Ir al museo también es viral
Además de ver las obras, ¿realmente visitamos una muestra si no nos sacamos la selfie de rigor y la subimos a las redes? Spoiler: no todos responden lo mismo
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Domingo, siete de la tarde, un frío tremendo afuera. Acá en el Centro Cultural Recoleta no se nota. Cero depresión prelunes. El calor en el aire no sale de la calefacción sino de la multitud compenetrada, conversadora y risueña que recorre la muestra Cuánto pesa el amor.
Este no es el público habitual de los museos porteños. Hay más filas, más empujones, más jóvenes y más celulares en la mano. Me acerco a uno de los guías para preguntar y me explica todo en una frase: “La muestra se volvió viral”. Entonces los veo: cientos de videos de TikTok y fotos de Instagram que se están generando al mismo tiempo.
Hay algunos puntos neurálgicos, como la obra Mi oso Teddy de la artista neuquina Petu de Marca, una pieza recubierta de plástico rojo brillante en forma de gomitas masticables. Es un imán para la cámara. Más tarde veo al oso replicado en cada posteo sobre la muestra. ¿Habrá sido puesto ahí, casi en la entrada, con total astucia? ¿Será la explicación del éxito de la muestra, que convocó a 45 mil personas en el primer mes?
"A casi 14 años del nacimiento de Instagram, la red visual por excelencia, tanto artistas como curadores aprendieron a cabalgar los algoritmos"
Ana Tallone, doctora en Historia del arte y profesora de la universidad de Howard en Washington, acaba de visitar la Bienal de Venecia. En su opinión, los pabellones más convocantes, los que tienen fila afuera como el Recoleta, son los que mejor incentivan las fotos para redes.
Por ejemplo, el artista de Azerbaiyán Rashad Alakbarov construyó un laberinto que no se comprende hasta llegar al final, cuando un espejo muestra toda la escena desde arriba y revela que el laberinto forma la frase “I am here” (aquí estoy). Los visitantes, frente al espejo, se pueden sacar una selfie con el mensaje. “No vi ni una persona que se resistiera a sacar esa foto”, dice Tallone.
Otros ejemplos son el pabellón suizo, un gran domo con proyecciones en el techo para fotografiar desde el suelo, el pabellón de Camerún, donde se pueden recorrer las obras con cascos de realidad virtual, o el de Groenlandia, que dispuso fotografías intercaladas con espejos que –otra vez– invitan a la selfie.
Nada de esto es inocente. Los museos, ferias y galerías son veteranos de las redes sociales. A casi 14 años del nacimiento de Instagram, la red visual por excelencia, tanto artistas como curadores aprendieron a cabalgar los algoritmos. Hubo iniciativas como #InstaMuseum para listar a las instituciones que usaban la plataforma, #EmptyMuseum para mostrar fotos tomadas por celebrities en museos sin público, o #MuseumInstaSwap, que invitaba a los directores de un museo a fotografiar otro.
Ahora, pasada la etapa de aprendizaje e inocencia, empezamos a ver las consecuencias. La preocupación más recurrente es que ya nadie mire sino a través del celular.
Una investigación de Linda Henkel de la Universidad de Fairfield en Connecticut mostró que las personas que sacan fotos en un museo recuerdan menos sobre las obras que vieron, comparadas con las que miran sin aparatos. En Nueva York existe la “orden del tercer pájaro”, una logia secreta –hasta que la deschavó The New Yorker el mes pasado– que busca reentrenar la atención directa. Sus integrantes se reúnen, en pequeños grupos, en museos y otros espacios públicos, para observar una obra durante largos minutos y luego discutir las sensaciones que experimentaron.
Otro riesgo de las muestras optimizadas para redes es que todas se terminen pareciendo, como los departamentos decorados para Airbnb. Por ahora, si bien abundan los espejos, las obras siguen siendo diversas.
Quien quiera comprobarlo puede ir a Venecia o al Centro Cultural Recoleta. La muestra Cuánto pesa el amor sigue hasta septiembre. No lo vi en la web del museo, sino en su cuenta de Instagram.
La autora es directora de Sociopúblico
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