Jane Birkin, la musa sensual que inspiró un bolso icónico y un film único
Agnès Varda registró a la actriz y cantante en la intimidad de su casa para un documental lúdico y poético, que por estos días puede verse en un festival de cine francés online
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Todo, cuentan, habría comenzado con un pequeño mensaje. Era 1985 y la realizadora Agnès Varda acababa de estrenar Sin techo ni ley. Por esos días recibió el emocionado comentario de una espectadora que le expresaba su admiración y le decía cuánto la había conmovido el film protagonizado por Sandrine Bonnaire. La misiva estaba firmada por Jane Birkin.
No sabemos exactamente en qué términos respondió Varda, aunque podemos intuirlo. Porque el comentario de Birkin dio pie a una larga conversación y al ofrecimiento, por parte de la cineasta, de hacer un “retrato fílmico” de la cantante y actriz. La película se hizo en 1988, se llamó Jane B. por Agnès V., y forma parte de la programación de MyFrenchFilmFestival, festival de cine francófono en línea disponible hasta el 19 de febrero, que incluye la película de Varda dentro de la sección Women supporting women. Por cierto, el film tiene mucho de sinergia entre dos mujeres únicas, que cuando se conocieron ya llevaban un considerable camino recorrido.
Agnès Varda (1928-2019) había brillado como una de las figuras precursoras de la Nouvelle Vague; sus películas Cléo de 5 a 7, La felicidad, Una canta, otra no fueron emblema no solo de otro modo de hacer cine, sino también de lo que realmente podía significar la mirada y el pensamiento femenino plasmados en imágenes. Casada con el también cineasta Jacques Demy, Varda no solo hacía ficción; en el campo documental, con películas como Daguerréotypes o Murs murs desplegó un universo fresco, abierto a la innovación visual (un camino que la llevaría al lenguaje experimental de las instalaciones), y capaz de forjar un estilo que redundó en premios como el León de Oro, el Oso de Plata, el Louis Delluc, el César.
Jane Birkin (1946-2023) rondaba los cuarenta años cuando se filmó Jane B. por Agnès V., una edad cargada de simbolismo, más aún para quien había reinado en las fantasías de más de una generación.
Nació en Londres, pasó la mayor parte de su vida en París, y se inició en la actuación con papeles –en sus propias palabras– de ravissantes idiotes: chicas encantadoras, pero sin muchas luces.
Sus dos primeras películas fueron sinónimo del swinging London de los años sesenta: El knack... y cómo lograrlo, de Richard Lester, y Blow up, de Michelangelo Antonioni, donde comenzaría –con desnudo escandaloso mediante–, su trayectoria de mito erótico. La llegada a Francia, un papel en La pileta (junto a Alain Delon y Romy Schneider), y sobre todo el romance con el cantante Serge Gainsbourg, harían el resto.
Tras el lanzamiento de la tórrida canción Je t’aime moi non plus, a la que Jane aportó tanto su voz como gemidos de inconfundible tono sexual, todo fue en ascenso. Pero ella se tomaría el tiempo para demostrar que tenía resto como para ser algo más que la musa de Gainsbourg (poco a poco se forjó un lugar propio como cantante) y dejar atrás la etapa actoral de la “linda chica tonta” (llegó a actuar, en papeles que poco tenían que ver con los del comienzo, bajo la dirección de Tavernier, Rivette, Chereau, Doillon).
Tenía el don de la gracia. Tanto, que los franceses le perdonaban eso que no le perdonan a nadie: que no hablara perfectamente su lengua. Así lo cuenta el periodista Alex Vicente en un artículo de El País: “Santa patrona de los extranjeros que residen en Francia, de esos exiliados voluntarios que se someten a una asimilación sin medias tintas –la única permitida en el país de acogida–, era conocida por su particular forma de usar el francés, con un acento inmutable pese a llevar más de cinco décadas en el país. Conjugaba mal su idioma de adopción, elegía artículos erróneos por sistema (en inglés casi nada tiene género) y abundantes expresiones en desuso, hasta el punto de hacernos sospechar si no lo hacía adrede, con la misión de mantener intacto su inmenso capital de simpatía”.
Entonces, se encontraron. Jane y Agnès, dos mujeres que se habían creado, cada una a su manera, una vida autónoma, fructífera, creativa. Dos figuras archiconocidas tanto en el mundo de la cultura pop como en el de la vanguardia. Dos seres que cobijaron un raro tesoro: la inteligencia capaz de reír, la profundidad que no es solemne, la asunción de un feminismo vital, irreverente, lúdico, despierto.
Dos potencias
De semejante intersección nació Jane B. por Agnès V. Detalle no tan marginal: Birkin y Varda eran madres, y durante el tiempo que duró la filmación –realizada casi en su totalidad en la casa de Birkin–, los chicos estuvieron ahí. Kate, Charlotte y Lou, las hijas que la actriz franco inglesa tuvo con cada una de sus parejas (John Barry, Serge Gainsbourg y Jacques Doillon), y Mathieu, el hijo de Varda y Jacques Demy.
Para la adolescente que por aquel tiempo era Charlotte Gainsbourg, la situación no era muy simpática que digamos. “Agnès Varda armó una especie de campamento en nuestro living y un equipo entero de filmación vivió con nosotros durante un año –comenta en una entrevista del sitio AVClub–. Fue horrible. Todo lo que puedo recordar es que quería enclaustrarme en mi habitación”.
No obstante, en esa misma entrevista la Charlotte adulta reconoce que “adora a Agnès”. Y algo de eso debe haber: en 2021 dirigió su propio retrato fílmico de Birkin, al que tituló, en evidente homenaje a la película de Varda, Jane por Charlotte.
“¿Por qué te propuse este film? –dice Varda en uno de los primeros pasajes de Jane B. por Agnès V.– Porque eres bella como el encuentro casual en una mesa de montaje entre una andrógina enérgica y una Eva de plastilina”. La alusión al mantra surrealista (“el encuentro fortuito sobre una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas”) no parece casual. Como Breton y compañía, Varda también creía en la potencia del azar, la magia del detalle, la maravilla –Benjamin lo llamó “iluminación profana”– que emerge en los intersticios, el fragmento, lo inesperado. Su cine se nutrió de esto. Y así ocurre en Jane B. por Agnès V., que es muchas cosas pero de ningún modo una biopic.
En la película vemos a Birkin de jean, saco y bolso mientras corre bajo las luces nocturnas de París y rugen los acordes de The Doors. La vemos, también, en el centro de algún tableau vivant, encarnando a la Venus de Urbino de Tiziano o las dos majas de Goya, la vestida y la desnuda. En una escena, con su imagen multiplicada en un fondo de espejos, canta a capela My heart belongs to daddy, de Cole Porter (con un guiño, claro está, a la versión que inmortalizara Marilyn Monroe). En otra escena, la cámara recorre minuciosamente su piel, en uno de los desnudos más íntimos, delicados y respetuosos que haya dado el cine.
“Soy Jane B. –dice Birkin–. No tengo marcas extraordinarias. Tampoco un talento excepcional, pero estoy aquí”.
Varda hace su retrato. Usa la cámara de pincel, de lápiz, de discreto –a veces no tanto– observador. Recorre, junto a la dueña de casa, el hogar de Birkin. En esas tomas que en su momento tanto detestó Charlotte, ambas, retratista y retratada, charlan mientras Jane prepara la comida, habla de sus hijas, convoca recuerdos, reflexiona.
Asistimos, en el curso de una película, al germen de un segundo film: Birkin habla de una historia que quisiera interpretar, la de una mujer madura que se enamora de un adolescente. Varda se interesa, dan algunas vueltas sobre la idea. Poco después, ese mismo año, se estrenará Kung Fu master!, una historia de amor prohibido que hoy sería imposible de filmar. Dirigía Agnès Varda; Jane Birkin y Mathieu Demy, de 14 años, interpretaban a la pareja enamorada, y la película, lejos de la oscuridad de la Lolita de Vladimir Nabokov, se preguntaba por los lazos amorosos, indagaba en las emociones humanas y ponía el foco en la fragilidad de la protagonista. También a diferencia de la novela de Nabokov, en Kung Fu master! el personaje que termina roto no es el del adolescente, sino el de la adulta.
En todo caso, Varda era una buena retratista y lo demuestra en Jane B. por Agnès V., donde, pese a alguna u otra indicación que vaya dando, no impone su punto de vista, sino que permanece atenta a las revelaciones que surgen de un otro –una otra– que es multifacético.
Si unos espejos multiplican su imagen, otros muestran sus diversos rostros. Hay múltiples Jane, y así lo muestra la imaginería visual de una película que hace gala de libertad expresiva. ¿Cuántas Juanas hay en Jane? ¿Cuántas Juanas quiere ser Jane? Birkin propone, Varda habilita, y allí están, entre las secuencias estrictamente documentales, los fragmentos de ficción: pequeñas interpretaciones, otro modo del retrato. Birkin cumple su sueño e interpreta a Juana de Arco. También recrea –ella, la musa pop– a una musa prerrafaelita. Y a la exploradora estadounidense Calamity Jane. A la Jane de Tarzán. A una femme fatal que, como todas las del film noir, seduce, traiciona y muere en su ley. En esas escenas de ficción la acompañan actores como Jean-Pierre Léaud, Philippe Léotard, Alain Souchon, Farid Chopel, la italiana Laura Betti.
Pero Jane también es cantante, y en esa faceta aparece retratada, cómo no, junto a Serge Gainsburg, con quien vivió entre 1968 y 1980. Varda los reúne: el mito del pop francés y su antigua musa, ambos con las marcas del tiempo ya visibles, sentados muy pero muy próximos, preparan una canción.
Ella entona –la cualidad susurrante de su voz es un tema aparte–, él la sigue en silencio, interrumpe hace alguna observación. Jane sonríe, vuelve a probar, buscan entre los dos el tono justo. No hace falta más: la intimidad vivida durante años, la complicidad, el trabajo y el recuerdo, todo eso está allí.
El cine de Varda es luminoso y Jane Birkin parece una destinataria natural. Se confiesa tímida, y se nota que es sincera. Dice que le encanta agradar; es evidente que está diciendo la verdad.
En un pasaje donde recorre los tiempos en que su imagen estallaba en las tapas de las revistas, recuerda una producción fotográfica en la que aparecía sin ropa, en cuatro patas, atada a un radiador. “Era un número de Navidad”, comenta con una sonrisa. No hay picardía en su gesto. Tampoco juicio. Mucho menos ingenuidad. Solo está contando algo que ocurrió. Se ríe un poco. Irradia un encanto difícil de definir.
“Tu deseo de ser conocida y a la vez desconocida te vuelve una fantasía pública –dirá Varda–. Puede que por eso me hayas fascinado y haya querido hacer este film”.
Una cita online con un cine “rico en identidades culturales”
Desde 2010, una vez al año el cine francés se pone, literalmente, al alcance de un “click”. Impulsado, entre otras instituciones, por Unifrance y el Institut Français, MyFrenchFilmFestival (www.myfrenchfilmfestival.com) es una oportunidad para sumergirse en el universo de la filmografía francófona. En este momento, ya se puede acceder a la 14° edición del festival, que permanecerá en línea hasta el 19 de febrero.
Con la dirección de Daniela Elstner (al frente de Unifrance), el festival presenta nueve cortometrajes y nueve largometrajes en competición, junto a una selección de películas fuera de competencia. El acceso es gratuito, y todos los films cuentan con subtitulado en español.
“Nuestra voluntad es hacer resonar este bien común –se explaya Elstner–, esta pasión y esta defensa de un cine rico en identidades culturales y artísticas y siempre motor de diálogo y comprensión entre los pueblos”.
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