José Ignacio López. En la dictadura “algunos hicimos lo que pudimos, trabajamos a conciencia”
El periodista que le preguntó a Videla por los desaparecidos dice que a la prensa “le faltó autocrítica”; sus años junto a Alfonsín
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Quizás no haya en la Argentina un periodista tan respetado por sus pares como José Ignacio López. Lo cual en su caso tiene doble mérito, porque la parte mayor de su prestigio viene de los seis años, casi, que se desempeñó como el primer vocero presidencial de la democracia, cargo que exige muchas veces lidiar con la prensa.
Militante de Acción Católica en su juventud, como periodista de LA NACION López se especializó en los años sesenta en asuntos religiosos, luego en la sección Agropecuarias y más tarde en Economía. En 1975 ingresó en el diario La Opinión, dirigido por Jacobo Timerman. El 10 de noviembre de 1976, en los comienzos de la dictadura, estalló una bomba en su casa, en José Mármol. Nunca supo quién la puso. Junto con su esposa, Lita, él acababa de llegar a Roma debido a que Timerman lo había hecho salir del país para preservarlo. Milagrosamente ninguno de sus cinco hijos resultó herido en el atentado.
Años más tarde fue redactor de la columna religiosa en Clarín, comentarista en las radios América y Del Plata, jefe de Redacción del vespertino Extra y trabajó en Cablevisión Noticias. Pero fue como columnista de su amiga Magdalena Ruíz Guiñazú, en Radio Continental, que su estilo sosegado, sus buenas maneras y equilibrio proverbial trascendieron a un público más vasto, incluido el incipiente alfonsinismo.
Según le contó el dirigente radical Roque Carranza (1919-1986) a Pablo Gerchunoff, la actuación profesional de José Ignacio López llamó la atención de Raúl Alfonsín en 1979. Fue después de que López le preguntó en conferencia de prensa a Videla por los desaparecidos. “¿Por qué no tenemos más cerca a este muchacho López?”, le dijo Alfonsín a Carranza. Apenas ganó las elecciones del 30 de octubre de 1983, el presidente electo lo convocó para que fuera su vocero: hasta entonces ningún presidente constitucional había tenido uno. En ese puesto fue a la vez protagonista y testigo en la cumbre del poder, participó de todos los viajes presidenciales y vivió momentos particularmente difíciles para la democracia, como la Semana Santa de 1987.
“Nací en diciembre de 1936, igual que el Papa”, dice cuando se le pregunta por la edad. Cumple años el 8; Bergoglio, el 17. Tienen 86 años. Nacho bromea con que es apenas mayor. A Bergoglio, con quien mantiene una relación epistolar, lo conoce desde 1998.
Es el mayor de tres hermanos. Ana, que era maestra, murió hace 10 años. También periodista, Fernando, fallecido en 2021, ingresó en LA NACION cinco años después que él. Fue un gran crítico de cine, jefe de la sección Espectáculos durante muchos años.
Desde hace poco el ex vocero presidencial es bisabuelo de Jacinto (tres meses), nieto de su hija Ana, y de Felipe (10 meses), nieto de Gaby, la segunda hija.
Miembro de la Academia Nacional de Periodismo, José Ignacio trabaja actualmente en un documental autobiográfico, bajo el título Memoria para construir, junto con Gabriel Mazzaglia, con apoyo de las universidades nacionales del Litoral, Córdoba, Rosario y La Plata. Su carrera periodística arranca en 1961 en la sección Comunicaciones del diario.
– ¿Qué hacías en Comunicaciones?
– Allí se grababa a los corresponsales del interior. Igual que en La Prensa, en ese tiempo había corresponsales hasta en los pueblitos, aunque rentados eran sólo los de las capitales de provincia. La sección tenía vínculo directo con Interior. Mi jefe era Abella Caprile. Y estaba Llana, famoso porque un día se apoyó sin querer con el codo y activó la sirena de LA NACION. Después de esa macana la sirena dejó de existir. Ahí estuve seis meses. Entonces entró Rafa Saralegui, con quien nos hicimos amigos. Mi ida a Adrogué está relacionada con Saralegui, él me llevó para allá. Era 1962. Estábamos por casarnos con Lita.
– ¿Cómo se conocieron con Lita?
–En la parroquia de Santa Rosa (en Belgrano y Pasco), que fue fundamental en mi vida. Lita era de Congreso, yo de Once. En Santa Rosa lo conocí a Zazpe, que había llegado en 1949, al año siguiente de ordenarse. Fue asesor de los jóvenes de Acción Católica, donde yo estaba. En 1959 lo hicieron párroco de Lourdes y después de Luján. En 1961 lo hizo obispo Juan XXIII. Fuimos amigos hasta que se murió, en enero de 1984.
–Apenas comenzó el gobierno de Alfonsín.
–Sí, Alfonsín, que lo había conocido, me pidió que escribiera una declaración, que corrigió él.
–Contame cómo era el hogar de tu infancia.
–Mi papá era peinador de señoras, de origen canario. Había venido a los cinco años. Hizo el colegio en Pompeya. Trabajó en una de las grandes casas Martín Soules.
–Ningún antecedente periodístico.
–No. Mi viejo escribía poesía. Tiene un librito, incluso. Firmaba “Famjiel”: Fernando, Ana María, José Ignacio, Elvira, nuestras iniciales. En un tiempo viíamos por Parque Chacabuco, pero lo que recuerdo de chico es en la calle Moreno entre Misiones y Jujuy, a siete cuadras de Santa Rosa. Fuí al primario Paul Grossac y al nacional Moreno en primero y segundo año, tiempos de la rivalidad del Moreno y el Krause, y terminé el Mariano Acosta a la noche. A los 15 o 16 empecé a trabajar.
–Supongo que por necesidad.
–Para ayudar en mi casa. Con el primer sueldo compré la heladera eléctrica. Empecé en un estudio contable, en Corrientes y Uriburu, de un contador llamado Moisés Goffan. Mi mamá cosía muy bien… A mi papá lo habían echado, aunque se llevó muchas clientas. Entre otras atendía a María Luisa Dose de Lariviere, cuya casa es hoy parte de la embajada de España, y a las señores de Zemborain y de Favelevic. Iba a Mar del Plata y a Punta del Este a atender a sus clientas. Pero después se enfermó y se quedó con muy poco trabajo.
–¿Y tu mamá trabajaba?
–Era maestra, pero nunca había ejercido. Era la primera hija de ocho de un gallego, carbonero del Once. La carbonería de mi abuelo estaba en la manzana de Cromagnon.
–¿El tuyo era un hogar católico sin política?
–No, no había política. Sólo tuve algunas tías radicales.
–¿Y qué recordás de aquella argentina de tu infancia y tu juventud?
–Me acuerdo del bombardeo de Plaza de Mayo, en 1955. Yo trabajaba desde 1952 en la Compañía de Seguros Terrestres y Marítimos, en Diagonal Norte 530. Estábamos haciendo horas extras antes del horario. Apenas empezó, se rompieron todos los vidrios. Salimos todos corriendo por la escalera. No paré desde ahí hasta Moreno 2738, mi casa. No me olvido nunca. Llegué y me tiré en la cama de Fernando, que todavía era chico. Estaba temblando.
–¿Qué otros recuerdos tenés?
–Participé en la procesión de Corpus Christi que se convirtió en una manifestación [N. de la R.: se refiere al 11 de junio de 1955]. Tenía 18 años.
–En 1956 entraste al Instituto Grafotécnico para estudiar periodismo, ¿no?
–Sí, había hecho el estudio vocacional. En el Grafo fui compañero de Rómulo Berruti, de Alfredo Serra y de Clotilde Ferreirúa. Los cuatro nos juntábamos para estudiar y hacíamos teatro leído con Emilio Stevanovich.
–Una vez que ingresaste en LA NACION, ¿cuándo pasaste de Comunicaciones a la Redacción?
–En septiembre, octubre de 1961. El diario se estaba reordenando. Claudio Escribano había entrado en 1957, creo. Mario Bello, que después fue corresponsal en París, era secretario. Estaba Rolando Riviere, luego corresponsal en Italia. Los más grandes. Manucho Mujica Láinez, Rafael Pineda Yañez, Alfredo Calisto, Constantino del Esla y Juan Valmaggia, que era el subdirector. El segundo de Valmaggia era Luis Mario Lozzia, jefe de Editorial, y se sumaba ahí Escribano, que después quedo a cargo de la semana política.
–Creciste periodísticamente en la Argentina de los años sesenta.
–La noche de la caída de Frondizi yo estaba en Olivos como reportero en medio del tumulto. Ahí lo conocí a Horacio Verbitzky, un pibe como yo. Trabajaba en Noticias Gráficas.
–¿Qué relación tuviste después con Verbitzky?
–Nos vimos más cuando creamos la asociación Periodistas, también con Magdalena (Ruiz Guiñazú). Terminamos disolviéndola porque se nos metió la interna de Página 12.
–¿Cómo pasaste a especializarte en temas religiosos en el diario?
–En 1964 o 1965 se creó una sección que se llamaba Asuntos en debate. Salía los martes con una parte de educación y otra de religión. La parte de educación la escribía Jorge Luis Zanotti y la de religión, Valmaggia, que en esos tiempos había fundado ADEPA. Uno de sus amigos era el padre Agustín Luchía Puig, que después fue el creador de Esquiú. Se había tenido que exiliar por el peronismo. Valmaggia le pedía informes. Y un día, Lozzia me dijo: Che, López, usted que es medio chupacirios, por qué no se ocupa de esto, porque el padre Luchía Puig me trae algo que no entiendo nada. Y así empecé con Asuntos en debate. Sin firma, como era en esa época, hasta 1975, cuando me fui del diario.
–Te fuiste a La Opinión.
–Me convenció Enrique Jara. Yo me había encontrado más de una vez con Jacobo Timerman, en 1974, en FATE o en la CGE viéndolo ambos a Gelbard. En ese tiempo ya hacía economía y había sido jefe de Agropecuarias. Jacobo me quiso llevar, pero no me convenció.
–Jara sí.
–Sí, Jara me invitó a almorzar dos o tres veces, Jacobo le había encargado la profesionalización del diario después de la etapa iniciada en 1971 y a mí se me había producido una situación incómoda en la nacion porque Octavio Hornos, el secretario general, no simpatizaba conmigo.
–¿Por qué?
–Supongo que por un lado creía que yo trabajaba para Gelbard, cosa que nunca fue cierta, y por otro, por esas cosas que salían en los pasquines de ultraderecha, como El Caudillo o uno de esos, como “tercermundista” o “marxista infiltrado”.
–Vos tenías un pensamiento progresista dentro de la Iglesia. ¿Cómo lo llamarías?
–Yo tenía un pensamiento conciliar. Comienzos de los sesenta es la época del Concilio. En Santa Rosa, en mi formación, había un montón de quienes después fueron obispos: (Juan José) Iriarte, (Carlos Horacio) Ponce de León… militaba en la Acción Católica hasta que entré al diario. Con Pedro Siwak éramos amigos. Yo lo hice entrar al diario, él hizo también durante un tiempo las cosas de religión. Era muy amigo de (Jorge) Mejía, también de Casaretto, de Laguna.
–En La Opinión entramos ambos en 1975, yo en febrero. Pero creo que yo era el más chico del diario, tenía veinte años.
–Yo entré en junio, me acuerdo que hice las primeras notas al lado del escritorio de Roberto García, todavía estábamos en Reconquista…
–Reconquista 585. Ahí nomás fue la mudanza del diario a Vélez Sarfield, casi llegando al Riachuelo.
–Claro, ¿te acordás que se entraba por la calle Lafayette? Un día ahí me encuentro con Jacobo y me dice: ¿Vos viajaste alguna vez con tu señora? Te tenés que ir a Roma, tenés que ir a hacer tus propias fuentes al Vaticano. Poco después me llamó la secretaria y se armó el viaje. Cuando arribamos a Roma, al llegar al hotel, cerca de la estación Termini –era el 10 de noviembre de 1976–, con la llave me dieron un télex de Jacobo. Pusieron un petardo en tu casa, están todos bien. Llamamos enseguida a Buenos Aires y Lita hizo desfilar a los cinco hijos por el teléfono.
–¿Qué edad tenían?
–Ana, la mayor, trece. Nacho, el más chico, estaba por cumplir tres.
–Vos dijiste en varias oportunidades que Timerman te mandó a hacer ese viaje junto con Lita para sacarte del país, porque sabía que corrías peligro. ¿Nunca te dijo nada?
–Nunca. Él me entusiasmó con el viaje de tal manera que no sospeché la intención. Ahora, leyendo La verdad los hará libres. La Iglesia Católica en la espiral de violencia en la Argentina (los dos tomos que hizo la UCA a pedido de la Conferencia Episcopal Argentina) descubrí algunas cosas, como que el nuncio Pío Laghi mandaba a Roma notas mías, por ejemplo sobre monseñor Angelelli. Yo escribí algo así como “La sociedad enferma”, en la que se vivía una situación en la que había gente que creía que lo de Angelelli no había sido un accidente.
–¿Nunca supiste quién puso la bomba en tu casa?
–No. Yo tenía fuentes militares en las tres fuerzas, pero nunca supe.
–Poco después, en 1978, tuviste un logro periodístico con el tema Beagle.
–Lo venía siguiendo desde el origen. En diciembre de 1978, cuando estaba en la agencia NA, di la información de que venía el cardenal Samoré. A mí me la había adelantado el Nuncio. Un grupo chico de periodistas después fuimos con Samoré a Chile y a Roma cuando le presentó la propuesta al Papa. Tuve la fortuna de poder participar del cierre del asunto como vocero del Presidente, de la recuperación de la mediación, que estaba perdida.
–Juan Pablo II en definitiva nos salvó de ir a la guerra con Chile.
–Sí, cuando el Papa hace la propuesta acá empiezan a meterla en la disputa que había para todo entre las tres fuerzas. Un manoseo. Luego, en octubre de 1978, el Papa habla de los desaparecidos. Dice: Voy a hablar de Argentina y Chile.
–Entonces viene la oportunidad de la conferencia de prensa de Videla y tu célebre pregunta. Dice Gerchunoff en Raúl Alfonsín; El planisferio invertido que tu pregunta y la respuesta de Videla le dieron “visibilidad a lo que hasta ese momento permanecía oculto o innominado para una mayoría social”.
–Era una conferencia de prensa destinada a poner en marcha la nueva etapa política del Proceso, una expresión de la disputa interna. Videla se adelantó a hacerla porque días después la Junta Militar iba a dar un documento político que él tenía que cumplir.
–¿Al día siguiente cómo reprodujeron los diarios lo que vos le preguntaste a Videla sobre los desaparecidos?
–Hubo un poco de todo. Revisando ahora para el documental encontramos que en todos los diarios de Buenos Aires el tema estuvo consignado. Ninguno tituló con la cuestión de los derechos humanos sino con la cuestión política de la que había hablado Videla. En el interior algunos titularon con el tema de los desaparecidos. La Voz del Interior, por ejemplo, lo publicó con mayor detalle. La Prensa publicó un recuadro en el que decía que algunos periodistas se molestaron porque participaron periodistas que no eran de la sala.
–¿Vos no eras de la Sala de Periodistas?
–No. Y decía que no se habían cumplido las reglas no escritas sobre qué se preguntaba y sobre qué no. Al principio de la conferencia una mujer se levantó para agradecerle a Videla la defensa de no sé qué.
–¿Quién era?
–No la conocía, era alguien puesto ahí para decir eso. La conferencia de prensa fue grabada y emitida por televisión sin mi pregunta. Alrededor del 2000 Felipe Pigna encontró en Canal 7 el tape. Me llamó y me dijo que iba a hacer un programa. Me invitó junto con Oscar Muiño, que también había hecho una pregunta política.
–¿Qué pensás hoy sobre el comportamiento de la prensa durante la dictadura?
–Muchos hicimos lo que pudimos, trabajamos a conciencia. Muchos no pusieron el mismo empeño. Junto con eso puedo decir que disfruté de pasar a ser el vocero de un presidente desde el momento en que se recupera la libertad de prensa que protege la Constitución.
–Fue un cambio inmenso.
–En esa primera etapa consistía en levantar barreras. Hasta barreras físicas. Era todo bien recibido. Los reporteros gráficos siempre me lo recuerdan, podían entrar a todos los lugares adonde querían entrar, los periodistas lo mismo. Pero me parece que muchos de los que habían tenido más participación militante aprovechan para irse para el otro lado como para lavar lo anterior. Eso pasó bastante. No hicimos una autocrítica seria.
–Si vos pudiste preguntarle a Videla por los desaparecidos, ¿por qué nadie más lo hacía?
–En la época del general Villarreal junto con otros dos periodistas yo tuve acceso a Videla un par de veces bajo condiciones de off the record y también con el general Harguindeguy y otros de menos figuración pública. Cuando uno planteaba el asunto de los desaparecidos te decían: Si fusiláramos a alguien enseguida saltaría el Papa y Naciones Unidos y no podríamos hacer nada. Eso lo escuché más de una vez. Certeza de los procedimientos que se usaban no teníamos ninguna. No es que sabíamos lo de los aviones y lo de tirar gente al río.
–¿Hubo militares que después te hicieron recriminaciones por la política de derechos humanos de Alfonsín?
–No. Por ejemplo con los edecanes yo tuve una excelente relación. El otro día volví a mirar el mensaje de Alfonsín del Cabildo cuando recita el Preámbulo y a Joaquín Stella, que está atrás, el primer edecán naval, una excelente persona, se le escapan algunos asentimientos cuando el Presidente habla. Del segundo edecán naval, Norberto Varela, no puedo hablar sino bien. Es mi consuegro. Compartimos un bisnieto.
–¿Y eso cómo sucedió?
–Porque Gaby, mi segunda hija, se casó con Pablo Varela, hijo de Norberto Varela. Se conocieron en uno de los veraneos de Alfonsín. El edecán de turno y el vocero presidencial, con familias, éramos parte del grupito que estaba con el Presidente esos días de vacaciones. Se casaron el 1° de julio de 1989.
–Pleno final. Momento duro.
–Alfonsín vino a la fiesta, en el Círculo Italiano de Lomas, a las doce de la noche. Venía de Ezeiza, de una comida con los jefes de Estado Mayor de las fuerzas, que le habían hecho una despedida. Una semana después nos fuimos del gobierno.
–Pero vos te quedaste un tiempo con él, ¿no?
–Seis meses. Él sabía que yo quería volver al periodismo. Si hubiera encontrado una vocación político partidaria mi lugar hubiera sido al lado de él, pero yo quería volver al periodismo.
–¿Hacer política no te interesaba?
–Yo no era afiliado a ningún partido, aunque al principio me hacían demócrata cristiano por mi militancia católica. Cuando Alfonsín me llamó fue la mayor sorpresa de mi vida.
–Contame ese día.
–El que me llama es un amigo, Ricardo Yofre. Era a su vez muy amigo de Raúl Borrás [N. de la R.: primer ministro de Defensa de Alfonsín], a quien yo había conocido en 1964. El 3 de noviembre de 1983, a dos días del cumpleaños de quince de mi hija Paula, me llama Yofre y me dice: Están pensando en convocarte para que seas el vocero. Yo en ese momento estaba en la agencia DyN. Cinco días después me llama Guillermo Alfonsín: ¿Usted lo podrá venir a ver al presidente?. E inmediatamente David Ratto, a quien yo no conocía, aunque ambos sabíamos uno del otro, me pregunta si voy a ir a la quinta de Alfredo Odorisio, en Boulogne, y me ofrece llevarme. Pasé por Juncal y Libertad, donde estaba la agencia de Ratto, y nos fuimos en su auto a la quinta de Odorisio. Llegamos y me recibió Alfonsín: Hola, José Ignacio, cómo está, muchas gracias….
–Me imagino que ya habías tenido trato con él.
–Había estado con él dos o tres veces nada más, porque durante la campaña no lo había necesitado, yo hablaba con Yofre, con Borrás. A Lúder lo tenías que ver más, en el peronismo era distinto.
–Y te hizo el ofrecimiento.
–No, no me dijo nada. Si alguien cree eso [ríe]…
–¿Quedó sobrentendido?
–Claro. Me dijo que Emilio Gibaja sería el secretario de Información Pública, que David (Ratto) sería el consejero de comunicación y me llevó a comer una asado.
–¿Tampoco te explicó por qué te había elegido?
–No. Yo sé que hablaron con Magdalena (Ruiz Guiñazú). David le preguntó por mí. Los radicales escuchaban mucho el programa y yo encajaba en el sentido de ese momento, un periodista que no era un afiliado, tipos que se sentían atraídos por Alfonsín.
–Podría decirse que fuiste alfonsinista antes de trabajar con él.
–[Risas]. Sí, de alguna manera. Estaba participando de ese clima que era generalizado. Yo había ido a la 9 de Julio con Lita y con algunos de los chicos.
–¿Y enseguida estableciste con Alfonsín una buena relación?
–Se dio una sintonía grande, en lo que tuvo que ver la manera de ser de él y mía, y la familia. María Lorenza me conocía en mi condición de católico. Ella se lo dijo a Lita alguna vez en Olivos: Estoy tan contenta de que Raúl lo tenga a José Ignacio tan cerca. La mamá me llamaba y me decía: José Ignacio, ¿leyó el último número de Criterio? Ahora se lo mando, ¿se lo pone a Raúl para que lo vea?. En 1996, cuando cumplí sesenta, los chicos hicieron una especie de diarito y pusieron qué nos une y qué nos separa, referido a Raúl y a “Giuseppe Iñaki”. Nos une, decía, que hemos jurado por Dios y por la patria, hemos llorado juntos por la falta de justicia, que acompañó mis silencios como si fuera un hijo. Que no podía ser, porque él me llevaba nueve años.
–¿Siempre te decía Giuseppe Iñaki?
–Sí, o José Ignacio. Nacho nunca. Nacho me empezaron a llamar en La Opinión y sobre todo con Magdalena, desde 1979.
–¿Siempre se trataron de usted?
–Sí, siempre de usted. Yo aprendí mucho ahora sobre sus años anteriores leyendo a Pablo Gerchunoff. Raúl era un cristiano progresista. Y yo creo lo mismo. Lo acompañé hasta el final. Él hablaba mucho con su primo, monseñor José María Arancedo, al que íbamos a visitar seguido. Yo ahora reconstruyo episodios.
–¿Cómo cuál?
–El del vicariato castrense.
–En la iglesia Stella Maris.
–Sí, él ahí se enoja, antes de que hable monseñor Medina, con el cura que leyó el guion de la misa y habla de corrupción. A mí me agarró una bronca bárbara y al rato me hacen una seña para que lo vaya a ver a Alfonsín, que estaba en el primer banco. Y me dice: José Ignacio, ¿yo puedo ir ahí?. Sí, le digo. Cuando termine la misa usted puede ir, avísele al sacerdote que está ayudando que cuando termine la misa usted va a ir ahí. Horacio (Jaunarena) me cuenta que lo tenía a Waldner (Teodoro Waldner, comandante de la Fuerza Aérea) al lado y que le dijo: Lo que usted va a ver ahora no lo va a ver otra vez, Alfonsín va a ir a hablar. Y Waldner respondió: ¡A la mierda!
–¿Cómo era la religiosidad de Alfonsín? Siempre se dijo que María Lorenza era devota, pero él no.
–Alfonsín era muy respetuoso de la fe, de la religión católica, iba a misa si podía y no comulgaba, precisamente por su respeto. Sabía que si uno se arrepiente, lo hace con el propósito de no volver a caer en la misma falta y él decía: Alguna cosa sé que voy a volver a cometerla. Que sería…, una cana al aire.
–¿Estuvo separado?
–Nunca. Esa es otra que le inventaron. Que estaba muy ausente, puede ser, la política se lo comía. María Lorenza siempre vivió en Olivos.
–¿Después volvió a comulgar?
–Sí, en la misa en la Catedral cuando murió Juan Pablo II. Lo agarró a Laguna y le dijo: Confiéseme que quiero comulgar. Estaba muy agradecido por la paz con Chile. Laguna le dio la absolución.
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