En primera persona: el día que me salvaron Messi y una caja de alfajores
Un cronista relata su experiencia en una de las fronteras más peligrosas del mundo, entre Pakistán y Afganistán
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PASO KHYBER, Pakistán
El sol golpea con fuerza sobre la frontera terrestre entre Pakistán y Afganistán. A lo largo de la historia, el paso Khyber ha sido utilizado por conquistadores, comerciantes y peregrinos por igual. Alejandro Magno, el Imperio mogol y las fuerzas británicas, entre otros, lo han cruzado en sus campañas militares. Era el 2 de noviembre de 2023, día en que se vencía el plazo impuesto por el gobierno de Pakistán para que todos los afganos que se encontraban en el país de forma ilegal o irregular lo abandonaran o, caso contrario, serían encarcelados inmediatamente.
Las autoridades pakistaníes justificaron la medida como una forma de combatir el extremismo y la delincuencia, pero las organizaciones internacionales de derechos humanos la calificaron como una acción cruel e inhumana. Muchos de los refugiados que fueron deportados habían vivido en Pakistán durante décadas, y no tenían hogar ni familia en Afganistán.
La crisis humanitaria se vio agravada por el hecho de que el régimen talibán de Afganistán no estaba preparado para recibir a una cantidad semejante de refugiados. Las condiciones en los campos de refugiados eran precarias, con escasez de alimentos, agua y refugio.
Un día antes de llegar, el paso fronterizo estaba cerrado por diferentes tiroteos que se habían producido esa semana entre militares de ambos lados de la frontera.
Miles de personas esperaban su turno para cruzar bajo el calor sofocante. Alrededor de 1,6 millones de afganos residentes en Pakistán estaban afectados por el ultimátum de Islamabad, que los obligaba a volver a su país de origen, destrozado por décadas de guerra. Entre ellos, me encontraba yo, con mi mochila y mi cámara cargada de expectativas, y la incertidumbre de lo que me esperaría del otro lado.
¿Por qué había elegido ese destino? Me interesaba conocer cómo era la vida bajo el gobierno talibán y retratar la experiencia. Para llegar a Afganistán debía tramitar antes la visa en Pakistán, y elegí ese cruce fronterizo porque es un paso mítico. Pero, casualmente, llegué el día que vencía el plazo para que los afganos ilegales abandonaran Pakistán.
Desde hacía un par de días estaba en Peshawar, ciudad ubicada en las puertas del paso Khyber, cerca de la frontera afgana. Es la capital económica, comercial, política y cultural de los pastunes en Pakistán, punto necesario para poder tramitar mi visa y así poder ingresar a Afganistán. Hay muy pocas embajadas en el mundo donde se puede realizar este trámite, y en Peshawar está una de ellas. Mi objetivo: llegar a Kabul, la capital afgana.
Al llegar a la frontera, la escena era desoladora. Hombres, mujeres y niños con rostros cansados y miradas perdidas, y con sus pocas pertenencias formando kilómetros de fila, que avanzaba lentamente. Los guardias fronterizos, con mirada severa y largos palos o fustas, se encargaban de hacer sentir todo su rigor a muchos de los afganos cuyo único pecado parecía ser su nacionalidad. Mirar esa situación en niños de 10 u 11 años, la misma edad que la de mis hijos, hizo que la angustia se transformara en lágrimas ante la impotencia de no poder intervenir.
Hasta ahora había visto imágenes similares solo en películas o documentales, un verdadero éxodo migratorio de miles de familias que eran expulsadas de Pakistán. Pero esta vez me encontraba viéndolo en vivo y en directo. Ese día debía cruzar junto a ellos: nuestro destino era el mismo; los motivos, muy diferentes. Según la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur) y la Organización Internacional para las Migraciones, el éxodo masivo se debió principalmente al temor a ser detenidos.
Yo era de los poquísimos extranjeros que estaban allí y la ayuda de mi fixer (contacto local) me facilitó evitar los 10 kilómetros de fila entre las personas que intentaban cruzar la frontera. Todo era caos y desorganización. Hasta que mi turno llegó. Nervioso, entregué mi documentación al oficial.
Antes de comenzar el viaje me habían dado una serie de recomendaciones para moverme por esta zona. Una de ellas, y tal vez la única a la que no hice caso, consistía en la cantidad de dólares que podía tener al momento de cruzar la frontera terrestre. Como en Afganistán prácticamente no se pueden utilizar las tarjetas de crédito, decidí hacer caso omiso a esa recomendación y llevar un poco más del dinero permitido. Más tarde me daría cuenta del grave error que eso implicaba.
Después de presentar mi pasaporte comenzó una exhaustiva revisión de mis pertenencias, todo en medio de miles de personas pasando por un pasillo de no más de tres o cuatro metros de ancho. La situación comenzó a dificultarse cuando el oficial descubrió que tenía más dinero del permitido para ingresar a Afganistán.
La tensión aumentaba y las posibilidades de cruzar se complicaban seriamente. Claramente ofuscado, comenzó a levantar el tono de voz en un idioma que yo no comprendía. Pocas personas hablaban inglés, mucho menos español. Intenté explicar los motivos de mi decisión, pero eso carecía de cualquier tipo de sentido. Además de sacarme el dinero, me retiraron a un costado de lo que sería algo parecido a una fila.
Ahí esperé un largo rato. Niños con gallinas en la mano, enfermos postrados en catres que eran trasladados entre varias personas, mujeres con sus estrictos burkas cuya única pertenencia era un viejo electrodoméstico. Todos iban pasando por un costado.
Se me acercaron varios militares paquistaníes, pero ninguno resolvía mi situación. Ya había pasado más de una hora y podía notar que su fastidio iba en aumento. Hasta que se acercó solo uno de ellos y me pidió que vaciara mi mochila. En ese instante algo le llamó la atención: era una caja de alfajores de la marca Cachafaz que había llevado de regalo para mis guías.
Al abrirla, tomaron un alfajor y empezaron a interrogarme: ¿qué era eso? Ahí me di cuenta que, tal vez, algo envuelto en un paquete metálico no era lo más normal para ellos y que podía despertar dudas. Mis nervios iban en aumento. Le intenté explicar con mi mejor lenguaje de señas que lo abriera y le diera un mordisco.
Al principio, el militar se mostraba muy desconfiado por lo que le intentaba decir, hasta que después de un poco de insistencia lo abrió y le dio un tímido mordisco. La suerte estaba echada. De su reacción dependía cómo seguiría mi situación. Tal vez solo fueron dos segundos luego de que lo probara: para mi fueron segundos eternos, hasta que vi su reacción. Luego de probar el alfajor, sus ojos se abrieron como los de un búho en medio de la noche.
Siguió un segundo mordisco, ya sin la desconfianza del primero. Comenzó a llamar al resto, y se acercaron varios de los militares que hasta entonces se veían hostiles mostrando rigor con sus fustas. El alfajor comenzó a pasar de mano en mano, mientras todos lo probaban. En ese momento, y por primera vez en las horas que llevaba ahí, vi cómo sus rostros adustos daban lugar a una sonrisa. ¡Cómo no hacerlo, si estaban probando por primera vez un alfajor de dulce de leche!
Luego de ver cómo los alfajores disminuían rápidamente de la caja, se me acercó por primera vez un funcionario. Tanto su vestimenta como su manera de manejarse distaban mucho de las formas de los militares. Él hablaba inglés. Me pidió el pasaporte y me preguntó de dónde era. “I’m from Argentina”, le contesté en mi muy humilde inglés, que mi hijo tanto me corrige. Y por segunda vez vi que alguien sonreía, mientras escuchaba la palabra mágica que todo lo cambiaría: “Messi”.
Sentí que me sacaba kilos de peso sobre mis espaldas, y comenzamos a hablar. Me contó que había visto el Mundial de Qatar 2022, y que había festejado que la Argentina lo hubiera ganado porque admiraba mucho a Messi. Luego de escucharlo, le dije que tenía un regalo para él. Fui a buscar mi mochila, saqué algo envuelto y se lo di: era una camiseta de la Selección Argentina con el número 10 y el nombremnbv de Messi estampado en la espalda. Para ese momento su felicidad era indisimulable, casi como la mía.
Otra advertencia que me habían dado antes de intentar cruzar ese puesto fronterizo era que estaba totalmente prohibido tomar fotos en ese secto , ni siquiera con el celular. Para un fotógrafo eso es sumamente difícil de evitar: estaba ahí para retratar todo lo que mi retina pudiera captar, pero la posibilidad de terminar en una cárcel en la frontera de Pakistán en mi primer día no era una idea muy tentadora.
Pero Messi lo volvió a hacer, y en una de las fronteras más peligrosas del mundo, donde no era posible ni siquiera pensar en sacar mi cámara, ellos me pidieron si nos podíamos tomar una foto. A partir de ese momento me ofrecieron toda su ayuda para terminar el papelerío y poder avanzar en el paso. El dinero que me habían sacado finalmente me lo cambiaron por divisas afganas.
Seguí cruzando la frontera con una mezcla de emociones: alegría por haber superado el obstáculo, agradecimiento por la inesperada ayuda y la esperanza de un futuro mejor para todas esas familias que cruzaban hacia Afganistán. Al final del pasillo y detrás de una reja, se encontraban los temibles talibanes para darnos la bienvenida a su país. Pero esa es otra historia.
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