La búsqueda del placer y el origen del propio deseo
La rosarina Romina Tamburello, escritora, directora y guionista presentó su segunda novela “Los amigos de mis papás” y estrenó en los cines su primer largometraje “Vera y el placer de los otros”
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Los amigos de mis papás (Penguin Random House) es el título de la recién publicada segunda novela de Romina Tamburello, escritora, directora, guionista y actriz rosarina de 44 años que por estos días estrenó además en el cine Vera y el placer de los otros, su primer largometraje, que codirigió junto a Federico Actis. La película, que cuenta con las actuaciones de Luciana Grasso, Inés Estévez y elenco, recorrió durante el último año –y con excelente recepción– cantidad de festivales internacionales: entre ellos Mar del Plata 2023, donde se quedó con el premio a la Mejor Dirección.
La búsqueda del placer, el origen del propio deseo y las separaciones son algunos de los universos temáticos que sobrevuelan ambas obras. Vera, por un lado, es una piba de 16 años que alquila un departamento vacío (gestionado por la inmobiliaria de su mamá) para que otros (adolescentes igual que ella) puedan ir a tener sexo. Y Los amigos de mis papás se centra en la historia de Cecilia, una biotecnóloga que a los treintipico recibe de parte de sus padres un pedido un tanto extraño: necesitan ayuda porque a sus 65 les nacen ganas de… hacerse swingers.
Recién llegada de Madrid (donde estuvo durante dos meses escribiendo un nuevo guion tras haber ganado la beca Carolina) y en medio de su torbellino laboral de estreno y lanzamiento simultáneos; cargando, incluso, con la mochila para regresar esa misma tarde a Rosario, Romina se entregó con una sonrisa a esta charla con La Nacion en un café-librería del barrio de Palermo.
–¿Cómo hacés para hacer tantas cosas que además requieren de mucha concentración?
–La distracción del celular es enorme. Y cuando estás en varios focos al mismo tiempo te aliena. Así que vengo siendo medio soldadito: me levanto a las ocho de la mañana y escribo concentradísima hasta eso de las tres de la tarde. Uso el “modo monje”: dejo el celular en otra habitación cargándose y me levanto para verlo cada 45 minutos, que además es, más o menos, el tiempo que dura la concentración. Luego vuelvo a escribir otros 45 minutos. A la última novela la terminé en seis meses. Por otro lado, he sabido soltar: no soy ni una directora ni una escritora controladora o acaparadora. Descanso mucho en los equipos.
–Entiendo que durante la escritura de la novela encaraste a la vez una extensa investigación. ¿Cómo fue ese proceso?
–La primera investigación se dio en el terreno de la biotecnología, un mundo que me es completamente ajeno. Cuando empecé a pensar en esta historia de la chica cuyos padres se hacen swingers me pareció que podría tener una profesión aséptica, algo que tuviera que ver con la limpieza, la pulcritud y la profilaxis. Un entorno desde el cual imaginarse a sus padres en esa movida resultara más traumático todavía. Así que me contacté con una amiga que hace unos años estuvo haciendo un experimento con unos pollos, charlamos mucho, me asesoró. Y conversé también con ingenieros químicos, con veterinarios, con sexólogos. Pero la parte más divertida fue ir a los clubes de swingers. Fui a siete en total, algunos en Rosario y otros en Buenos Aires.
–Ya casi sos periodista. ¿Y qué descubriste ahí?
–Me ayudó a conocer cuestiones como la dinámica del consentimiento y el rango etario de la gente que participa. También a entender que se trata de un plan de pareja en el que en muchos casos se terminan generando grupos de amigos. Fui desentrañando mis propios prejuicios. Pensaba que se trataba de un mundo mucho más sucio y morboso, pero no: existe también ahí un costado luminoso en el que la gente que ya pasó la menopausia y la andropausia puede encontrar contención.
–¿Te parecen difíciles de escribir las escenas de sexo? Porque hasta grandes narradores trastabillan ahí en algunos casos.
–Quise contarlo de una manera “no canchera”. Con humor, y también con error. Hay algo de lo errático que me interesa abordar, porque el sexo se va aprendiendo a la edad que sea. Nunca estamos tan resueltos con el sexo, ni con el amor, ni con los celos, ni con cómo compartir esta intimidad que vamos creando. No quiero tener una mirada hegemónica sobre el sexo: siento que no es real.
–¿Qué sería para vos el “derecho al goce”?
–Creo que hay un derecho que a las mujeres nos es un poco negado, un mundo en el que surgen cuestiones bastante diversas, desde la masturbación hasta seguir deseando a una edad en la que muchos piensan que al deseo hay que jubilarlo. O yendo a la otra punta: en la adolescente de la película vemos una búsqueda distinta que tiene que ver con el voyeurismo. Lo que busqué fue acompañar eso sin juzgarlo. Y pensar que el deseo es siempre algo mutable, algo que va cambiando no solo con la edad sino a partir de la gente que conocés, de los amigos que vas teniendo y del mundo que va abriéndose. Me gusta la idea de que las mujeres seamos capaces de reconectar con nuestro deseo. ¿Y cómo lo podemos hacer? Hablando, contando lo que nos pasa, pidiendo lo que queremos. Cuando estrenamos la película en Estonia, en el Festival Black Nights de Tallin, se me acercó una mujer y me dijo: “Te agradezco haber hecho una película que trata sobre la masturbación. Yo me empecé a masturbar a los 35 años”.
–¿Te preocupaba con Vera… entrar en un terreno “polémico” al hablar con tanta apertura del placer adolescente?
–La película arrancó a partir de charlas con Fede (Actis, codirector), con quien somos muy amigos. Una vez nos pusimos hablar sobre los lugares donde íbamos a tener sexo cuando éramos adolescentes. Entonces lo primero que apareció no fue la historia, sino Vera: Vera como la heroína que soluciona ese gran conflicto juvenil. Pero a la vez notábamos que la nuestra fue una adolescencia muy distinta de la actual. Ahora a esas edades están atravesados por las redes sociales, por unos padres más cuidadosos, por una pandemia. Así que nos preguntamos: “¿estaremos contando bien la adolescencia de hoy?”.
–¿Obtuviste una respuesta?
–Conversamos con mucha gente, también con varias sexólogas. Hasta que una psicóloga nos dijo: “Chicos, no hay una manera correcta de contar el placer. El placer es algo tan único que pueden contarlo como quieran”. Y eso resultó liberador, porque nos movimos del lugar de lo correcto.
–¿Cómo fue el trabajo con las actrices y actores en una película con tanto foco en lo íntimo?
–Muy charlado. Hubo mucho trabajo de lectura de guion y de ensayo más “coreográfico” con las actrices y actores. La idea era tratar de explorar qué se imaginaban para que el resultado no fuera trucho, pero sin que tampoco nadie se sintiera invadido. A las escenas de sexo las grabamos con un equipo reducido, éramos solo cuatro, todas mujeres: la camarógrafa, la sonidista, la asistente de dirección y yo. Y el resto del equipo, afuera. El codirector estaba en el monitor, y cada vez que cortábamos yo salía y charlaba con él.
Cuando Romina era chica iba, en paralelo al colegio, a la Escuela Municipal de Danzas y Arte Escénico de Rosario, donde escribía y actuaba. Pero cuando terminó la secundaria se puso a estudiar Derecho, se recibió de abogada y casi se olvidó de cualquier cosa que tuviera que ver con el arte. Hasta que un día volvió a meterse en un grupo de teatro, empezó a hacer improvisación, escribió una obra a la que le fue muy bien (Mujeres de ojos negros), a la que siguió un corto (Rabia), su primera novela (La viuda del diablo, Futurock Ediciones) e incluso una serie (Maternidark). “Puedo decir que soy autodidacta –reflexiona–. Mi formación es hacer”.
–¿Fue importante para vos rodar en Rosario?
–Desde la película se muestra una Rosario “rara”. Pero no es casualidad, hubo una decisión de contar una ciudad que debía ser lo suficientemente grande como para que Vera se pueda esconder, pero a la vez lo suficientemente chica como para que este “mito urbano” de la piba que alquila un departamento por horas circulara entre los adolescentes. De ahí que elegimos mostrar cierta contaminación visual: hay carteles, cables, aires acondicionados, oscuridad y un departamento horrible. Un contexto que podría parecer sórdido, y sin embargo se ve iluminado por la insistencia de buscar el deseo. Más allá de eso: creo que es fundamental que podamos tener un cine federal. No solamente porque la actividad genera movimiento y trabajo en las provincias, sino porque nuestras miradas pueden llegar a ser muy diferentes. Tenemos historias para contar, hay un montón de realizadores, hay muchas escuelas funcionando. Se trata de que podamos hacer películas en y desde nuestros lugares narrando contextos, formas de ser y formas de ver la vida.
–¿Seguiste la polémica alrededor de los libros distribuidos en escuelas secundarias de la provincia de Buenos Aires?
–Me parece que Cometierra, de Dolores Reyes, puede ser para los adolescentes una lectura espectacular en la que, en todo caso, lo más complejo de abordar es la cuestión de los femicidios.
–El tema generó además una andanada de discursos de odio, ¿se te cruzó en algún momento que como autora que precisamente trata temas relacionados con la sexualidad podías quedar envuelta en eso?
–El odio que circula me parece horrible. No quiero estar ahí y tampoco me interesa subirme a esa movida para que venda más el libro o para que más gente vaya al cine. Siento que Vera… es una película que sobre el sexo, sobre la adolescencia, sobre las mujeres y en definitiva sobre los vínculos tiene una mirada amorosa. Que eso despertara odio sería feísimo, todo lo contrario a lo que queremos transmitir. Por suerte no sucedió. Pero la verdad es que tampoco puedo controlarlo. Lo que pasa con el hateo es que se termina yendo de las manos.
–¿Qué opinás sobre la actual conducción del INCAA y los recortes presupuestarios que sufrió el Instituto?
–Que va a haber algunos años en los que no vamos a poder filmar, y entonces algo del cine argentino se va a ir perdiendo. Y eso es grave, porque a partir del cine hay muchísimo que le vuelve al país, no solamente en lo económico sino en términos de reconocimiento, porque la cinematografía argentina tiene que ver con nuestra identidad. Es una forma de contar quienes somos. Pero a la vez siento también que hacer cine es mucho más que estar en un rodaje, escribir un guion o estrenar una película: es juntarnos para compartir nuestra mirada de la vida. Y creo que esa batalla está ganada, porque amor y ganas de contar historias nos sobran.
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