Historias de contrabando, huidas y encuentros en un hotel que permite entrar por un país y salir por otro
Durante la Segunda Guerra Mundial, el hospedaje y restaurante entre Suiza y Francia, se convirtió en salvoconducto para liberar a judíos del nazismo
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Como cada noche, Alexandre Peyron d’Arbezie, quien se regocija de la casualidad por portar un apellido parecido al de Juan Domingo, el expresidente argentino, deambula entre la cocina y el salón. Sirve los platos abundantes típicos de la experiencia culinaria de montaña: sencilla y generosa, donde Francia y Suiza se unen para componer una carta de gustos honestos, como los que se preparan en las casas. Menús en los que el Tomme Vaudoise frito (una especialidad de queso blando de Vaud y de la región de Ginebra) y la salchicha Morteau (una preparación ahumada de cerdo, típicamente francesa) se combinan de maravilla.
Allá va una ración del pollo Gaston Gérard gratinado con queso Comté y otra de muslo de pollo de Bresse con colmenillas (hongos muy apreciados por la cocina francesa) y caldo Savagnin. La cocina no para. Siguen saliendo las fondues de morillas, embutidos del Jura y de Vaud. Vida típica de una brasserie en medio de los Alpes.
Mientras Alexandre reparte los platos y las cervezas, envía mensajes a la cocina y estrecha su mano a los recién llegados, sin desviar el ojo de la otra puerta: aquella por la que entran los posibles clientes del hotel dos estrellas que se apretuja en la misma casa. Paredes sembradas de fotografías, banderas de todos los colores, vituallas de deportes de invierno y colores: rojo borgoña y blanco por todo el sitio, desde los manteles a los dinteles de las puertas, más el toque amarillo intenso en un logo.
Son muchos los paseantes que estacionan en alguno de los dos frentes del edificio para hacer real la historia de leyenda. Es por eso que Alexandre no deja de mirar… solo para darle más color a los recuerdos que se pueden llevar. Uno de los visitantes entra solo, circula por la habitación partida por columnas de madera con decoración 100% montañesa, y encuentra el ambiente cálido que se imaginaba según los relatos de su abuelo. Se sienta justo frente a una copia del cuadro de Paul Cézanne Los jugadores de cartas, para recordar una anécdota real. No lo puede evitar: se pone a llorar.
Alexandre detecta al recién llegado, que está solo y llora. “No era algo nuevo –relata–. Me había pasado ya muchas veces. Me entrené bien en cómo responder”. Con una sonrisa aborda al visitante con una botella de espumante. Cuando se repone, dice: “Quería venir y agradecerles en persona, porque si no fuera por ustedes, yo no existiría”. Era uno más de los incontables (literalmente no saben cuántos) descendientes de judíos que, en ocasión de la ocupación nazi en Francia, lograron escapar entrando por una puerta de L’Arbézie y saliendo por la otra. Es que se puede llegar por Suiza y entrar por la 61, Ruta de Francia 1265, La Cure. Pero también desde Francia, ingresando por 601 Rue de la Frontière 39220, Les Rousses. A L’Arbézie la frontera le pasa por dentro.
Dibuje Napoleón, dibuje
En el sitio donde hoy se alojan las mesas, antes solo había una ruta, pero de las más antiguas. Data del 500 a. C. y era una traza importante a nivel europeo: del eje París-Milán. El emperador Napoleón Bonaparte la atravesó en 1800, en ocasión del cruce de los Alpes durante la segunda campaña italiana, para luchar contra los austríacos y vencer en la batalla de Marengo, lo que representó la retirada de estas fuerzas del territorio italiano. Su sobrino Napoleón III, en su afán de dejar tanto impacto como su tío, diagramó nuevos límites entre las fuerzas presentes en la época, con el fin de preservar puntos militares estratégicos.
El pequeño Vallee des Dappes se encuentra hoy en el cantón suizo de Vaud. Por aquella época no significaba una posesión territorial de valor, pero sí un sendero sencillo entre Francia y Saboya. Pasó por muchas manos y los locales se han sentido parte de su propio mundo hasta hoy. Anexado por la Francia napoleónica en 1802, fue devuelto a Suiza por el Congreso de Viena, aunque los franceses continuaron pidiendo la retractación del acuerdo. Después de que los suizos rechazaran firmemente varios intentos de readquirir el área, Francia decidió en 1862 ofrecer a cambio una sección cercana de su propio territorio, comparable en tamaño. Todas las partes estuvieron de acuerdo y en Berna se firmó el tratado de Dappes.
El cambio más notorio debió enfrentarlo La Cure, un pequeño pueblo completamente francés que, gracias a los nuevos límites, se vio cortado en dos. Entre las condiciones que se establecieron en el pacto, para proteger a la población local, se determinó que las estructuras que ya existían en el momento de su implementación debían dejarse intactas, incluso si la frontera pasaba directamente a través de ellas. Por lo tanto, al menos tres casas fueron divididas en dos por el nuevo límite y permanecen así aún hoy.
El parlamento suizo se tomó su tiempo para ratificar ese acuerdo. Un lapso lo suficientemente prolongado como para que un sagaz comerciante fronterizo de entonces, cuyos terrenos se vieron afectados por esta nueva división, Monsieur Ponthus, bisabuelo del abuelo de Alexandre, decidiera construir una casa en la ruta, a pesar de las advertencias de las autoridades suizas.
“Encontró el hueco por el que beneficiarse con su negocio de contrabando –relata su pariente–. Montó en el sitio un bar franco y un almacén suizo, ambos pegaditos, integrados a la misma propiedad”. Era una estructura de tres pisos justo sobre la demarcación de la nueva línea fronteriza, con aproximadamente un tercio del nuevo edificio en lo que se convertiría en territorio suizo y el resto en Francia. La tienda de comestibles en la parte suiza era concurrida por los locales y el pub, en la parte francesa, era epicentro perfecto para el comercio clandestino.
“Por suerte –continúa Alexandre–, al momento de la ratificación se respetaron los acuerdos de la deliberación y los nuevos límites no vulneraron los derechos adquiridos en el momento de la firma final. Así, el sitio que ves hoy, se transformó en una frontera en sí mismo, dentro de él conviven dos países”.
El contrabandista Ponthus murió en 1895, pero el sitio no perdió su esencia. Sus hijos se hicieron cargo de la casa y utilizaron las plantas superiores para hacer un hotel. Fue su hijo Jules-Joseph Arbez quien, en 1921, cuando el negocio ya era conocido por los viajeros y comerciantes de la región, lo bautizó Hôtel Franco-Suisse.
Era una época de transformaciones, justo en el momento de entreguerras, cuando los deportes de invierno comenzaban a adquirir auge. La vecina St. Moritz creaba el primer hotel que hoy cobija a las celebrities y la realeza de la mano de Johannes Badrutt y su esposa María, el Kulm Hotel. El albergue de la doble nacionalidad ganaba prestigio gracias a su localización estratégica y la facilidad para moverse entre fronteras cuando la eurozona no era una realidad.
La puerta de la libertad
La Segunda Guerra Mundial marcaría un quiebre desolador en la calma habitual de las montañas dignas de una vida a lo Heidi. La línea de demarcación entre la zona ocupada por los alemanes y la zona libre pasaba justo enfrente del hotel. Cuando en mayo de 1940 Francia fue ocupada, Suiza permaneció neutral, una posición que conservó durante todo el conflicto.
Con estas condiciones y la frontera en medio del establecimiento, las tropas alemanas podían hospedarse en la parte francesa, pero no podían cruzar el límite interno en la propia casa, hacia el lado suizo. “Mientras los soldados alemanes cenaban en el restaurante francés, alojábamos miembros de la resistencia gala en las habitaciones de arriba”, completa.
A partir de 1940, Max Arbez, hijo de Jules-Joseph, aprovechó la excepcional ubicación y distribución del hotel para hacer pasar a judíos, fugitivos y soldados que debían cumplir misiones o que habían caído en los campos cercanos.
“Mi padre me ha contado cientos de anécdotas de personas que huían de la persecución nazi y que, como en una puerta giratoria, pasaban de uno al otro sitio, de la posible muerte a la libertad –rememora Alexander–. Una de sus anécdotas favoritas era la de un piloto inglés cuya avioneta cayó en el valle, a pocos metros del hotel. Todos los locales creían que el soldado había muerto porque la explosión fue gigantesca. Sin embargo, pocos minutos después, apareció con vida cruzando la calle. Mi padre lo acompañó al lado suizo y neutral para que no pudiera ser atrapado por las brigadas alemanas”.
El hotel se convirtió en un foco de resistencia. Max Arbez y su esposa Angèle facilitaron el paso de varios centenares de hombres y mujeres haciendo uso de un detalle increíble: “la mitad de la escalera se considera Francia –relata el heredero–, y la mitad superior Suiza. Gracias a esto, los militares que portaran el símbolo nazi no tenían permitido subir a la planta alta, y cuando alguno de ellos lo intentaba por la fuerza, Max apelaba al acuerdo internacional y arriesgaba su vida para salvar a los refugiados”. De hecho, la abuela de Alexander, acérrima francesa, jamás subió la escalera porque no quería pisar suelo suizo.
Una vez liberada Francia, el general De Gaulle en persona se acercó a L’Arbézie para agradecer la gestión del matrimonio propietario. En 2012, un judío holandés presentó una petición al memorial de Yad Vashem en Jerusalén para que reconocieran a Max Arbez, con la distinción de “Justo entre las Naciones”, que reconoce a las personas que, sin profesar necesariamente la fe judía, son considerados merecedores de una recompensa divina. En febrero de 2013, Angèle, de 103 años, recibió la Medalla de Honor en nombre de su esposo.
Con el humor sobre la mesa
Al final de la guerra, el establecimiento dejó de tener casi como visitantes exclusivos al personal de la milicia y enfermeras o médicos abocados al conflicto, y volvió a abrir al público. “Mis padres reanudaron su actividad normal –explica Alexander–, mientras Suiza una vez más intentaba, en vano, que se volviera a revisar el trazado fronterizo”. Una nueva decisión quedó firme: el hotel sería considerado suizo para los franceses y francés para los suizos.
La vida insólita en que la familia completa se formó atendiendo este sitio les ha aportado un sentido único del humor. Max Arbez, en un ataque de locura simpática, decidió auproclamarse príncipe de Arbézie, en 1958. Desde entonces, con gracia, Max I dotó a su micro-nación de una bandera triangular, como la forma del país, y un escudo de armas con un abeto rojo sobre fondo amarillo, los colores que se siembran hoy por todo el sitio como identidad.
Su ADN siguió estando sembrado por la mirada ecuménica que permitió que hacia el fin de la guerra de Argelia, durante 1962, tuvieran lugar en sus instalaciones los Acuerdos de Evian. Esta micro-nación fue el centro de las reuniones previas para desarrollar las negociaciones y posteriormente para los preparativos a la firma del acuerdo. Llegaron a L’Arbézie los representantes de la parte francesa procedentes del Jura y los comisionados del Frente de Liberación Nacional de Argelia hicieron lo propio desde Vaud, Suiza.
Hoy su personalidad rebosa la bohemia francesa aderezada con la relajación suiza para el disfrute y la buena mesa. Las noches se prolongan en una charla eterna, aunque la cocina cierre a las 21.30. Sigue siendo a la vez un hotel y un restaurante, gestionado por Alexandre y sus tres hermanas: Bérénice Salino (jefa de cocina), Véronique Roche (responsable de sala), Lucie Vuillet (recepción del hotel). “El Circo de l’Arbezie nunca para”, concluye Alexander.
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