La discriminación política, en el podio de la inquina
“El problema se presenta cuando, enrocados en nuestras certezas, nos volvemos incapaces de convivir con las certezas ajenas. Entonces el otro pasa a ser, en el mejor de los casos, alguien equivocado que debe ser corregido”, dice la autora
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El Presidente ha pedido que la política discuta ideas, no personas, y que nadie sea perseguido por sus opiniones. Aplausos. Si bien parecen haber quedado atrás los tiempos en que la disidencia llevaba implícito un pasaporte al ostracismo o –peor– a la muerte, el destierro y el silencio forzoso hoy han sido reemplazados por la “cancelación” –más liviana pero no menos insidiosa–, y la quema en la pira inquisitorial, suplantada por el asedio en redes sociales, cruel a veces hasta el paroxismo.
Si pedimos que la política discuta solo ideas es porque –está claro– no lo hace; si bregamos porque la subjetividad individual de cada quien sea respetada por todos, sin importar sus opiniones es porque, claramente, eso no ocurre. Los mandamientos son el ejemplo prístino: si se ordena no matar es porque, precisamente, se ha matado y se sigue matando.
Pero por estos días, en el jardín siempre venenoso del prejuicio y la intolerancia hubo novedades. Una encuesta sobre discriminación, realizada por el Observatorio de Psicología Social Aplicada de la Universidad de Buenos Aires, entre más de mil setecientas personas, en distintos puntos del país, y comentada en Clarín, presenta datos llamativos. Para sorpresa de muchos, ante la pregunta sobre el motivo por el que se habían sentido discriminados, la abrumadora mayoría de los encuestados (45,2%) respondió: “la ideología o creencias políticas”.
El escenario estelar de dicha segregación es –cuándo no– Internet y sus estribaciones; pero no sólo, ni categóricamente por encima de otros: las personas consultadas también reconocen haber sentido la discriminación en el “espacio público”, en el trabajo, en la familia, en las aulas, y entre amigos. El resultado desbarata el sentido común cristalizado por el conservadurismo políticamente correcto: sólo el 1,8% se sintió discriminado por su “color de piel”, apenas un 1,1% por su “orientación sexual” y un ínfimo 0,6% por la “etnia”. Ni racismo ni homofobia en el podio de la inquina, entonces. Lo que nos convoca a tachar con fervor al prójimo son sus convicciones.
Aunque ya naturalizado y expandido como clima de época bajo el rótulo de “polarización”, no deja de ser un fenómeno curioso la exacerbación de una conducta que, en su justa medida, es comprensible. Porque todos creemos que tenemos razón, por eso actuamos del modo en que lo hacemos. Lo contrario sería insensato. Votamos a un determinado candidato porque pensamos que será lo mejor (o lo menos malo); nos comportamos de una cierta manera porque consideramos que es la adecuada. En líneas generales, excepción hecha de otro tipo de motivos o de impulsos que quedan para el análisis de la psicología, si no creyéramos que hacemos lo correcto (que tenemos razón) no obraríamos como obramos. El problema se presenta cuando, enrocados en nuestras certezas, nos volvemos incapaces de convivir con las certezas ajenas. Entonces el otro pasa a ser, en el mejor de los casos, alguien equivocado que debe ser corregido, un ignorante que debe ser desasnado, o directamente un perverso que sólo quiere causar daño, y por lo tanto debe ser combatido y, si se puede, eliminado.
En los extremos de una misma paradoja habitan dos verdades que no deberíamos olvidar: lo que ignoramos es mucho más que lo que sabemos (gracias Sócrates), y todos somos iguales a la hora de creernos –aunque solo sea en nuestro fuero íntimo– más sabios que la mayor parte de los mortales (gracias Hobbes).
En su nueva novela, El refugiado, Gonzalo Garcés lleva al territorio de la alegoría, tensado hasta la fractura, el mentado fenómeno de la polarización, o –volvamos a las fuentes– el regreso, en versión actualizada y criolla, del hombre hobbesiano. Promediando el siglo XXI (no falta tanto) y después de una guerra de secesión, la Argentina se ha dividido en dos países. No ya de manera metafórica sino literal, real y geográfica. Ambas mitades se prodigan mutuamente desprecio y rencor. Es el espejo partido que refleja a una sociedad, no ya resquebrajada por la grieta, sino completamente rota. En la novela (no conviene adelantar aquí lo que el lector irá descubriendo en gozosa lectura) el refugio –el antídoto y la última posibilidad de amparo– se encuentra en la cualidad ubicua y a la vez esquiva del amor. No está mal. Después de todo, al hangar de los afectos (de la capacidad de sentirlos, aun por los desconocidos) es adonde van a parar los lazos –individuales o colectivos– que rompemos, la confianza que lastimamos, la solidaridad que traicionamos, con la esperanza de que el estropicio tenga arreglo.
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