Grandes robos: armaron estrategias, abrieron bóvedas impenetrables, pero terminaron con descuidos y botines invendibles
Historias de atracos de diamantes y obras de arte en una serie que pone en duda si son realmente “buen negocio”, más allá de su innegable atractivo
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En 2003, un grupo de hombres –conocido luego como “la Escuela de Turín”– accedió al Banco de Diamantes de Amberes, Bélgica, para llevarse de 100 cajas de seguridad un botín en piedras preciosas estimado en 100 millones de euros.
El afanoso plan fue ideado durante 27 meses por el siciliano Leonardo Notarbartolo, quien se hizo pasar por comerciante joyero, logró ingresar varias veces al edificio –considerado uno de los más seguros del mundo– con una cámara escondida adentro de un bolígrafo, calculó el diseño de la bóveda y formó una pandilla capaz de superar uno tras otro diez niveles de alta seguridad, incluyendo sensores de calor y movimiento y una cerradura con más de 100 millones de posibles combinaciones.
El plan salió perfecto y los ladrones se llevaron el botín, burlándose en la cara de los agentes de la Diamond Squad, la única policía especializada en diamantes que existe. Pero todo se vino abajo cuando uno de los dos sujetos que fueron a deshacerse de la evidencia quemándola en un bosque se puso ansioso y tiró todo indiscriminadamente.
Un granjero encontró esos restos sospechosos y avisó a la policía, y aunque el clan ya estaba de regreso en Italia, el hallazgo fue suficiente para arrestarlos. Entre idas y vueltas, en 2017 Notarbartolo recuperó la libertad. Hoy tiene 70 años y practica el perfil bajo en un pueblo pequeño de la región del Piamonte. Como sucede en la gran mayoría de los casos, los diamantes nunca fueron recuperados.
El caso de Amberes abre la serie documental Grandes robos de la historia, conducida por Pierce Brosnan, que el canal History estrenará hoy. Todos golpes precisos con sus buenas dosis de intriga, suspenso y habilidad que abren el interrogante: ¿por qué atraen tanto los pormenores de los grandes atracos a bancos, museos y joyerías? ¿Qué es lo que vuelve a muchos de ellos “travesuras” delictivas con buena prensa y un ligero sentimiento de complicidad? De develar parte de ese interés trata esta producción que detalla ocho de los robos más elaborados y espectaculares que se recuerden, narrados por el actor irlandés y recreados con tecnología de realidad virtual para ubicar al espectador en el momento y lugar exactos de los acontecimientos.
Desde el “mayor robo de arte del mundo”, al Museo Gardner de Boston en 1990, pasando por el que perpetró un surfista de 27 años al Museo Americano de Historia Natural y el del Banco United de California que involucró al presidente Richard Nixon, la serie expone el modus operandi de personajes que suelen: tener paciencia y tiempo –meses, años– para estudiar el terreno y ganarse la confianza de empleados, guardias y algún que otro soplón anónimo; planificar de manera nada impulsiva ni oportunista –estudios neurológicos hechos en prisión a varios ladrones profesionales por la Universidad de Plymouth, Reino Unido, detectaron que tienen una caja de herramientas cognitivas compleja, con habilidades automáticas, muy similar a las de los jugadores de ajedrez–; no provocar heridos y no desvalijan a individuos particulares, sino a grandes instituciones, con lo que su oficio –atacar a los más ricos y poderosos– podría considerarse hasta “socialmente aceptable”.
El ideario romántico del caballero que roba con honor y justicia, como ese ladrón italiano de la Edad Media en La Toscana –Ghino Di Tacco– que inspiró el personaje de Robin Hood; forajidos de leyenda aficionados a la poesía que tuvieron funerales de cine, como Bonnie y Clyde –aunque ellos sí asesinaron, a nueve policías–; fugitivos que se van a vivir a una playa en Brasil para llevar vidas de playboys y volverse una atracción turística en sí mismos –como Ronnie Biggs, líder del atraco al tren de Glasgow de 1963–, tiene una larga hoja de ruta que fue llevada incontable cantidad de veces a la literatura, la música y la pantalla grande.
Solamente con la historia de los adorables pensionados de entre 60 y 75 años que en 2015 robaron una bóveda con cajas de seguridad en la calle Hatton Garden en Londres, llevándose unos 15 millones de libras esterlinas, se generaron tres películas, una serie de televisión, un podcast, varios libros y un programa de radio.
Casos planetarios como el de los Pink Panthers –banda de serbios, croatas y bosnios que actuaban con prótesis faciales y vestidos de mujer y que robaron bóvedas en Holanda, Inglaterra, Japón, Estados Unidos, Dinamarca, Mónaco, Suiza, Emiratos Árabes, Australia y sigue la lista–, o golpes domésticos como el que sufrió Kim Kardashian en 2016 –mientras ella dormía, ladrones “a tiempo parcial” se llevaron del departamento que había alquilado en París 7,5 millones de libras esterlinas en joyas–, hay golpes de todos los tamaños y gustos (o disgustos). Pero de todos ellos, los de las obras de arte son los que más seducen la imaginación popular. A veces, hasta parece fácil robarlas. ¿Lo es?
Museos y galerías de arte hacen equilibrio entre darle al público espacios acogedores y mantenerse al día con las nuevas chucherías en materia de seguridad. Los delincuentes, así y todo, consiguen burlarlas y filtrarse por las grietas del sistema. En marzo de 2020, con el mundo confinado en casa por la pandemia, un caco en motocicleta paró frente al Museo Singer Laren de Países Bajos, rompió una puerta de vidrio de un mazazo, atravesó la galería, descolgó de la pared un Van Gogh valuado en 6 millones de dólares, se lo cargó al hombro y desapareció en la oscuridad. Para espanto de veteranos ladrones redimidos que en aquel momento fueron consultados por los medios, el sujeto, un chico joven, ni siquiera se preocupó por mantener la etiqueta –estricto atuendo negro–: No, este iba en vaqueros y zapatillas Nike.
Si volver a casa con tamaño botín parece tan fácil, la siguiente pregunta sería, ¿qué se hace con un Van Gogh en la mano? Dicho de otro modo, ¿es negocio robar una obra semejante? Robert Wittman es fundador y exagente de la primera Unidad de Investigación de Delitos Relacionados con el Arte y la Propiedad Cultural del FBI.
A lo largo de su carrera recuperó más de 300 millones de dólares en bienes culturales, arte y antigüedades en más de 20 países. Este auténtico Indiana Jones, como le divierte que lo llamen, explica a LA NACION desde la autoridad que le da su estimulante oficio: “Los delincuentes que hacen estos trabajos son buenos ladrones, pero son pésimos hombres de negocios. Averiguan el valor creciente de las pinturas y los nuevos récords que se establecen cada año por Cezannes y Picassos y piensan que pueden obtener esa suma robando y saliendo a vender lo robado. No entienden, o no saben, que el verdadero valor del arte depende de tres cosas: autenticidad, procedencia y título legal. Si te falta alguna de esas tres cosas, no tenés nada”.
–¿Y el tan “atrapante” arte de robar?
–El verdadero arte no es robar, sino poder vender.
Que lo diga Vincenzo Peruggia, el hombre que en 1911, a plena luz del día, se llevó del Salón Carré del Museo del Louvre a La Gioconda de Da Vinci. Peruggia era empleado del Louvre. Un domingo, como quien dice voy a robar un cuadro, decidió esconderse adentro de un armario y esperó allí hasta la mañana siguiente, día en que el museo estaría cerrado. Entonces, salió, levantó el cuadro, lo sacó del estuche de vidrio que lo protegía, lo cubrió con una manta y se lo llevó corriendo.
Las sospechas recayeron sobre varios personajes relacionados con el arte, incluso sobre Pablo Picasso, que llegó a ser interrogado por las autoridades francesas. Tal escándalo público frustró las intenciones de venta de Peruggia, que debió guardarlo en el falso fondo de un baúl en su pensión. Un día, 28 meses después, fue citado por un supuesto comerciante de arte interesado en la pieza. A la media hora de verificar su autenticidad, llegó la policía y marche preso. Punto para Peruggia: su atraco le dio a la ¿sosa? Mona Lisa una popularidad que hasta entonces no tenía más allá de las fronteras del mundo del arte.
Que lo diga también el septuagenario Yunice Abbas, el autor más resonado del robo a la Kardashian. El hombre fue detenido y en prisión escribió un libro: Yo secuestré a Kim Kardashian. No se sabe si hizo negocio con los diamantes –sólo apareció uno, que se le cayó mientras huía de la escena del crimen en bicicleta–, pero tampoco le dejaron lucrar con la nostalgia: una jueza francesa ordenó embargar cualquier regalía y le prohibió beneficiarse con la publicación.
Pierce Brosnan –admirador de Matisse y Monet, él mismo pinta desde que abandonó el colegio a los 16 años con nada más bajo el brazo que su carpeta de dibujos; hace días concluyó en Los Ángeles su primera exposición en solitario– los define: “Son hombres desesperados y necesitan el dinero. Suelen tener una gran seguridad y carisma; pero algunos son realmente muy tontos”.
Como sea, con su halo de misterio y atracción, los más grandes robos de la historia han dejado huellas y boquetes a lo largo de las décadas y a lo ancho del planeta (vale recordar el del Banco Río). Para muestra, también, las paredes del Museo Isabella Stewart Gardner, de Boston, que cierra la serie. En la madrugada del Día de San Patricio de 1990 dos hombres vestidos de policías redujeron al guardia de seguridad y se llevaron 13 obras de arte –incluidos tres Rembrandt, un Vermeer y cinco Degas–.
Las piezas continúan desaparecidas y la recompensa de 10 millones de dólares para quien aporte datos certeros sigue activa. Como el testamento de la coleccionista y filántropa Gardner estableció que nada en el museo podría moverse o ser reemplazado, ahí siguen, colgados ante la mirada del público, los marcos desnudos de 500 millones de dólares.
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