La belleza oculta de lo inútil
La filósofa estadounidense Zena Hitz reflexiona que nuestras vidas intelectuales y espirituales son valiosas no a pesar de su inutilidad práctica, sino precisamente a causa de ella
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Una vida rica es, ante todo, rica en pensamientos, en sentimientos, en vivencias espirituales, no en bienes materiales. Eso diferencia la vida buena de la buena vida (que se mide en posesiones, ingresos y confort material). A los 38 años (hoy tiene 51), la filósofa estadounidense Zena Hitz lo comprobó. Estaba desmotivada con su actividad docente, que le redituaba altos ingresos y muy buen pasar, en universidades de élite en Baltimore. Percibía que la enseñanza estaba orientada a preparar profesionales para una vida productiva en términos económicos, para ser exitosos en un mundo que, cada vez más, los exige competitivos, y que hoy incluso las humanidades se definen por su utilidad económica o política. Abandonó y se refugió durante tres años en Madonna House, una comunidad canadiense, dedicada a la vida contemplativa y a las tareas cotidianas del monasterio, como lavar platos. Cuando regresó tenía otra perspectiva de la vida intelectual. En su libro Lost in Thought: The Hidden Pleasures of an Intellectual Life (Perdidos en el pensamiento: los placeres ocultos de la vida intelectual), publicado en 2020, dice: “Aprender es una profesión que comienza escondiéndose: en los pensamientos íntimos de niños y adultos, en la vida tranquila de los ratones de biblioteca, en las miradas secretas al cielo matutino camino del trabajo o en el estudio casual de los pájaros desde una reposera. La vida oculta del aprendizaje es su núcleo, lo que importa de él. La actividad intelectual nutre una vida interior, ese núcleo que es refugio del sufrimiento tanto como recurso para la reflexión en sí misma”.
Hitz dedica varias páginas a John Alec Baker (1926-1987), el escritor inglés que consagró 10 años de su vida a la observación del halcón peregrino y volcó esa experiencia en un libro ya clásico: El peregrino. Baker no era científico ni naturalista, su observación no tenía como fin desmenuzar la vida y hábitos del pájaro con el distanciamiento de un zoólogo o un etólogo dispuesto a entregar un estudio definitivo sobre el tema. Se trataba de observar. Simplemente eso. Con discreción, respeto y, de ser posible, con empatía. “Me sumergí en la piel, la sangre y los huesos del halcón –escribe en su libro–; como el halcón, oí y odié el sonido del hombre, ese horror sin rostro de los lugares rocosos.” Llegó a esa vivencia casi mística tras años y meses de seguir al ave mediante caminatas, o en bicicleta, durante largas horas diarias, mediante binoculares o a simple vista.
Tanto Baker como Hitz son, según bien dice Joseph Keegin, filósofo y editor de la revista The Point, en Nueva Orleans, dos bellas excepciones a la cultura actual, que se orienta cada vez más hacia principios prácticos de utilidad, eficacia e impacto. “El valor de cualquier cosa (una idea, una actividad, una obra de arte, una relación con otra persona) se determina pragmáticamente: las cosas son buenas en la medida en que son instrumentales, y la instrumentalidad suele definirse como la capacidad de producir dinero o cosas”, escribe Keegin. En la contratapa del libro de Hitz se dice: “La autora sostiene que nuestras vidas intelectuales y espirituales son valiosas no a pesar de su inutilidad práctica, sino precisamente a causa de ella”. Y aunque, como señala Keegin, los manuales con recetas de productividad y éxito sean los libros más vendidos, los altos índices de infelicidad, depresión, ansiedad y angustia existencial son la marca distintiva de un mundo en el que la buena vida se estimula y se premia más que la vida buena. No toda actividad inútil, como anestesiarse ante pantallas televisivas, de celulares y computadoras o emprender redadas consumistas, es aconsejable. “Pero, apunta Keegin, la inutilidad verdaderamente espléndida nos nutre y eleva espiritualmente, en lugar de proporcionarnos simplemente una oleada de placer mental o corporal”.
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