Eran monjas. Sufrieron abusos durante su formación, se casaron entre ellas y su historia hoy es una película
“Caminemos Valentina”, de Alberto Lecchi, se estrenó el jueves y cuenta una etapa en las vidas de Valentina Rojas y Sandra Migliore
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El film no empieza con el clásico cartel “basado en hechos reales”. El mensaje es más directo. Primero aparece en pantalla Sandra Migliore, camina hacia la cámara y le dice al espectador: “Esta es una historia absolutamente real. Cuando comencé a vivirla, sólo tenía 16 años”. Corte a negro. Se lee un fragmento de la Carta del Santo Padre Francisco al Pueblo de Dios: Si un miembro sufre, todo sufren con él (1 Co 12,26). Corte a negro. Se ve una secuencia breve y borrosa, al mismo tiempo que muy clara, de un acto de violencia sexual contra una adolescente, mientras una voz en off continúa con la carta difundida en 2018 por el Vaticano, que condena “con dolor y vergüenza las atrocidades cometidas por personas consagradas”.
Dirigida por Alberto Lecchi y estrenada en cines el jueves pasado, Caminemos Valentina cuenta la historia de Migliore y Valentina Rojas, dos exmonjas que sufrieron abusos durante sus años de aspirantado y postulantado. “Estamos muy expectantes y emocionadas porque este proyecto se hizo realidad después de tanto tiempo –cuenta Sandra a la nacion–. Y agradecidas, porque caímos en buenas manos. Alberto [Lecchi] trató el tema con mucho respeto, mucha fidelidad, sin golpes bajos ni morbosidad. Muestra la realidad que vivimos en una etapa de nuestras vidas”.
Hoy, Sandra y Valentina viven juntas en Justiniano Posse, Córdoba. Están casadas. Se conocieron en la congregación Hermanas Educacionistas Franciscanas de Cristo Rey, en 2009. Sandra ya había dejado los hábitos, pero trabajaba en el área administrativa del instituto San Francisco de Asís, en Lanús. A ese colegio fue trasladada Valentina, religiosa ya consagrada, como representante legal. Compartían la tarea diaria cuando empezaron llegar a la institución e-mails con denuncias sobre los abusos de la hermana Bibiana, una monja encargada de la formación de las jóvenes durante una década, los años 80. Sandra y Valentina habían sido también sus víctimas, pero casi nadie lo sabía. No lo habían hablado entre ellas ni con nadie más. En ese período en que empieza a conocerse la verdad se ubica temporalmente la mayor parte de la película.
Justiniano Posse es el pueblo de origen de Sandra, allí nació y se crio en el marco de una familia no religiosa. “Mis padres, cuando les dije que quería ser religiosa, me aceptaron. No lo entendieron pero igual me llevaron al convento. Eran católicos por costumbre, por tradición; no practicaban asiduamente. Cuando dejé los hábitos también me apoyaron. Y cuando les hablé de los abusos, ahí fue muy fuerte, porque mi mamá –que hoy tiene casi 90 años–, me dijo: ¿por qué nunca nos contaste?”.
Valentina nació en La Plata, pero la mayor parte de su vida transcurrió en Rosario. A los 15 años, ingresó al convento de San Lorenzo, provincia de Santa Fe. Ella sí se había criado en un marco religioso. “Vengo de una familia muy creyente, muy comprometida, y mi ideal era ingresar a la vida religiosa, hacer cosas buenas por el mundo. Ahí conocí desgraciadamente a la hermana Bibiana. Con la idea de que era una madre para nosotras, ella iba propiciando un contacto cada vez más cercano, más íntimo, que desembocaba en manoseos y en un abuso sexual y de poder sobre nosotras, adolescentes, vulnerables, asustadas. No era como hoy, que los jóvenes reciben una formación mayor sobre lo que pueden permitir de los adultos. Hace casi 40 años no se hablaba, y mucho menos dentro de una congregación religiosa. Cuando me di cuenta… ‘Esta mujer me está tocando de una forma que no es maternal’. Encima, ella te hacía saber que tenía que quedar en secreto y te culpaba de todo lo que sucedía: ‘Vos me hacés hacer esto’. Y yo sentía todo con culpa y muchísima vergüenza”.
Sandra conoció a la hermana Bibiana en el noviciado, apenas ingresó, en 1983. “Cuando, muchos años después, hablé por primera vez de lo que me había sucedido con ella, un sacerdote me dijo: ‘Esto no fue culpa tuya ni es un pecado que confesar, esto lo tienen que saber los superiores’. Pero hablé con los superiores y me mandaron a callar: ‘Esto no puede trascender las paredes de este lugar’”. Sandra dejó los hábitos y se alejó de la Iglesia, pero volvió al colegio porque necesitaba trabajo. Quiso retomar su puesto de docente titular; no la dejaron. Le dijeron que era “una vergüenza volver y trabajar frente al alumnado sin el hábito”. Pero la supervisora le ofreció el trabajo administrativo –primero a escondidas de la institución– a cambio de que nunca dijera nada. “Ella era una persona mayor que había sido realmente como una madre para mí en los primeros años en Buenos Aires. Me callé por eso y porque necesitaba trabajar. Yo tenía 24 años y muchas inseguridades”, cuenta.
Lecchi supo de la historia a través de su amigo Eliseo Subiela. El director de Hombre mirando al sudeste y El lado oscuro del corazón le había llevado al director de Nueces para el amor (y un sinfín de películas y unitarios de TV, como Epitafios y Mujeres asesinas) el libro autobiográfico de Sandra, publicado en 2014 (Raza de víboras, título que alude a un fragmento del Evangelio). Subiela le dijo: esta historia es para vos. Poco después, el proyecto se puso en marcha. Lecchi viajó a Justiniano Posse y grabó una entrevista con ellas, de ocho horas. La película es, en esencia, un recorrido de aquella narración, aunque el director se permitió ciertas licencias temporales, ya que condensa la historia en un periodo breve y pone el foco en 2009-2010, cuando Valentina llegó a Lanús. A ella la interpretan Paula Sartor, de adulta, y Sara Margot, de adolescente; en el rol de Sandra están Gabriela Robledo Azócar y Jacinta Torres, respectivamente.
“Fue en esos meses cuando con Sandra empezamos a compartir, a caminar juntas, porque en el colegio era imposible encontrar un espacio donde hablar con tranquilidad –recuerda Valentina–. Y así nos enteramos de las cosas que habíamos vivido, muy similares. Una constante era ese sótano de la escuela donde se guardaban elementos de limpieza y algunas verduras, un lugar escondido muy apropiado para que la hermana Bibiana cometiera sus manoseos. En la película eso está muy cuidado, se muestra, pero puedo asegurar que la realidad supera a la ficción; no era necesario decir más como para que el público entienda lo que vivimos. Es difícil enfrentar la vergüenza, la culpa, todo lo que a una le pasa cuando suceden estas cosas. Así que para mí encontrar mi voz para denunciar… tuvo mucho que ver el compartir con Sandra, el hecho de sentirnos unidas, ayudarnos. Y ahí, bueno, nació el amor, la posibilidad de estar juntas, de construir una vida juntas”.
Cuando llegaron los e-mails a las casillas de todas las monjas y exmonjas de la congregación en Buenos Aires y Formosa, donde había trabajado también la hermana Bibiana –allí era la hermana Leopoldina–, la supervisora de Sandra le preguntó qué opinaba sobre el tema: “Le dije que no opinaba nada: que me constaba que era cierto porque yo también había sido su víctima”. El caso no tuvo mayores consecuencias, salvo para ellas, después de que enviaran las denuncias a la madre general de la congregación, con sede en Roma. A raíz de eso, Sandra fue desplazada de sus tareas y Valentina recibió la seductora propuesta de irse a Europa, pero en lugar de aceptar, renunció. La única respuesta positiva fue la promesa de separar a la hermana Bibiana de la congregación, pero no sucedió: “Bibiana se escapó, se fugó a Venezuela. Cambió su nombre, seguramente apañada por la congregación. Hoy se hace llamar Victoria y trabaja en un hogar de ancianos. Sigue siendo monja”.
Por su parte, la mamá de Valentina tomó las denuncias de su hija y las mandó al Vaticano, dirigidas al Papa Francisco. “Ella ha vivido con mucho dolor toda esta situación. Sintió la necesidad de mandar esas cartas, porque sigue siendo parte de la Iglesia. Pero no obtuvo nunca respuesta. Al mismo tiempo, queremos rescatar algo que Alberto [Lecchi] dice muchas veces: la película no quiere ser un ataque a la Iglesia ni a la fe de las personas. Es una situación concreta que ocurrió dentro de una institución y también una denuncia a quienes dentro de esa institución siguen encubriendo o mirando para un costado”.
Valentina nunca había contado su historia como en aquella entrevista con Lecchi en Córdoba, de la que también participó Luis Sartor, el productor. Por eso también está agradecida con el proyecto cinematográfico, por impulsarla a contar lo que pareció cuando era adolescente. Hoy de la película esperan que ayude a que otros casos salgan a la luz, que otras mujeres se animen a contar sus historias. “Bibiana fue directora o subdirectora en distintas escuelas –subrayan–. Lamentablemente, sabemos que hay muchos más casos”.
Ambas familias las apoyaron siempre. “Ahora nos dedicamos a ser felices –dice Valentina–, a recuperar el tiempo. Estamos en un pueblo tranquilo, somos pocos habitantes y nos conocemos, es muy lindo vivir en una ciudad así. Yo soy contadora pública nacional y desde que salí estoy trabajando con un agente de bolsa, así que me dedico a todo lo que es asesoramiento de inversiones en el mercado de capitales. Sandra me ayuda mucho, especialmente con toda la parte online. Además, los papás de ella están viejitos, así que nosotras también estamos abocadas en este momento a acompañarlos”.
Valentina dejó los hábitos a los 40 años, tras 20 como monja. Hoy tiene 52. Sandra está cerca de jubilarse. Fue monja 8 años y hoy, con 57, mantiene la fe, pero alejada de la institución. “Respetamos todo, pero yo no mantengo ningún vínculo con la Iglesia”. Valentina concluye: “Yo sólo puedo decir que estoy convencida de que somos buena gente. Nos preocupamos de hacer bien lo que tenemos que hacer, de ser agradecidas y de crear ambientes que construyan, de poder ayudar a todo el que está alrededor y nos necesita, dar una mano, comprometernos con lo que nos hace más humanos, más fraternos. Todo lo que sea que construya sociedades más justas, más equitativas”.
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