El único DJ de cumbia argentino que llena discotecas, pubs y hasta iglesias, de Ginebra a Londres y de Nápoles a Barcelona
Jeremias Morán, que llegó a Europa con su familia en 1998, creó un fenómeno con la cumbia; “Es curioso y contradictorio, me llega la cumbia por mi mamá, pero ella era cantante de música clásica, lírica, soprano”
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PALMA DE MALLORCA.-
“Pero, ¿cómo te compraste eso…?”. María Dolores Walas se cubre la cara y mira a su hijo Jeremias, de 10 años, que agita en el aire un CD de cumbia en su casa de San Antonio de Padua, provincia de Buenos Aires, donde a finales de los 90 se escucha de Soda Stereo a Phil Collins, de Roxette a Charly García, además de música clásica. Ella y su hermana le habían dado plata para la disquería. Y fue.
Es que un encuentro llega, imprevisible y conmovedor, sin avisar. Jeremias ahora recrea la escena, vuelve a ese paisaje del conurbano tan distinto a su Bilbao actual, recuerda los parlantes a tope en la vereda –“una técnica de venta explosiva”–, describe el sonido que lo envolvió por completo desde los pies.
“Podías escuchar el CD antes de comprarlo. Había un compilado de cumbia base y cumbiera villera que me gustó. Mi primer contacto con la cumbia fue en la Argentina, en la placita, en la escuela. Nací en Merlo, soy de barrio de verdad”, dice Jeremias en el País Vasco, a más de 25 años del desembarco en España con sus padres y hermanos.
Cuando Jeremias camina por la calle en Bilbao y escucha su nombre, le parece extraño, impersonal, lejano. Es que él es Malasangre, el único DJ de cumbia argentino que llena salas, discotecas, pubs y hasta iglesias en toda Europa, de Ginebra a Londres y de Nápoles a Barcelona.
“Cuando empecé a tocar cumbia me di cuenta de que no era el único que tenía ese fuego interior, una llama bajita y constante, como una hornalla a fuego mínimo. Entonces fue como despertarla otra vez –rememora–. Una cosa es escuchar cumbia en tu casa y otra, a todo volumen con tu gente, tus amigos. Bailás cumbia en Europa, cerrás los ojos y decís: ‘Estoy en la Argentina’. La gente revive esos momentos”.

De Padua a Málaga
Jeremias llegó a Europa con su familia en 1998, tras una serie de problemas económicos. La mudanza, repentina, fue un cimbronazo. Un tío suyo, que vivía en Málaga, los ayudó y allí se instalaron. El desarraigo, la despedida de familiares y amigos, y la incertidumbre ante el porvenir confeccionaron un nuevo estado de cosas. Mayor de cuatro hermanos, Jeremias buscaba un anclaje: preguntó si en España había canchas de fútbol. “Quedate tranquilo que hay”, le respondió el tío, y poco a poco todo se acomodó.
“No fui adolescente en la Argentina, y la cumbia me pegó siempre. Es curioso y contradictorio, pero me llega la cumbia por mi mamá –revela Jeremias–. Nos conectamos de esa forma con el país, pero ella era cantante de música clásica, lírica, soprano. Le ofrecieron cantar en el musical Frankenstein. Siempre tuvo en casa dos CD de cumbia, además del que yo me había comprado. Eran de Gilda y Grupo Sombras. Los domingos se ponía a limpiar. Cantaba No me arrepiento de este amor y bailábamos, y eso nos daba alegría. Es uno de los recuerdos más lindos. Incluso si hoy pone música y la veo bailar… es que para nosotros fue muy duro venir a España, nos pasó de todo”.
En concreto, mientras sus hijos crecían en un nuevo entorno, la madre de Jeremias retomó su carrera de cantante en bares de Málaga. Pasó el tiempo y llegó el momento de arremangarse. Todos comenzaron a trabajar. Jeremias abandonó el secundario y entró en la noche malagueña con 17 años para cuidar el baño de un boliche.
Impresionaba, robusto, con su altura. Imponía respeto, disuadía el consumo de drogas, impedía el ingreso con vasos para evitar enchastres. Más adelante fue camarero. Estiraba, histriónico, el brazo, la bandeja en equilibrio sobre la palma de la mano. Saboreaba la puesta en escena de ese show personal, su modo de estar ahí, como cuando participaba en los actos escolares.

Y la cumbia, siempre, todo el día, era el lazo que lo conectaba con la Argentina. En 2004, Damas Gratis tocó en Málaga en un recinto grande al aire libre. Jeremias quería ir, pero sus padres no lo dejaban. Les costaba comprender que la vida nocturna en el sur de España era más segura que en el conurbano bonaerense.
Argumentos exagerados esfumaban la posibilidad de ver en vivo a la banda de Pablito Lescano. Entonces, Jeremias buscó apoyo. Convenció a sus hermanos sin decirles a dónde iban, a otros chicos del barrio, y dijo en su casa que se quedaban a dormir en la casa de unos amigos.
Aquella aventura nocturna implicó una logística. Caminaron por afuera del predio hasta una obra en construcción. Entraron y subieron cinco pisos. Desde allí, agazapados, y luego más relajados entre cal, arena y cemento, vieron el recital, como si estuvieran en platea. Entre sus amigos, desorientados y fascinados, había españoles y gitanos. Jeremias estallaba de felicidad. “Estaba muy emocionado”, recuerda.
Su vida en España y la música que sonaba en la noche malagueña –David Bisbal, el boom del reguetón– hace 20 años no pusieron una lápida sobre la educación sentimental de Jeremias. En aquellos años, antes de YouTube y Spotify, la actualización musical dependía de que algún amigo viajara y volviera de Buenos Aires con las novedades del género, los grupos que surgían, los templos de moda, las canciones que “prendían fuego a la monada”.
Un día, a los 18 años, viajó a la Argentina. Necesitaba volver. Se sentía menospreciado por no ser español. “Me actualicé con toda la movida. Néstor en Bloque, Agrupación Marilyn y Eh Guacho me estallaron la cabeza. Los CDs que tenía en España los gasté, los escuché miles de veces. Los CDs de Grupo Sombras y Gilda los cuidaba como si fueran oro, porque era la única conexión con ese amor. Volví y seguí laburando en boliches. Mi obsesión era meter en la noche española un tema de cumbia, uno nada más, para ver qué pasaba”.

De Jeremias a Malasangre
El vínculo con la música moldeó la vida de Jeremias. De niño estudió piano con una profesora muy dulce. “Algún día te voy a ver en un estadio lleno de gente”, lo animaba ella, bajito, al oído, para que no se desconcentrara.
“Me ponía en la cabeza que iba a triunfar. Vos tenés dedos de pianista, repetía, vas a ser un gran pianista. Todo eso me decía mientras yo tocaba Mambrú se fue a la guerra. ¿Entendés? –recuerda Jeremias–. Era chiquito. Ella visualizaba que yo iba a hacer algo grande. Se daba cuenta de que me gustaba todo lo vinculado con la música”.
También conjugó su pasión con una veta comercial heredada de su padre, una habilidad que desarrolla como DJ. Jeremias, además, vendió electrodomésticos, productos para residencias de personas mayores, teléfonos y libros antes de convertirse en Malasangre.
Su capacidad oratoria lo animó a dar charlas motivacionales. “Cuando daba una conferencia de crecimiento personal, para hacerlo emocionado, queriendo provocar esa emoción, tenía que hacerlo con música de fondo. Entonces, buscaba canciones desgarradoras que con mis palabras fueran como flechas al pecho de la gente. A veces usaba un tema de Phil Collins, me sentía orgulloso de usar un tema del que mi viejo era fanático. Ahora, si quiero transmitir alegría, meto cumbia”.

La emoción que lograba transmitir combinando una buena historia, un discurso estructurado y canciones que provocaban golpes de efectos –alegría, esperanza, motivación– derivó en la conformación de su trabajo como DJ, un deseo que lo acompañaba de adolescente. Entonces comenzó a manipular un software para mezclar canciones en los cumpleaños, pinchar discos.
Hace tres años se lanzó en pandemia, casi de casualidad, en Bermeo, una ciudad remota de Bilbao. Era Navidad. Alguien había organizado una fiesta clandestina, tan clandestina que fue poca gente, dice riendo. “Éramos cuatro gatos locos encima del monte. Fue una vergüenza. Un amigo iba a pinchar. Tenía en la casa mezcladoras, parlantes y vinilos. Me dejó pasar música y, cuando toqué los botones, te lo juro por Dios, era como andar en bici”.
Así fue como en aquel paisaje inhóspito, frío, montañoso, con luces colgadas de los árboles, parlantes sobre la tierra y poca gente, Jeremias comenzó. Al lado estaba su hermano Fernando. “La estás rompiendo”, le dijo. “Pero puse tres temas nada más”, le respondió Jeremias. Cuando levantó la cabeza vio a los invitados bailando.
“¡Estamos re locos acá arriba! –lo alentó Fernando–. ¡Esto es lo tuyo! ¿Cómo no hacés esto?”. El día siguiente Jeremias compró un equipo de segunda mano y le propuso pasar música el fin de semana, sin cobrar, al bar que estaba debajo de su casa. Cuando terminó la noche, nació su nueva profesión.
“Habíamos quedado que venías gratis, pero lo hiciste tan bien que te doy 150 euros. Sos el DJ al que más le he pagado”, le dijo el dueño, y Jeremias se convirtió en Malasangre, pero aún no lo sabía. Faltaba moldear su personalidad, una estética, un mensaje vinculado a la música como en su etapa de conferencista.
Empezó llamándose DJ The Wolf, hasta que un día visitó a su tatuador de confianza. Recordaron una historia vinculada a su madre, un tatuaje que ya tenía en su cuerpo. Ella siempre se preocupaba cuando él trabajaba en la noche. “Si se despertaba y no tenía un mensaje mío era capaz de llamar a los bomberos –dice Jeremías–. Es que le hice pasar mucha malasangre por algunos líos. Yo tenía el tatuaje con la palabra ‘Malasangre’, lo miraba todos los días, pero no me daba cuenta. Bueno, Malasangre es tu nombre me dijo el tatuador, y tenía razón. Ese era mi nombre y ahí empezó todo”.

La música del diablo
Malasangre se inició como DJ en Santana27, una de las salas más importantes de Bilbao. Pasó música antes del concierto de Bonny Lovy, uno de los músicos más populares de Bolivia, que combina reguetón y pop. Fueron 17 recitales por Europa en los que Malasangre quitó todos los frenos y experimentó sin prejuicios. Conforme avanzaba su performance, probaba temas, palpaba la temperatura de la noche. “Puse cumbia y fue soltarme la cadena. Me vine arriba. Lo que aprendí con las conferencias lo proyecto en el escenario. Le muestro a la gente que soy el primero de todos que va a vivir esa noche como si fuera única. Te hago cantar, bailar, desgarrar, te explotan las venas”.
A lo largo de su carrera cosechó varios hitos. En España también tocó en la sala Razzmatazz (Barcelona), Highland (Tarragona) y Edén Boliviano (Mallorca), entre otras, pero su mayor logro como artista lo vivió en el verano de 2023, el Día de la Patria de Bolivia. “Fue un honor que la comunidad boliviana me eligiera para celebrar esa fecha sin ser boliviano. Pasé cumbia para 12.000 personas en el Pueblo Español de Barcelona”.
Además, hizo giras por Italia, Suiza, Inglaterra y Alemania. En Nápoles, por ejemplo, se presentó en la Plaza Ciro Espósito, uno de los barrios napolitanos más castigados, donde se grabó la serie Gomorra y la presencia de Maradona es ineludible. En Ginebra pasó cumbia en una sala para 1000 personas. En la prueba de sonido saltaron los tapones, enseguida llegó la policía y Malasangre pensó lo peor: “Creí que iba preso por poner la música alta, encima así vestido, la cara tatuada, mi gorra. Los policías parecían el novio de la Barbie. Eran hermosos y educados. Nos preguntaron si estábamos bien. Solo se habían prendido las luces de emergencia”.
Su paso por Suiza le abrió las puertas de Alemania. Una mujer boliviana, que había visto su actuación, lo invitó a tocar en Offenburg, un pueblo pequeño y vitivinícola, donde nunca se había presentado un DJ latino. Ella vivía allí con su pareja. El bar se llama Stadtmauerog, es elegante y sofisticado, con decoración sobria, terraza y mesas.
“Subí en ascensor al boliche. Había argentinos, bolivianos, dominicanos –recuerda Malasangre–. El dueño es turco y cerraba a las cuatro de la mañana, pero cuando vio por las cámaras el ambiente ordenó quitar las mesas a la calle. Es que yo estaba armando un quilombo bárbaro. Si vos vieras a las alemanas bailando Ráfaga…”.
También la aventura en Londres, con Bonny Lovy, tuvo un sabor especial. Cuando aterrizó aún no tenía claro dónde era el concierto. Le explicaron: “Tocamos en una iglesia pentecostal para la comunidad boliviana por el carnaval de Santa Cruz de la Sierra”. Malasangre, aturdido, abrió los ojos: “¿Me estás jodiendo? ¿Voy a poner la música del diablo en una iglesia con curas y monjas?”. Así fue la celebración en la Iglesia Católica Sagrado Corazón. Un carnaval boliviano amenizado con cumbia.
“Nunca me importó el color de piel de la gente. Los que bailan cumbia y escuchan cumbia son mis hermanos –reflexiona Malasangre–. Nunca toqué en la Argentina. Me ofrecieron la cancha de Boca, pero no se dio. Sería único. Soy un enamorado de la raza argentina, un cumbiero empedernido y un abridor de caminos en Europa. A cada ciudad que voy llevo alegría, emoción, nostalgia, recuerdo, pero tocar en la Argentina sería el premio más grande”.
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