ciudad, en una estadía que sería de 15 días, pero que se alargó nueve meses. Asi, durante la cuarentena, surgió Nature (o naturaleza electrónica)
“Yo estaba en un confinamiento, pero en un lugar completamente libre, en una chacra de treinta hectáreas, con la posibilidad de moverme y, a la vez, sentía el aislamiento de estar sin comunicarme. Y empezaba a pasar esto tan fuerte de conectarnos a través de la red. Quería ver cómo apreciar la naturaleza a través de las pantallas, que era lo que permitía acceder a estos lugares”, recuerda.
Así comenzó a sumar colores más plenos, azul, verde y rojo. “Para mí lo digital es mucho RGB (red, green, blue), los tres colores primarios. Escribía palabras en el aire, como si fuesen señales de auxilio. Palabras que considero de un vocabulario universal. Era como una apreciación de una naturaleza atravesada por el mundo digital y, a la vez, un diario de viaje, una bitácora de cómo vivir y pasar esos meses despojado de todo lo que uno tenía y completamente aislado con mi hija”. El mes próxima presentará una muestra en el Teatro General San Martín sobre el resultado.
Paisajes, colores y luces para captar desde la lente historias mágicas.
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