La joven heredera que utiliza su fortuna para salvar el planeta
Tras la muerte de su padre –un poderoso desarrollador inmobiliario en EE.UU.–, Anne Deane decidió destinar su riqueza a conservar tierras y océanos para cuidar la biodiversidad
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A los 21 años, Anne Deane se sentó a escribir su propio obituario. Todavía sacudida por la muerte de su padre (un irlandés que emigró a los Estados Unidos y logró amasar una fortuna millonaria como desarrollador inmobiliario), la joven heredera se encontraba frente a un dilema que trascendía la dimensión financiera y abarcaba también el plano existencial: no sabía qué rumbo tomar, ni con su flamante riqueza ni con su vida en general. Entonces, a Anne se le ocurrió hacer ese ejercicio de lúgubre imaginación como una forma de reflexionar sobre su futuro legado. Llegado el momento, ¿cómo querría dejar este mundo, y cómo le gustaría que la recordasen?
Pensar en su muerte le cambió la vida. Básicamente, porque fue a partir de ese momento que dio por terminado su emprendimiento de moda sustentable, con base en Nueva York, para crear una organización sin fines de lucro, Fundación Freyja, y así dedicarse de lleno a la conservación de tierras y océanos a nivel global –aunque, con el tiempo, un poco por destino y otro mucho por convicción, su trabajo terminó enfocándose casi 100% en Sudamérica.
La región nunca le fue extraña. Si bien nació en París y creció en los Estados Unidos (vivió en la ciudad de Boston hasta graduarse de la secundaria; después, estudió literatura y ciencias políticas en la Universidad Duke, en Carolina del Norte), Anne conoció el sur del continente desde muy chica, ya que era un destino frecuente de las vacaciones familiares durante su infancia y adolescencia. Fue, también, su destino elegido cuando, tras la muerte de su padre, se tomó un año sabático.
“Necesitaba hacer mi duelo, alejarme del ruido y tomarme un descanso del mundo real, por así decirlo. Visité distintas comunidades, acampé bastante y recorrí muchísimos lugares hermosos de la Argentina, Brasil y Perú. Estaba muy mal, pero la naturaleza me ayudó a sanar. El solo hecho de estar inmersa en ella fue un proceso de curación enorme: ahí estaba yo, tan triste por dentro, pero rodeada, de repente, de una selva viva y exuberante, que me mostraba a su manera que las cosas siempre evolucionan. Gracias a esas experiencias pude hacer las paces con la idea de que la vida sigue”.
Durante ese viaje, Anne tomó conciencia de algo más: la intensa degradación que sufrían los lugares naturales y la urgente necesidad de frenar una catástrofe cada vez mayor. Quiso hacer algo al respecto y entendió que la forma de lograr un impacto significativo consistía, en primera instancia, en poner su fortuna en acción. Su familia siempre había tenido una impronta filantrópica fuerte. Sin embargo, históricamente, las donaciones de los Deanne se destinaban a apoyar la investigación médica. Junto con su hermano Carl, amante de la naturaleza como ella, tomaron la decisión de redireccionar esos fondos hacia la conservación.
“Nos dimos cuenta de que era imperativo hacerlo. No había nadie más de nuestra edad trabajando a gran escala en protección de la biodiversidad; ¡la mayoría de los que lo hacían tenían más de 60 años! Pero sí se empezaba a aceptar que el cambio climático era un hecho, y yo estaba convencida de que la preservación de los ecosistemas tenía que ser parte de esa historia”.
Para ponerle nombre a la fundación, Anne se inspiró en un personaje de los libros de mitología nórdica que solía leer cuando era chica: Freyja es la diosa que se asocia tanto a la fertilidad, al amor y a la belleza como a la fuerza en la batalla. En definitiva, la vida y la muerte: una tensión permanente que se manifiesta desde siempre en los ciclos propios de la naturaleza. Claro que, en el contexto actual de una crisis climática sin precedentes, este frágil equilibrio parece estar cediendo ante daños irreversibles. Frente a este panorama, Anne admite que se considera “absolutamente optimista”: “Si no tuviera esperanza, ¿cuál sería el punto de todo esto? Nunca sentí que rendirme fuera una opción. Todavía sueño en grande y creo que todo es posible. Es más: en algún punto, amo que el desafío sea duro y complejo”.
Y se entusiasma: “Lo que logramos en Parque Patagonia es la motivación perfecta: seis años atrás, cuando vine por primera vez, acá no había nada excepto ganado que, después de casi un siglo, había destruido el suelo y la vegetación autóctona. Ahora, la abundancia de fauna silvestre y la regeneración del paisaje es increíble, y lo será aún más en el futuro”.
Así habla del proyecto más ambicioso de su organización hasta el momento: Parque Patagonia, al pie de la cordillera de los Andes, al noroeste de la provincia de Santa Cruz, Argentina. Tierra de sierras áridas, cañadones imponentes y estepas infinitas. De vientos inclaudicables, de cielos nocturnos iluminados por galaxias enteras, de amaneceres y atardeceres majestuosos. Hasta hace menos de una década, toda la zona estaba dividida en estancias, propiedades privadas e inaccesibles, a no ser por un precario acceso público que permitía llegar a la mítica Cueva de las Manos, con pinturas rupestres que datan de hace más de 9000 años.
Anne llegó por primera vez a este punto remoto del planeta gracias a una invitación de Kris Tompkins, alma mater, junto con su difunto esposo Douglas, de la Fundación Rewilding. “Cuando empecé a investigar sobre proyectos de conservación a gran escala, era evidente que las dos personas más influyentes a nivel global habían sido los Tompkins. Así que la llamé a Kris y ella me preguntó si podía estar en las próximas 48 horas en Pumalín, Chile. Creo que ella no pensó que realmente fuera a aparecerme en la puerta de su casa, pero lo hice y tuvimos una charla increíble. Su mejor consejo fue: ‘No pienses demasiado en cómo sería el proyecto ideal, simplemente arriesgate y arrancá con algo’”.
Al poco tiempo, Anne volvía a bajar hasta el fin del mundo, esta vez para conocer las tierras que Rewilding acababa de comprar en Santa Cruz. Su primera impresión fue inolvidable: llegó después del atardecer, y enseguida la llevaron a caminar por un cañadón iluminado por la luna hasta un valle atravesado por un río estrecho en donde acamparon por la noche. “Amanecimos con el río crecido y el agua a punto de entrar a la carpa. Fue una experiencia bastante salvaje, aunque de día ya pude ver que todavía había ovejas, caballos y alambrados por todas partes. Estaba todo en pañales, y me dije: ‘Hagamos algo increíble’. Pero confieso que, en ese momento, no tenía conciencia de la magnitud de lo que íbamos a terminar creando”.
Actualmente, Parque Patagonia cuenta con casi 180.000 hectáreas, en donde especies como el puma, el guanaco, el zorro colorado, el cóndor andino y el choique recuperaron su refugio original; además, unas 65.000 hectáreas ya fueron donadas al Estado argentino, marcando así el nacimiento de un nuevo parque nacional y una reserva natural silvestre. Durante todos estos años, el apoyo de Fundación Freyja fue mucho más que meramente económico.
Anne llegó a viajar una vez cada dos meses fuera de la temporada invernal, cuando los caminos se congelan y el paso, por momentos, se vuelve casi imposible; en su anteúltima visita, estaba embarazada de cinco meses: “Podía resultar agotador a veces pero, al mismo tiempo, era lo que más me movilizaba e inspiraba. Mi deseo era transformar esta zona en un lugar al que las personas pudieran venir a maravillarse de la naturaleza y esa sensación les diera felicidad. Parte de mi visión se enraiza en la filosofía de la ecología profunda (deep ecology), que, entre otras cosas, sostiene que todas las formas de vida tienen un valor intrínseco propio. Y, para lograr que esa misma conciencia surgiera en los visitantes del parque, me parecía fundamental dedicar mucho tiempo en el terreno a pensar en cómo íbamos a facilitarles la interacción con el entorno”.
Esa obsesión suya de crear un parque accesible y disfrutable solo se potenció tras una vivencia in situ: en 2019, durante una de sus visitas, vio cómo un niño ciego, de unos diez años, se esforzaba en subir junto a su familia la Bajada de los Toldos, un sendero cercano a la Cueva de las Manos. “Le costaba muchísimo. Desde entonces, fui muy intencional en mi objetivo de diseñar un parque para toda la familia, para que nadie se quedara sin la posibilidad de disfrutar de esta naturaleza tan especial”.
El master plan de infraestructura de uso público incluyó la construcción de cuatro campings agrestes con instalaciones de primer nivel (a los que, próximamente, se sumarán unos domos de piedra al pie del espectacular Cañadón Pinturas) y el trazado a pico y pala de más de 50 kilómetros de circuitos para caminatas de distintas dificultades, que recorren los principales highlights del parque, como Tierra de Colores o la meseta Sumich. Para esto, Anne convocó a los estadounidenses Jedd Talbot y Willie Bittner, expertos en diseño y desarrollo de senderos para trekking.
Pero la mayor ilusión de Anne es el programa Exploradores, un campamento de verano gratis para chicos y chicas que viven en las localidades cercanas al parque, quienes por primera vez tienen la posibilidad de experimentar y valorar “un lugar que siempre estuvo ahí nomás, en el jardín trasero de sus casas, por así decirlo, pero que, hasta ahora, solo conocían como estancias enigmáticas con dueños anónimos y tranqueras que les cerraban el paso”, se emociona, y sigue: “Desde el principio, siempre me pregunté qué iba a pasar una vez que tuviéramos el parque listo: ¿quiénes iban a ser sus custodios a largo plazo? En principio, son todos los argentinos y argentinas. Pero, cuando vas a lo concreto y local, quienes más se van a beneficiar con su existencia son los habitantes de los pueblos vecinos. Y son, sobre todo, los chicos y chicas. Queremos que ellos se apropien del lugar y se sientan orgullosos de su tierra, y que así también lo sientan las nuevas generaciones por venir, de acá a cien años y más allá”.
Aunque su corazón todavía está anclado a este rincón de la Patagonia argentina, Anne es consciente de que es hora de asumir nuevos desafíos. Por eso, anuncia radiante la flamante compra de 309 hectáreas de selva valdiviana en Valle Cochamó, conocido mundialmente como “el Yosemite chileno”.
–¿Por qué decidiste trabajar en Sudamérica?
–Al principio, también financiamos programas en EE.UU. y África; de hecho, nuestro apoyo a la organización I am Water, en Sudáfrica, continúa. Teníamos la visión de ser una organización global pero, con el tiempo, quisimos ser más estratégicos, y lo que vimos es que en Sudamérica hay muy poco financiamiento para proyectos de conservación. Así que ahí encontramos que podíamos hacer una diferencia. Mi objetivo es ayudar a iniciar un movimiento de preservación de la región andina, porque creo que ha sido bastante ignorada a pesar de su enorme biodiversidad. Ya financiamos la investigación y el diseño de una estrategia para promover una política pública de conservación en Bolivia, y ahora, en Cochamó, queremos posicionarnos como un jugador pequeño pero por eso mismo ágil e innovador. El objetivo es llegar a proteger 130.000 hectáreas en una zona que hoy está copada por dueños privados que no se preocupan por el impacto ambiental de sus actividades. Somos los primeros en realizar una jugada de este tipo, y creemos que así inspiraremos a muchos otros que quieren lo mismo, pero que todavía no se animaron a dar ese paso hacia adelante. Por supuesto, será un trabajo de muchos años.
–¿Cómo se financia el trabajo de la fundación para que sea sostenible en el tiempo?
–Freya tiene un fondo de capital, y las inversiones de ese capital son las que financian nuestro trabajo filantrópico. Por lo tanto, era muy importante que ese capital se invirtiera de una manera que refleje nuestra filantropía, porque cómo hacés una cosa es igual a cómo hacés todo. Fuimos implementando esa misma filosofía en toda nuestra riqueza personal, al punto que hoy todas nuestras inversiones son de impacto. Eso quiere decir que usamos nuestro capital tanto para generar beneficios económicos como para generar un bien social y/o ambiental medible. Actualmente, invertimos en distintos proyectos de impacto en Brasil, los Estados Unidos, Kenya y Rwanda, centrados en cambio climático; más específicamente, en proyectos de energía renovable, de reducción de carbono y de agronomía.
–Una de tus metas es inspirar a una nueva generación de filántropos en el mundo de la conservación. ¿Cómo lo hacés?
–Primero, les hablo sobre las barreras de entrada a nivel financiero, porque la percepción es que son altas y esto no es así. Además, hay muchas y muy buenas organizaciones territoriales que pueden ser tus aliadas. Por otro lado, hoy, los que quieren apoyar causas de conservación usan la inversión de impacto como principal vehículo. Así, financian, por ejemplo, proyectos de créditos de carbono. Pero eso solo no va a salvar al planeta, porque no va a restaurar la biodiversidad perdida. Entonces, intento posicionar a la filantropía como esa “inversión de riesgo” con la que pueden diversificar su forma de generar impacto positivo. Al final del día, lo que más trato de compartir es el mismo consejo que me dieron a mí: no lo pienses demasiado, actúa; en el proceso, vas a aprender y ganar experiencia y, sobre todo, te va a dar alegría. Si eso no pasa, siempre podés pivotar hacia otra cosa, y eso está bien también.
–¿Por qué creés que no hay, al menos todavía, un movimiento de jóvenes filántropos apasionados por el cuidado de la naturaleza?
–En general, hay mucho desencanto con las grandes organizaciones filantrópicas, porque crecieron demasiado y perdieron contacto con lo que pasa en el terreno. Además, todavía tenemos enormes problemas a nivel mundial: extrema pobreza, falta de alimentos, poca o nula atención médica, y podría seguir. Creo que mi generación ve cómo se hizo tradicionalmente la filantropía y concluye que no funcionó. Entonces ¿por qué seguir el mismo camino al intentar solucionar la crisis ambiental? De ahí que destinen su capital a la inversión de impacto. Pero mi sensación ahí es que les falta una conexión interna y, sin eso, no es fácil mover la aguja en serio.
–¿De dónde puede surgir esa motivación personal?
–Las personas necesitan encontrar en qué creen y comprometerse con eso. Todas, sin importar si tienen una gran riqueza económica o no, tienen que usar todas las formas de capital (ya sea su capital personal, cómo viven su vida, su capital financiero, cómo hacen sus inversiones, etcétera) si realmente quieren que las cosas cambien. Hay que aplicar un enfoque realmente holístico. Y algo más: siempre digo que tu trabajo tiene que hacerte feliz. Si no, no vas a contagiar nada a nadie y tu proyecto no va a prosperar. Yo siento que tengo el mejor trabajo del mundo. Dedicarme a preservar estos lugares llenos de vida y belleza es un regalo absoluto.
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