Ana María Bovo, una artesana en el arte de narrar, construye imágenes con sus relatos
Heredera acaso del arte más antiguo del mundo, Bovo reconoce que “la memoria es la madre de todas las musas”
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“Pero qué changa preciosa te conseguiste”, le soltó Walter Bovo a Ana María cuando escuchó que a su hija le iban a pagar por contar historias, por esa forma de narrar que él le había enseñado intuitivamente en su niñez y solo por placer, por diversión familiar. Walter, el hombre que vendía muebles en la época en la que los novios compraban el juego completo de dormitorio, el de comedor, fue su primer maestro. Varias fueron las tardes de sábados en las que Ana María se subía al camión y acompañaba a su padre y a los peones a entregar los muebles que con entusiasmo vendía: “cuando se acuesten por la noche van a estar durmiendo al pie de un bosque de cerezos”, decía.
El recuerdo del eco de las casas vacías transporta a Ana María –la actriz, dramaturga, directora, docente y narradora profesional, heredera acaso del arte más antiguo del mundo– a esas tardes donde la voz de su padre recomendaba dónde colocar cada mueble, cada detalle que la pareja recibía con felicidad. Luego, a modo de agradecimiento, le entregaban a los Bovo la invitación formal al casamiento. Fiesta a la que padre e hija asistían con la promesa de narrar todos los detalles vividos a la familia. “Ana, contalo vos”, me decía mi papá y me pedía que le narrara la fiesta antes de llegar a casa. “Y cuando contaba, él hacía observaciones: ‘mirá esto, vos dijiste que tenía siete pisos la torta, es mucho, sacale dos pisos. A la orquesta agregale un violín. Dale tiempo, hacelo más lento porque el relato es muy entretenido… ese dato que diste al principio, guardalo hasta el final. Porque ahí tenés un as en la manga’.”
–¿Quiénes esperaban en tu casa?
–Y con mucha expectativa, mi mamá, mi hermana y mi hermano. Yo soy la mayor –aclara–. Lo divertido era juntarse y escuchar. Mi papá hace mucho tiempo que ya no está, pero nos divertíamos mucho.
–¿Llegó a escucharte como narradora profesional?
–Sí, vino a verme a la librería Gandhi de la calle Montevideo, donde hice mis primeras presentaciones. Estaba feliz. Cada vez que atendía el teléfono en casa para coordinar e ir a algún colegio a contar, se emocionaba. Estaba embelesado pero atento. Una vez me dijo: ‘te escucho que nombrás a muchos autores, a muchos cuentos con nombres en inglés, animate a contar tus propias historias’. Pero en ese momento yo no me atreví. No podía darle una entidad literaria a una historia personal. Recién pude hacerlo mucho después de su muerte. El primer relato autobiográfico que conté se lo dediqué y descubrí con sorpresa la llegada que tenían esas historias.
“A Walter Bovo, mi primer maestro de narración, que fue también, por suerte, mi papá”, se puede leer en Cuentos de humor y amor (Emecé), el libro con CD –que incluye la voz de la narradora– que Ana editó en 2011. “Poco a poco mi repertorio fue virando desde los textos literarios a otros textos propios, más personales, y hasta me atreví a escribir mi primera novela (Rosas colombianas, Booket ) y ya estoy trabajando en la próxima”, anticipa.
–En la niñez Walter te dio herramientas como si fuera un juego y en la adultez te orientó y acompañó.
–Me seguía asesorando con mucho respeto. Me decía ‘animate a contar esas cosas que nos hacen reír tanto, que nos emocionan tanto’. Recuerdo una vez que, en el Teatro Municipal 3 de Febrero de la ciudad de Paraná, estaba por salir a escena cuando el gerente de la empresa que me contrató se acercó y me dijo: “Mis padres deben estar confundidos, pero me aseguran que tu papá les vendió los muebles cuando se casaron”. Cuando subí al escenario me dirigí a la platea: “aquí hay una pareja que le compró los muebles a mi papá, pero que no nos invitó al casamiento”. La respuesta se escuchó enseguida: “¡no hicimos fiesta!, ¡no hicimos fiesta!”, repetían.
–Hay algo muy interesante que ocurre con las historias narradas, y es lo que sucede, lo que se genera, en la persona que las escucha.
–Cuando yo cuento estas historias autobiográficas que siempre tienen sus hilvanes de ficción, el público comienza a contarse sus propias historias, las de sus abuelas... Y en la sala se hace un silencio muy profundo, no solo porque la gente está escuchándome, sino porque también están escuchándose. Y a mí eso me parece extraordinario. Es un lazo muy democrático que se arma cuando yo transmito experiencias. La gente recoge el hilo y empieza a escribir en silencio. A recordar y a escribir en silencio.
–Escuchar el silencio, ¡qué fascinante!
–A mí me estremece. Hay silencios atravesados a veces por el crujir de una silla, de una tos y otros donde la gente está sumergida en sus recuerdos. Me da curiosidad, quiero saber qué es lo piensan, lo que imaginan, lo que tienen dentro de su imaginación. Esa fantasía, por suerte y últimamente lo repito mucho, todavía no la han podido escanear. No la han podido colonizar. Me parece que es el último resquicio privado que nos queda. Yo defiendo mucho ese espacio, el de imaginar, defiendo la singularidad de la experiencia de cada persona...
– Experiencia que solés trabajar en tus talleres como docente.
–Sí, y me pasa de escuchar historias tan extraordinarias que no las podría contar yo porque están unidas a la voz de la persona, a su experiencia. Y la voz tiene el poder de una huella digital, es tan identitaria como una huella.
–¿Por qué creés que es así?
–Porque es capaz de traer cosas tan peculiares, habiendo tantas cosas en común, en una cultura de masas, en una ciudad que tiene más o menos las mismas costumbres, los mismos estratos sociales... los códigos que compartimos son bastante comunes. Sin embargo, la singularidad de cada casa, de cada historia, es un invitación a cualquier guionista. Justamente creo que mi vocación surgió a través de una escucha atenta y profunda de todas las voces y las historias que escuché en mi infancia.
–Hoy pareciera que escuchar al otro, lo que nos rodea, es una tarea difícil, hasta imposible.
–En el monólogo que hago en Abra Cultural [Humor Bovo, sábados de febrero, a las 20], hablo justamente de la escucha, que es lo que a mí me permitió ser narradora. Escuchar. No imaginé que luego iba a tomar la voz para transmitirlas, para contarlas o reconocerlas. Coincido con lo que dice la narradora española y ensayista Carmen Martín Gaite: “cuenta bien el que escucha bien”. Si no hay una escucha previa, es más difícil.
–En Narrar, oficio trémulo. Conversaciones con Jorge Dubatti (Editorial Atuel) señalás que narrar “es un oficio que apaña al que escucha”.
–Es así, cuando alguien te cuenta, estás bien “apañao”, como dicen los andaluces, estás a salvo, cubierto, amparado. Narrar es un oficio trémulo. El vínculo con los espectadores es de una enorme fragilidad, en el que se necesita conquistar el terreno a cada instante. Uno tiene que narrar las cosas de un modo tal que el espectador complete lo que uno dice. Confiar en que hay un subtexto que va a ser leído y comprendido. Si no, lo atosigás de explicaciones y reflexiones y no queda espacio para pensar, imaginar.
–Un juego que combina libertad y magia.
–Es un oficio que me da mucha libertad y sí, hay magia. Mi lugar más performer me permitió lograr transformaciones, con matices en la voz, en la textualidad, en el tono… porque mostrar el tono de cada historia es un trabajo, es necesario conseguir traducir ese universo.
¿Cómo se traducen esos textos que no pertenecen al relato oral?
–Desde la comprensión, de la experiencia que viven los personajes. Entiendo cómo habla un personaje. Según cómo esté escrito, ya sea desde la verborragia, o la lentitud, o la reiteración, configuro ese personaje, buscándole el timbre de la voz, el tono. Lo primero que hago es tener una visita sensorial tan profunda a ese texto que ya después todo ese otro mundo viene solo. Yo cuando cuento “Verde y Negro’’, de Juan José Saer, estoy en la cabeza del protagonista, del que cree que se levanta a la mina que lo invitó a subirse al Falcon. Lo siento un triunfador. Yo lo veo y la gente también lo ve, pero a su manera. Y esa es la diferencia con el cine –entre tantas otras–, lo que me parece maravilloso.

El ventilador gira sin tregua en ese techo alto que es parte de la arquitectura de antaño. Ana vive en el tercer piso de un amplio departamento en San Telmo. Un hogar que por la mañana recibe el sol de frente y por la tarde, el otro sol, el que se despide. El mismo que recae sobre la limonada que Ana María preparó para aplacar el calor de febrero. “La receta es de Paulina cocina”, aclara y sobre la mesa, en unos coquetos platitos, coloca unas cerezas de un morado oscuro.
En la casa de Bovo los detalles vibran, narran secretos e historias. “Esta pantallita –toma un abanico con un pequeño espejito que está colgado en una de sus paredes– tiene una golondrina tallada. Cuando la vi, me imaginé a una condesa en el Expreso de Oriente. La compré en una casa muy paqueta de Palermo. Pertenecía a la abuela de la dueña del lugar. Me lo vendió con dolor. Cuando lo terminó de envolver en un muy primoroso packaging, me dijo: ‘te llevás una joya’. Lo dijo con bronca y pena. Después de un tiempo pasé por una feria. Sobre el capot de una camioneta estacionada –hecha trizas, colgando óxido por todas partes–había un reloj desarmado, tuercas, herramientas y una caja divina con golondrinas talladas que decía: ‘Recuerdo de Mar del Plata’. Eran exactamente las mismas golondrinas, la misma madera que la pantallita… La compré. El hombre, con la camisa desabrochada desplegó su sonrisa y me dijo: ‘se lleva una joya’. Las dos personas me dijeron lo mismo, pero en dos tonos absolutamente diferentes. La cajita es una especie de alhajero, su marquetería y la de la pantallita son exactamente iguales. Ahora mi hija, Laura, cada vez que ve alguna golondrina, ya sea de madera, de cerámica… me la regala. Y sí, todos los objetos tienen algo que contar, están hechos de historias cotidianas”.
–Historias cotidianas, como la imagen de tu mamá, en ese video que subiste en tu cuenta de Instagram, picando el perejil…
–¿Lo viste? –pregunta sorprendida y replica el ritmo del cuchillo sobre la tabla de madera–. La escucho picar y ese ritmo me recuerda al yunque de mi abuelo. Ese ruido que estaba en el galpón y que ahora está en la cocina. Mi abuelo era andaluz y los domingos, vestido con traje, faja, zapatos y sombrero, se sentaba en un banquito del patio, a escuchar en la vitrola tonadillas, pasodobles. Muchos discos de zapateado, un clásico era el de zapateado jerezano. Ese cortar del perejil me remite a eso. Dicen que la cultura oriental es difícil de comprender porque oscila, a veces sin transición, entre el crisantemo y la espada. Pueden desplegarla con el drama brutal y maravillarse ante el brote del cerezo. Creo que, siendo occidentales, descendientes de italianos, de andaluces, apostamos más por el crisantemo. Yo veo a mi mamá, que próximamente cumplirá 99 años, cómo renace cuando sale a contar las flores. Un registro muy detallado de lo que tiene su jardín para ofrecer. También celebro su curiosidad. Ella no viajó nunca fuera del país, pero se interesa tanto por los relatos de los viajeros... Eso me recuerda a lo que decía Walter Benjamin, al señalar que están los narradores viajeros y los sedentarios que se quedan rumiando, repitiendo, perfeccionando el relato.
Hace una pausa. Toma una cereza, la saborea y se permite hacer una observación diferente de lo que ocurre con los objetos. “Es cierto, los objetos están siempre en el mismo lugar –recorre con la mirada los que decoran sus paredes, los estantes–. Pero, según la estación del año y según la hora del día, gozan de una luz distinta…Tu propia casa ofrece diferentes perspectivas para mirar, para detenerse en los rincones. Yo estoy haciendo mucho turismo interno”.
–Nunca lo había escuchado, ¿cómo es?
–Es una manera de revisar mi relación con los objetos. Hay que entrenar la mirada también y esta es una forma de hacerlo. La curiosidad es la madre de todo eso, de las miradas, de las escuchas, del narrar.
–Como lo es la memoria…
–Por supuesto, la memoria es la madre de todas las musas y genera una inteligencia creadora, una inteligencia emocional…Uno elige recordar u olvidar.
–Gabriel García Márquez sostenía que “la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”.
–Hermoso. Esto me lleva a la historia de mi tapadito azul. Yo tuve un tapadito azul, del que me enamoré después de verlo en una revista de moda, a los 5 años. Mi mamá me dijo, ya de adulta, que nunca lo tuve. Pero yo me recuerdo con ese tapado, con el que me sentía muy feliz...
–El escritor Aldous Huxley aseguraba que “el recuerdo de todo hombre es su literatura privada”.
–Una noche mi abuelo, creo que fue su primer episodio de Alzhéimer –por aquél entonces se lo llamaba popularmente de otra manera–, se levantó de la cama con la almohada debajo del brazo, salió de la casa y descalzo por la calle de tierra dijo: “me vuelvo a mi pueblo”. Cosa que no había dicho nunca. Volver al pueblo al que nunca volvió desde que llegó a la Argentina, a los 12 años, y se instaló en Zenón Pereyra, una localidad santafesina casi al borde de Córdoba [a unos 30 kilómetros de San Francisco, la casa de natal de Ana María]. Pueblo que yo visitaba regularmente en la niñez para ir a ver a mis abuelos, ella piamontesa y él andaluz. Fue al trastabillar su memoria, la de mi abuelo, Francisco Gómez, inmigrante andaluz, cuando afloró un deseo que tendría tal vez hundido o que su memoria, que había tratado de sepultar para que le doliera menos.
–¿La casa de tu abuelo, en el pueblo de Zenón Pereyra, funcionó como museo?
–Sí, la casa donde nació mi madre funcionó dos años como museo. Cuando se inauguró pasó algo muy bello. El intendente y un grupo de vecinos decidieron –y yo con ellos también–, armar un espectáculo en el patio de mi abuelo. Del galpón sacaron la chatita como escenario, pusieron una escalerita y todo. La chatita era con la que mi abuelo y sus dos caballos salían a arreglar o a instalar los molinos de viento, que era su profesión. La municipalidad llevó las sillas y entonces yo hice un espectáculo ahí. Fue muy hermoso porque yo hablaba del pueblo, de los bailes, de los casamientos, de tantos eventos que resonaban.
–La vida cotidiana hecha museo.
–Sí, la vivienda de un trabajador, de un vendedor e instalador de molinos de viento y bombeadores de agua. Amplia, luminosa, que construyó mi abuelo con un patio grande, un bosquecito de caña. Fue una casa muy concurrida porque la gente del pueblo y del campo iba a pedir el agua, y de paso se quedaba a escuchar a un hombre que de verdad era muy ocurrente.
“Cada uno crea/De las astillas que recibe/La lengua a su manera/Con las reglas de su pasión/–y de eso, ni Emmanuel Kant estaba exento”, la cita del poema de Juan José Saer da inicio a Rosas colombianas, la novela de Bovo donde recrea parte del viaje real que hizo a España para conocer Alboloduy, el pueblo ubicado en lo alto de las montañas de Almería, de donde era originario su abuelo.

Fue en esas tierras que Ana María conoció a Anica, como le decían a la otra Ana María, hija del hermano mayor de su abuelo, José, que se quedó en España. “Fue un momento fundacional para mí –reconoce la mujer que fue distinguida con el Premio Konex de Platino por su trayectoria en la categoría Unipersonal– fue para mí una musa inspiradora muy importante. Yo todavía no era una narradora de historias, ella, en cambio, con 87 años, era la narradora oficial del pueblo. Ana María Gómez Soriano atraía a los pobladores hasta la reja de su casa y los mantenía hechizados hasta que terminaba sus relatos. Sus dichos eran un manantial de frases afortunadas, bellas e inspiradoras”.
Resulta encantador escuchar a Ana María (1951) narrar lo compartido con Anica, aquella mujer que conoció el 22 de septiembre de 1986 y a la que visitó otras tres veces más. Fue en una de esas tardes que la tía soltera y virgen, ante el beso de Jeannette Rodríguez y Carlos Mata en Cristal, la telenovela venezolana, le dijo: “este beso furibundo, si lo miro con interés, fíjate que no es pa’ imitar es solo pa’ enterarme”.

Por aquellas calles del pueblo las viejitas vestidas de negro le comentaban “qué afortunada eres, los niños van a verla por chascarrillos, las jóvenes por coplas y las viejas por oraciones”. Repite Ana con acento andaluz. “Anica tenía una gracia infinita”.
Abandona su silla por un instante y va en busca de una foto. Una foto en papel. “Mirá, acá estoy con mi hijita de cuatro meses [Laura]. Aquí está Anica y esta es Emilia, otra prima –describe–. Mirá esta despensa, los platos. Mi hija me trajo uno de esos platos y yo estoy armando una despensa…”
Como la de Ana María, son tantas las historias de inmigrantes que hicieron de la Argentina un país plural, con una gran diversidad de culturas y tradiciones. “Con el tiempo supe que mi abuelo mandó cartas y dinero a España pero nunca llegaron. Tampoco llegaron las que enviaron desde Europa. Mi abuelo pensó que lo habían olvidado y ellas, Anica y Emilia, que él las había olvidado. Fui un puente –dice y resulta imposible no emocionarse–. Ahora, los hermanos de mi mamá, toda la familia, se escriben. Mi abuelo tuvo en su tumba flores de su pueblo, en un sobre nos mandaron semillas de Alhelí. Así es la pluma de la vida”.
–¿Qué narradores admirás?
–El talento de Marco Baliani, actor y narrador italiano con quien tuve la suerte de formarme. El de Atahualpa Yupanqui, el del mexicano Eraclio Zepeda, el de mi tía andaluza Anica... tantos, esos narradores notorios y anónimos que tienen el don de cautivar sin artificios. Ahora estoy escuchando un podcast que me tiene fascinada, es de un escritor español, Javier Peña, se llama Grandes infelices. No solo me seduce su forma de narrar sino todo lo que aprendo con él, el lugar que les da a las mujeres. Recién hablábamos de lo difícil que a veces resulta escuchar, pero ahora hay podcasts que narran historias.
El miércoles pasado a sala llena presentó en Café Berlín, en el barrio de Devoto, Amores de película, donde narró Las alas del deseo, la mítica película de Wim Wenders. Ya en otras oportunidades, Bovo subió a los escenarios a contar escenas, películas enteras en diferentes espectáculos, manteniendo la tradición oral, la cautivadora forma con la que los narradores espontáneos convocan a sus oyentes –en julio de este año estrenará en el Centro Cultural de la Cooperación La contadora de películas, novela del escritor chileno Hernán Rivera Letelier que tuvo su versión cinematográfica dirigida por la danesa Lone Scherfig–.
“En mi barrio, allá en Córdoba, había un muchacho, Tito Lamberti, que todos los jueves iba al cine a ver los estrenos y los viernes, en la panadería, cuando pasaba a buscar el pan al mediodía, contaba a quienes estábamos ahí la película. Todos nos acercábamos a escucharlo. Él le agregaba su tono, su mirada. Quizá después uno iba a ver esa misma película y te gustaba más cómo la había contado Tito”.
–La anécdota se completa con un cierre mágico, a Tito lo invitaste en una ocasión a subirse a un escenario en Buenos Aires a narrar una película.
–Sí, fue muy emocionante. Contó Matar a un ruiseñor, la película con Gregory Peck que está basada en la obra de Harper Lee. Ahora hay un mural enorme con su cara en el colegio donde fue portero. Todas las noches Tito escribía en los veinticinco pizarrones una cita de Truffaut, de Hitchcock, de John Ford… Así, todas las mañanas los chicos se encontraban con una cita y con el nombre de un gran cineasta; también colocaba citas de algunos escritores.

El sol se apaga y los objetos, esos que invitan al “turismo interno” cambian de luz, de historia y transportan a Ana a esos veranos en la casa de su abuela, a esas noches donde se pasaba a su cama porque desde su almohada le parecía que se oía mejor el coro de los grillos y de las ranas. “Y sentía cercana su respiración acompasada, de pronto yo la despertaba porque le decía que quería ir al baño y entonces ella encendía la vela porque a esa altura de la noche la fábrica de luz, la usina, ya había cerrado y ella sabía que yo prefería la vela a la linterna. Mi abuela entonces prendía la vela, me tomaba de la mano y bajo la luz titilante cruzábamos la casa y después su voz esperándome detrás de la puerta –como una artesana Ana María Bovo enhebra palabras, construye imágenes–. En el camino de vuelta yo ya sabía que aquel ritual era un atajo para atravesar más rápido esas horas quietas de la noche, ahora sé también que la despertaba solo para oír flotar su voz en la penumbra de la casa –dice como una caricia la mujer que el próximo 7, 8 y 9 de marzo en el Palacio Libertad presentará el espectáculo Un abanico de historias–.Y creo que cuento historias por eso, por el impulso de replicar la certidumbre, la belleza de una voz amada que te anuncie que falta poco para ver otra vez la luz del día, un día como los de entonces, llenos de comienzos donde todo sería para siempre”.
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