Imposible de callar. Milei y Cristina: un colectivo llamado deseo
Miradas cómplices y guiños de comedia en la asunción presidencial entre dos personas que tienen el don del volante
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A pesar del diagnóstico tenebroso y los anuncios sombríos que vendrían después, la asunción presidencial de Javier Milei tuvo un encanto especial. No solo fue un evento sorprendentemente fluido, sino que incluyó un aliento emocionante, casi familiar, que subrayaba por contraste la anormalidad estrepitosa de los traspasos de mando del último tiempo. Milei dejó el traje de Asperger gritón colgado en el placard del hotel Presidente, y se calzó en cambio la seda Loro Piana del outsider que navega entre la casta como un insider. El fresco entre los ajados, el formal entre los intensos -el cuerdo entre los pirados.
En perfecto control de lo que narran sus expresiones, Milei fue cordial y escueto con Alberto y, apenas recibió la banda, giró sobre sus talones para buscar la mirada de Cristina: no la soltó hasta que obtuvo el reconocimiento de su sonrisa. Acto seguido, Milei les dio la espalda para abrazarse con Macri, con esos apretones de camaradas que son como pulseadas, como los que Putin le encaja al príncipe saudí Mohammed Bin Salman cada vez que se lo cruza, o la euforia correligionaria que Milei reserva para los Bolsonaro. El que no respeta la grieta escribe la historia.
Sería injusto no reconocer la súbita urbanidad de Cristina, la dueña de casa. Ella ofició de maestra de ceremonias; apenas el líder libertario hizo su entrada en la Casa Rosada, la ex Vicepresidenta se dedicó a guiarlo por el laberinto de asistentes como una ondulante odalisca al rojo vivo, venida del país de Alí Babá. A veces tapaba la cámara, pero nunca dejaba de tener en cuenta, como Norma Desmond en Sunset Boulevard, a esa gente maravillosa en la oscuridad.
Aunque la prensa eligió centrarse en el exabrupto dactilar de Cristina (un fuck you de espaldas, tirado al tun tún), los rezongos periodísticos pierden de vista que Cristina, más que una mujer de Estado, se ha reperfilado como una figura de rock nacional. Ella es la “Avanti Morocha” en retirada, que deja a su paso tendales de caos, aunque se vaya sin gloria y sin el show estelar del conjunto “Sudor Marika” de cuatro años antes, por lo que la responsabilidad de encarnar el rock peronista caía enteramente sobre ella.
Después de todo, ¿qué había sido Alberto si no un telonero mediocre, el balbuceador de algunas cacofonías menores, donde algunas fans trasnochadas habían querido rimar “modelo decisional” con social y coalicional?
Cristina estaba contenta. Milei no solo vapuleó al aciago Sergio Massa, el cerebro de tantas tropelías fallidas en su contra. El nuevo presidente le ofrece una caricatura de la derecha profunda que ella ama detestar, por eso se vistió de Marea Roja, de la izquierda más pura. Además, era su última oportunidad para maltratar en público a Alberto, dejándolo reducido a un prop teatral que se mete y se saca de bambalinas: el muñeco quitaypón hacía su última presentación.
Milei le dice a Cristina “son mis hijos”, pero lo que exhibe no es orgullo de padre: es la alegría de un niño
Pero el clima de bonhomía iba más allá, acaso porque, más allá de sus likes ideológicos, tanto Cristina como Milei son personas que llevan la conducción en la sangre. Ambos son hijos de colectiveros. Eduardo Fernández, padrastro de Cristina, era propietario de un colectivo, y Néstor, padre de Milei, tenía un colectivo y llegó a adquirir su propia línea de ómnibus. Bienaventuranzas la iniciativa privada y, naturalmente, el don del volante.
Solo el hijo de un colectivero se embarcaría en una Ley Ómnibus como primera gesta para desarmar los engranajes del colectivismo heredado. Como si se cruzaran uno yendo y el otro viniendo, tirándose bocina y magia, Cristina y Milei han establecido una relación con las mayorías que deja especialmente mal parado a Alberto, a quien la cultura popular de los memes ha rebautizado como el Remisero. El que lleva a unos pocos a destino, o en su caso, a una sola: a Cristina Kirchner a ese día, a la entrega del poder.
Sin ese doble comando, acaso Cristina y Milei no hubieran protagonizado una escena que, a primera vista, podría pertenecer a un libro de los hermanos Sofovich, auteurs de joyas de la picaresca de la dictadura como Te rompo el rating (1981) y El rey de los exhortos (1979). Mientras el locutor relataba el traspaso de mando, Cristina reparó en el bastón de Milei. El presidente no se lo acerca, mantiene el palo pegado a su bajo vientre, y Cristina se inclina curiosa sobre él.
Como en el cine de Sofovich, a veces hay una explicación pueril que deja al que mira en el lugar del pícaro malpensado. Milei le dice a Cristina “son mis hijos”, pero lo que exhibe no es orgullo de padre: es la alegría de un niño. Los dos bajan la vista a mirar el palo de Milei y por unos instantes se abstraen del resto, como dos varones que comparan sus partes en el vestuario.
Hasta que Cristina se aparta buscando la cámara, divertida y horrorizada por el cachivache. Milei había tatuado las caritas de sus perros, Milton, Murray, Robert, Lucas y Conan (el poderoso can difunto), pero, ¿cómo se hubieran visto las caritas de Máximo y Florencia si hubieran sido inmortalizadas por el punzón del maestro Pallarols?
Lo curioso es que Cristina se engolosina con la escena, como Blanche Dubois en Un tranvía llamado deseo (Elia Kazan, 1951) cada vez que aparece Kowalski (Marlon Brando), y vuelve a agacharse para tocar la puntita. Como Blanche, sobreactúa un poco el pudor ante los atributos de Stanley Kowalski. A Milei puede mirárselo -Milei es ese tranvía, ese aluvión de fuerza que votaron los descamisados- pero a Macri jamás le reconocería esa seducción.
El nuevo presidente le ofrece una caricatura de la derecha profunda que ella ama detestar, por eso se vistió de Marea Roja, de la izquierda más pura
Cristina tiene una reverencia tribal ante estos objetos: cuando fue reelegida, se hizo entregar los atributos presidenciales por su propia hija. Para Cristina y Milei, la familia es el asiento del bondi del poder. Milei deroga el decreto de Macri que impide nombrar a familiares directos: al ungir a su hermana Karina, “El Jefe”, como Secretaria de la Presidencia, se le quiebra la voz.
Fue tan importante la escena del bastón, que al día siguiente, el pobre Axel Kicillof se vio obligado a mostrarle el palo suyo a Magario. Su propia Blanche, con la que habían reelegido gobernación. Kicillof mandó a grabar una frase sosa, prácticamente soviética (“gobernar es crear trabajo”) acorde a la ideología con la que disimula su falta de imaginación. También se tatuó en el madero “una nación socialmente justa y políticamente soberana”, dos adverbios terminados en “mente”. Sin novedad aquí: a Axel le cuesta contar una historia.
Milei y su equipo saben que, para contar una historia, lo más importante es querer contarla. Es lo que nunca pudo hacer Juntos por el Cambio, demasiado preocupados en encarnar la negación virtuosa del kirchnerismo, en “hacer” y no en “decir”.
Amaban escandalizarse con pequeños dramas comunicacionales: en el traspaso de mando de 2015, no les compartieron la contraseña de la cuenta de twitter de la Casa Rosada. ¡El kirchnerismo no respeta las instituciones! Milei y su gente, en cambio, se armaron su propia cuenta de la oficina presidencial @OPEArg, y desde ahí mandan sus comunicados antes de asumir. ¿Milei quiere mostrarse alineado con Estados Unidos? Milei abraza a Zelensky de pilcha militar y borceguíes, y se hace traer una menorah. Condensa las dos guerras en una misma foto; como adornaría el vocero twitero, “fin”.
Cambiemos y Juntos por el Cambio tunearon un poco su nombre pero no podían narrar: estaban demasiado obsesionados en disimular la superioridad. Macri no viajó apretado en un colectivo lleno en su vida; ese sans bondi está inscripto en todas sus sonrisas. Liberados de tener que contar una historia propia, las figuras importantes de Juntos por el Cambio se encolumnan bajo la narrativa del León, que se permite tercerizar la violencia en sus socios.
Patricia Bullrich, en Seguridad, y Luis Petri, en Defensa, serán la cara de la represión y la violencia (desde la óptica kirchnerista) y del orden recuperado después de la noche populista (según el deseo de sus votantes). En ese elogio del orden va a recalar la revolución moral de Milei: si no hay pan, que al menos gocen de los valores colectivos de la clase media.
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