Imposible de callar. Cuatro masculinidades a la conquista de la Ciudad
Jorge Macri, Martín Lousteau, Leandro Santoro y Ramiro Marra: retrato de los principales precandidatos a Jefe de Gobierno
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Es interesante que, a pesar de la crecida de discursos sobre la inclusión y el feminismo en la política, los principales contendientes por la Ciudad sean cuatro señores en sentido clásico: cuatro machos heterosexuales. Sólo la izquierda troskista, típicamente marginal, presentó una candidata a Jefa de Gobierno, Valentina Biasi, sin por eso alterar la que ya es una tradición porteña: la alcaldía más hot es una pelea feroz entre hombres que saben que conquistarla es un ticket a volverse presidenciables (como De la Rúa, Mauricio Macri, y el mayor actualmente en carrera, Horacio Rodríguez Larreta). En estas PASO se enfrentan cuatro masculinidades diferentes: cada uno busca ser la encarnación viril de la fuerza que representa, y su construcción de hombre modela su seducción al electorado. En rigor, lo que está en pugna no es meramente el género de los candidatos, sino la forma en la que el deseo masculino se juega en la disputa. Si Horacio Rodríguez Larreta buscó ser la gestión pura (casi una inteligencia artificial volcada a complacer las necesidades humanas y mediar entre sus conflictos como un árbitro impersonal), es también porque, por la contraparte, los goces del encanto personal y sex appeal masculino quedaron relegados a un plano exterior. Ahora el deseo vuelve a estar en juego, como pistas en clave fálica, subliminal, de la definición política en la ciudad del Obelisco.
Ramiro Marra, el adultkid libertario. Marra es el candidato más joven (tiene cuarenta), y sin duda el más nervioso de los cuatro. Delfín de Javier Milei, el referente de La Libertad Avanza tampoco comparte muchos intereses con el urbanita común. Así como a Milei no le gusta comer asado ni beber (comentó que preferiría tomar pastillas para alimentarse), Marra declaró que no le gusta el cine ni la música. La derecha libertaria es así: les gustan las definiciones tajantes, como las rebanadas violentas que sueñan propinarle al Estado de hacerse con su control. Marra es un popular youtuber financiero que trabaja en la empresa de trading de su padre, Bull Market Brokers; se desplaza por las oficinas en una patineta de última generación. Cuando habla, Marra parece más interesado en responder rápido, que bien; según contó, siempre fue un mal alumno, y quizás eso explique por qué en las entrevistas siempre se lo ve estresado, gruñendo las respuestas de un examen que preparó y repitió muchas veces, pero que todavía no termina de fluir en su mente. A Marra no le conocemos sonrisas cándidas ni secuencias de amabilidad; después de todo, los líderes libertarios la van de machos recios, anti sentimentales, nada de andar besando bebés por ahí. Sin embargo, a diferencia de Milei, para configurar ese perfil “duro” Marra no ha recurrido a maltratar a mujeres en eventos y en tevé, como sí el presidenciable libertario, lo cual es sin duda un punto a favor de Marra y un avance moral para el partido. Una se pregunta de qué hablará Marra en una cita, aunque probablemente sería una escena tan árida como su departamento de soltero. Situado en Puerto Madero, Marra sólo lo utiliza de manera ocasional cuando tiene “invitadas”. Como contó en una entrevista, hasta hace muy poco vivía con sus padres, que lo invitaron a irse; pero si fuera por él, seguiría viviendo con ellos. Un Peter Pan porteño que sueña con una Tierra de Nunca Jamás dolarizada, bullmarket total. ¿Puede un adultkid cuyo deseo personal es vivir con sus padres tomar decisiones sobre la vida de las familias porteñas? En una entrevista radial, Marra comentó que él “fomenta la pornografía”, y que a los chicos les dice “miren pornografía”, porque él aprendió así sobre el sexo, y sigue “aprendiendo todos los días”. Luego se arrepintió de sus palabras, y emitió un comunicado en el que intentó mejorar sus críticas a la ESI (educación sexual integral), que considera un medio de adoctrinamiento estatal. Como otros libertarios, la escasez de conocimiento de primera mano sobre asuntos que no sean estrictamente económicos es su falencia más evidente. Marra intenta mejorar su performance apareciendo bañado en TV, en traje y con su pelo a la gomina; el look de un joven Gordon Gekko, epítome del trader exitoso en la clásica Wall Street. Como a Milei, tampoco se le conoce un presente amoroso; las mujeres son “invitadas” ocasionales a su vida, asociadas con la intimidad ocasional y no la vida en común. Sin embargo, hay progreso: Marra comentó que ya no lleva la ropa a lavar a lo de su mamá.
Leandro Santoro, el peronista blanco. De extracción radical, Santoro es a todas luces el mejor baluarte del kirchnerismo en la ciudad de los últimos tiempos. En lugar de buscar peronistas pálidos (el charm ojiclaro de Mariano Recalde, la templanza en la derrota de Daniel Filmus), los sumos sacerdotes del kirchnerismo hicieron lo contrario: ungieron como candidato a un “boina blanca” que se peronizó. “Leo” Santoro exuda un universo de afectividad auténtico: es fanático de San Lorenzo, amiguero y bonachón, se maneja como un hombre que tiene pasiones genuinas y es consecuente con ellas. Radical de Caballito, Santoro se graduó en Ciencias Políticas pero ya desde los trece años militaba en el mítico Formosa 114, un comité radical con la mística de haber sido fundado antes del regreso de la democracia. Santoro nunca dejó de ser fiel al emblema de Raúl Alfonsín, que no siempre fue la figura popular que es ahora, pero aun entonces no flaqueó en su admiración. Sería como dejar de ser cuervo, algo que ni se le pasa por la cabeza; en el otro extremo, Milei contó que dejó de ser de Boca y pasó a hinchar por River en plena final de Madrid cuando entró Gago, porque lo consideró un “gesto populista”.
Nunca pasó una gota de liberalismo por su sangre; jamás fue visitado ni en sueños por los espíritus reformistas que cantan el achique del Estado. Su paquete de ideas socialdemócratas está intacto, con lo cual su pase al kirchnerismo no es extraño. El principal capital de su confianza es que Leo nunca ha gestionado nada, lo cual le permite seguir siendo una esperanza, porque no arruinó nada. Es difícil imaginar cómo el ajuste de Sergio Massa, del partido al que pertenece Santoro, puede convivir con el ideario alfonsinista, pero el cuerpo de “Leo” parece capaz de albergar estas contradicciones, donde también conviven la cercanía a Alberto Fernández, bastión de la mediocridad presidencial, y la admiración indeclinable y lealtad a la vicepresidenta Cristina Kirchner.
Jorge Macri, Il Cugino. El PRO ha sido siempre sinónimo de la mirada lapislázuli de Mauricio Macri, como si el partido buscara espejar el hechizo de su fundador, la esperanza nívea de la centroderecha. A diferencia del peronismo, que buscaba “enblanquecerse” para seducir a los porteños vía candidatos más o menos íntegros (Filmus) o atléticos (Mariano Recalde, Matías Lammens), el problema del PRO solía ser el contrario: cómo hacer que sus hombres, típicamente de perfil más “duro”, de negocios y de números, adquiriesen un halo humano; cómo hacer que el cemento –y su prima, la gestión–, pudiera tener sentimientos. En este sentido, hay algo de quimérico en Jorge Macri. Jorge es el “primo pobre” que produce la ilusión de un equilibrio entre lo alto y lo bajo: la fantasía de un Macri camionero, un Macri barrial. Un Macri morochón, con las venas llenas de su sangre principesca pero con el lustre trigueño que enlaza los genes del sur de Italia al norte de África. “El Primo” es prácticamente una epifanía peronista, la unión carnal de trabajo y capital: alguien que pertenece al mundo de los negocios por la sangre, pero que no desentonaría tirando pasos en una bailanta. Recordemos que Mauricio conquistó la Capital cuando todavía tenía bigote, y para el momento de su proyección presidencial se lo rasuró, dejando de lado el último símbolo que lo unía al estilo marcial del siglo XX y abrazándose a la ideología aérea, ligera de los globos para convertirse en un Obama blanco que bailaba Gilda. Con la misma arbitrariedad, que el paso del tiempo convierte en gestos de soberanía y mando, fue Macri el que impuso al primo como su sucesor natural, su rescate de las fauces robóticas de Horacio, que dejó de ser su solícito gerente para encarar en modo turbo su propia aspiración presidencial. No hay apropiación cultural en Jorge Macri: tiene algo del aplomo lumpen de quien aprendió a comportarse, pero Jorge no es un príncipe. En su cuerpo habita lo más cercano a una fantasía de chongo fabril que ha dado la estirpe Macri.
Criollo, de nariz ancha y pausa italiana, Jorge Macri exuda un charm de sugar daddy, de galán senior, de handyman con billetera. Encaró su campaña de manera sobria; no buscó agredir ni polemizar con nadie, y se paseó por programas buscando proyectar la imagen de un hombre confiable, tranquilo, buscando la complicidad de la sonrisa, pero manteniendo el esquema sobrio del pater familias, como una especie de George Clooney de Vicente López en el rol de un gángster filmado por Scorsese que hace el salto a la política. Es capaz de cocinar salsas y risottos, y no falta el buen whisky japonés en su bar. Algo en él permite elucubrar que tiene ideas propias sobre las cosas, aunque todavía no las conocemos, quizás porque es Macri y lo subestimamos por su cercanía al primo rico y poderoso, o quizás porque los líderes morochos (ni las ideas) son algo muy común en la conducción del PRO. Vale la pena sumar a esta enumeración a Roberto García Moritán, el “Pampito” que se bajó recientemente de su candidatura para sumar su apoyo al primo Macri.
Martín Lousteau, el womanizer sensible. Conocemos a Lousteau por hits como la resolución 125 (que impuso retenciones al campo dejando, al país al borde la guerra civil), o por cómo pasó de ser ministro de Economía de Cristina a ser embajador en Estados Unidos de Macri, puesto que abandonó a los pocos meses cuando volvió al país para decir que votaría por Margarita Stolbizer. El último traje de Lousteau es el de dirigente de la UCR, bajo el manto del Sr. Yacobiti, dueño y señor de los entramados de la UBA, y el sempiterno “Coti” Nosiglia, éminence grise del inframundo del empresariado amante del Estado grande. Es innegable que Martín es un hombre de apetitos amplios, en la política como en el amor. Se volvió conocido por sus andanzas de galán omnívoro, que se dejaba ver por las calles porteñas con señoritas del star system: Martín debe ser, junto con Redrado, uno de los economistas que más fotos de paparazzi hot tenga en distintas partes de Palermo, lo que habla de su compromiso vecinal con el amor heterosexual.
Pero fuera de las playas privadas del amor, en el sector privado Martín no acumula logros. A diferencia de otros economistas de corazón socialdemócrata como Alfonso Prat Gay (que llegó a ser presidente de JP Morgan y generó millones en revenue para el banco), Martín nunca generó ganancias, empleo ni valor para ninguna empresa. Su carrera es más bien la de un becario que transita por partidos políticos, alguien que construye un CV transitando el Juego de la Oca del Estado, moviéndose de puesto en puesto, de partido en partido, como forma de hacer carrera. En la ciudad pregona la “sensibilidad e innovación”, si bien el desinterés que le produce la innovación (o cualquier cosa que no sea su deseo inmediato) se plasma en propuestas francamente mediocres desde lo tecnológico. Por ejemplo, “perfeccionar el Bot de la Ciudad”, hacer una aplicación para el transporte (que ya existe), otra app de identidad digital (también existe). Acaso Lousteau busca emular a Pierre Menard, el famoso cuento de Borges, y su idea de la innovación es quizás lo más innovadora: pretende hacer pasar por nuevas copias de cosas que ya existen.
La gran apuesta de la campaña de Lousteau fue como acercarse a las zonas erógenas de la sensibilidad progre, con consecuencias dispares. Acostumbrado a mirar el mundo desde arriba, Lousteau quiere convencer a los porteños de que él encarna una suerte de higher ground, una pirámide ruluda con vista privilegiada al Mal a erradicar. Pero la meseta que habita probó ser, en realidad, un monte Taigeto. En la antigua Esparta, el Taygetus era el lugar donde se arrojaban a los pequeños que nacían incapacitados para la batalla, los inaceptables por la sociedad guerrera del momento. Cuenta Plutarco que los espartanos entendían que las personas que no reunían ciertas cualidades no estaban preparadas para la vida en la polis, y lo mejor para ellos y para la organización política era que se los descartara. Lousteau eligió lanzar su campaña sin polemizar contra su principal oponente, Jorge Macri, si no atacando un joven candidato a legislador, exigiendo su renuncia.
Franco Rinaldi es un joven politólogo que sufre osteogénesis. Su mamá cuenta que no podía ponerle los pañales porque sus huesos se quebraban; Franco está en silla de ruedas prácticamente desde que nació, en Salta. A los 18 Franco se mudó solo a Buenos Aires, escribió dos libros y durante la pandemia hacía un show cómico en Youtube, muy divertido e incorrecto; es una figura de culto para escritores y tuiteros entre los que me incluyo.
Lousteau exigió que Franco declinara su candidatura: con un galimatías argumentaba que Franco violentaba las nuevas buenas costumbres de la inclusión, cuando en rigor los discursos de la inclusión se han diseñado precisamente para proteger a personas como Rinaldi de hombres como Lousteau. Fue un espectáculo pasmoso ver al hombre privilegiado, por cuna, formación y clase, organizar su nuevo branding de héroe de la ética al tiempo que se cargaba al joven en silla de ruedas. Franco había dicho cosas que no correspondían, que podían malinterpretarse e hizo públicas sus disculpas. Pero luego la rubia, exitosa y heternormativa señora de Lousteau declaró que “la disculpas no era suficientes”. ¿Qué debía hacer Franco? Sólo podía aspirar a la compasión de que lo devorasen las profundidades del Taygetus, que se lo descartara entre los indeseables.
Mientras, Martín sigue intentando embocarle al jackpot de la sensibilidad progre: va al Teatro Colón a ver a Martha Argerich con una capucha de wachiturro, se filma desaliñado en su cocina, rodeado de suaves tonos verdes. La última elección, que perdió por pocos puntos con Horacio, calificó peyorativamente al Gobierno reelecto (y a Horacio) de “autista”. De todos modos, hay que comprender a Martín: esta será la tercera vez que va por la ciudad, y todavía no se le había ocurrido que la “sensibilidad” podía ser un slogan de campaña.
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