La historia detrás del trágico y olvidado incendio del templo de La Compañía de Jesús en 1863
En la novela recién editada “El buzón de las impuras”, la escritora se basó en el fatal siniestro ocurrido en el templo de La Compañía de Jesús, en 1863. En exclusiva, su primer capítulo
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9 de diciembre de 1863
06:36 a.m.
El capellán del Ejército, Juan Despott, apoyó su mano en el muro y se detuvo para armarse de valor. La piedra aún estaba tibia. Con la otra tanteó en su pecho y apretó su cruz de plata. Un dolor punzante presionaba sus pulmones; le costaba respirar tras el grueso paño que cubría su nariz y boca, pero no temía que su viejo corazón estuviese fallando. En realidad, su corazón gritaba. Los policías le habían advertido que, si se atrevía a entrar, era preferible que no tocara nada; debía mirar… debía mirar hacia el suelo en todo momento o tropezaría sin remedio. El benévolo consejo era, al mismo tiempo, truculento, pues fijar la vista hacia abajo significaba mirar a los cadáveres de frente. A los miles de cuerpos calcinados, irreconocibles, apiñados unos contra otros en la desesperación y regados por cada centímetro de ese templo en ruinas.
Avanzó tan despacio como la cautela le permitía. «Todopoderoso, recibe a tu hija», susurró, ahogado, cuando distinguió un brazo entre un montículo amorfo y ennegrecido. Se persignó. «A tus hijas», corrigió, al descubrir que no era uno, sino varios brazos enlazados. Había miembros cercenados por doquier, restos de botines y peinetas, cuerpos imposibles de diferenciar de un trozo de madera. «Recibe a tus más inocentes, oh, Señor», añadió, apenas unos pasos más adelante, al notar que un cadáver adulto aprisionaba a dos pequeños cráneos en su pecho, como si los escudase de algo.
Se persignó otra vez.
Entonces lloró.
Su exabrupto no sería el primero ni el único. A esa hora, en las ruinas de la Iglesia de la Compañía de Jesús, las voces masculinas se alzaban contra cada piedra y rebotaban en cada trozo de viga que no se había terminado de consumir. Gritaban, gemían, movían escombros con rabia o desolación, pronunciando nombres de aquellas que ya no podían oírlos. Entre los deudos, la policía, funcionarios de la intendencia y algunos miembros de la Facultad de Medicina –quienes tenían la amarga misión de practicar las autopsias y esclarecer los pormenores tanatológicos–, el canónigo Despott contó al menos treinta hombres de andar errante, chaquetas largas y oscuras como sombras, escarbando entre la multitud putrefacta sin esperanza de encontrar sobrevivientes, sino más bien cualquier cosa que pudiese identificar a su ser querido entre la carne carbonizada y las ruinas de piedra y adobe.
Multitud. Porque eran miles.
Los reporteros del periódico El Ferrocarril hablaban de mil setecientas víctimas, pero advertían que su lista preliminar iría en alza. Los de El Mercurio ajustaban sus números más cerca de los dos mil. En menos de una semana y después de innumerables pesquisas, censos en casas y hospitales, La Voz de Chile daría una cifra más cercana a la realidad: dos mil doscientas mujeres –hombres y niños se contaban en apenas un centenar– fallecidas en la tragedia más espantosa vista jamás en Chile, quizá en el mundo. Eran señoras y sus criadas, niños y sus institutrices, lavanderas y aristócratas, todas devotas de la Virgen Santísima, devoradas por el fuego en plena misa… Una escena tan indecible y poética a la vez que se pintarían óleos en su recuerdo durante décadas.
Despott seguía escuchando los nombres lanzados al aire aún caliente del templo, mientras él repetía los suyos en voz baja.
Rosa, María, Rosa, María… Su hermana y sobrina. ¿Podría hallarlas? ¿Le permitiría Dios darles santa sepultura?
Un grito desgarrador lo obligó a levantar la mirada. Un diplomático italiano, Andreas Piermattei, figuraba de rodillas en el piso y con los brazos en alto. Varios policías lo rodearon. Por poco se desploma sobre un grupo de cadáveres, si no fuera porque el brazo atento del intendente de Santiago, Francisco Bascuñán Guerrero, lo contuvo en el momento preciso.
–È lei, è lei! –lloró, refugiándose en los brazos de Bascuñán.
La autoridad chilena, quien al igual que Despott llevaba un pañuelo en el rostro para eludir el olor nauseabundo que se desprendía de los cuerpos quemados, se lo retiró de un manotazo para que el extranjero pudiese no solo escuchar sus palabras, sino también leer sus gestos.
–Señor Piermattei… ¿Está seguro?
El extranjero rompió el abrazo y señaló, temblando, una mano que se asomaba bajo una viga desplomada de roble. Las hilachas que quedaban de la manga de su vestido se enredaban en las amplias costras negras que bajaban desde el codo hasta los dedos de la mujer, y ahí, en una porción de carne expuesta en el hueso del nudillo, brilló una joya: un anillo de oro rosa de dieciocho quilates, engastado con nueve diamantes en ensamblado circular. Era su anillo de bodas, el que él mismo le había regalado un año antes, cuando aceptó su mano en matrimonio y la aventura de migrar desde Nápoles a Santiago de Chile…
El intendente ayudó al hombre a levantarse, llamó a dos de sus subalternos y ordenó recuperar cuanto antes el cuerpo de la señora Luisa Piermattei en la mayor integridad que las circunstancias lo permitiesen. La identificación inequívoca de una víctima era un verdadero privilegio en esos minutos, y el resto de los hombres presentes en la iglesia se lo hicieron saber, ya sea por sus gestos de abatimiento o de envidia contenida en sus mandíbulas, las que se apresuraron a cubrir nuevamente con sus pañuelos. El hedor se hacía cada vez más insoportable. Afuera, las carrozas llenas de cadáveres anónimos seguían entrando y saliendo de la calle principal hacia el Cementerio General, donde el mismo presidente de la República había ordenado cavar una fosa común. Los ciudadanos, aún en shock, seguían a los caballos en letanía, arrojando flores al paso de las ruedas de hierro y madera…
Una vez que el italiano salió por la puerta lateral, auxiliado por dos policías, Bascuñán volteó hacia su asistente.
–Dame el número, Vargas –le susurró. El joven, bajo y enjuto, sostenía una libreta de hojas amarillas–. No me ocultes nada. Solo dilo.
Robustenio Vargas bajó su pañuelo hasta el cuello y aquello hizo que sus ojos enrojecidos resaltasen todavía más.
–Siete –dijo, expulsando en un suspiro todo el aire que le quedaba en los pulmones.
–¿Siete? –repitió el intendente, desencajado–. ¿Hemos identificado solo siete cuerpos?
Su inexperto acompañante asintió, apretando la libreta contra su corbatín de algodón, alguna vez blanco y ahora grisáceo por las cenizas en suspensión. Subió lentamente el pañuelo para cubrir su rostro otra vez hasta la nariz, tapando con él también su desesperanza.
Entonces apareció otro funcionario de la intendencia, aún más joven que Vargas. Su respiración agitada apenas le dejaba hablar.
–Deme una buena noticia, Riquelme, se lo pido –le rogó Bascuñán.
El novato empleado se apoyó en sus rodillas para recuperar el aliento y, acto seguido, sin pestañear, pronunció:
–Lo hemos encontrado.
La autoridad demoró un segundo en reaccionar. Luego sintió el subidón de adrenalina, no pidió más explicaciones y corrió hasta cruzar la puerta lateral oriente. Era, por ahora, el único paso que permitía mayor flujo, gracias en gran medida al desplazamiento de piedra que había provocado la caída del campanario.
Entrar o salir por las puertas principales del templo era imposible, pues los montones de cadáveres obstaculizando el umbral llegaban a las dos varas de altura.
Salió tras Riquelme por la Calle de la Bandera, dio toda la vuelta y se detuvo frente a la inmensa fachada de piedra que sostenía apenas algunos de sus nichos y molduras. La intención del intendente era reingresar a la iglesia, aunque esta vez a través de una discreta entrada, contigua a la principal. Era el acceso a la capilla de las Hijas de María, una cofradía de mujeres de alta sociedad que tenían el uso exclusivo de ese espacio con beneplácito de los jesuitas. Antes, porque ahora no quedaba nada.
El techo de madera se había derrumbado por completo, de las gruesas paredes apenas quedaban retazos y los escombros bloqueaban sin remedio el estrecho pasadizo que alguna vez había conectado ese lugar con la nave central del templo. Desde el interior de la iglesia el paso también estaba obstruido, pero no por piedras o vigas, sino por los cuerpos de las mujeres que intentaron esa vía de escape hacia el exterior y encontraron igualmente un fatal destino, asfixiadas entre sus propias mantillas, terciopelos y crinolinas.
Afuera el sol comenzaba a brillar en el esplendor del verano santiaguino, pero ahí dentro parecía que la oscuridad de la noche anterior no se había terminado. Bascuñán reajustó el pañuelo sobre su boca, pues la búsqueda de sobrevivientes y el despeje de entradas había dejado una gruesa neblina de tierra en suspensión que ahogaba a cualquiera en la primera bocanada. Dos voluntarios ya habían tenido que ser reanimados tras desmayos intempestivos. Los cuerpos de las fallecidas no habían aguantado el golpe de una estampida humana; los cuerpos de los vivos no estaban aguantando la presión del dolor.
El joven funcionario actuó de guía. Bascuñán lo siguió y sorteó grandes bloques de despojos para llegar al pequeño altar de mármol, donde, hasta el día anterior, se había alzado una imponente escultura de la Inmaculada Concepción. Su corona de estrellas y su mirada santa hacia el cielo ya no estaban: el derrumbe del muro contiguo había decapitado la gran figura de yeso policromado, manteniendo, sin embargo, el torso, donde aún podían notarse las manos juntas de una joven virgen en señal de oración.
A sus pies, bajo una capa gruesa de ceniza, dos querubines entre nubes habían perdido sus ojos y dedos. Era una imagen aterradora, tanto como los restos calcinados de sus miles de devotas apenas a unos pasos de distancia.
El subalterno apuntó hacia el costado derecho del altar. «Ahí», anunció, entregándole a su vez el candil para que su jefe viese con sus propios ojos. Él avanzó con cuidado, se acuclilló y acomodó la débil llama para iluminar.
Retuvo su respiración mientras enfocaba. Una puertecilla de fierro forjado resguardaba del mundo el secreto mejor guardado de esa capilla: un altar de piedra hueca. Dejó la vela sobre un peñasco, tocó los recovecos de metal y probó que su temperatura fuese apta para manipular sin peligro. El cerrojo que aseguraba la reja estaba abierto, aunque les regaló un escandaloso chillido que daba cuenta de la profanación presta a ocurrir. Entonces Bascuñán estiró su brazo hacia el espacio oscuro, temblando. Sus dedos tocaron rápidamente un objeto. Algo de latón.
Una caja.
Con su mano en pinza, tomó uno de los bordes y la sacó lentamente, dejándola por un momento en su regazo. Le costaba creer lo que estaba viendo. Se hallaba intacta, al igual que su contenido: decenas de notas de papel, dobladas en dos o en cuatro partes, habían escapado prodigiosamente de las llamas gracias a su sagaz madriguera.
Era el Buzón de la Virgen.
El codiciado e infame Buzón de las Impuras.
Francisco Bascuñán Guerrero levantó la mirada y tironeó el pañuelo sobre su nariz, descubriendo su rostro.
–Con usted como mi testigo, señor Riquelme, declaro esta pieza como objeto de la investigación en curso y, por tanto, pertenencia confiscada por la Intendencia de Santiago hasta nuevo aviso, conforme a la ley –pronunció, solemne. Malaquías asintió, sin saber exactamente la importancia de lo que estaban presenciando–.
Y no comunicará de esto a ninguna persona fuera de nuestra jurisdicción, a menos que cuente con mi permiso explícito.
–¿Ni siquiera al padre Ugarte? –preguntó. Bascuñán creyó notar ingenuidad en el tono del joven, así que cuidó que su reacción no denotara su profunda ira. Lo único que no pudo disfrazar fue su tristeza.
–A él menos que a nadie –respondió, liberando por primera vez el dolor contenido por tantas horas. Las lágrimas cayeron por su rostro, creando surcos en sus mejillas sucias por los restos de ceniza. Abrazó la caja como si abrazara por última vez a su hermana–. Él traicionó a estas mujeres. Yo no lo haré.
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