El terror que nos acecha surge de la realidad más cotidiana, dice Mariana Enriquez, la rockstar de la literatura
Tras el suceso de Nuestra parte de noche, Mariana Enriquez publicó una nueva colección de cuentos; reconoce que vivimos en un mundo “donde cada vez es más difícil discernir la realidad y la mentira
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“Todo este momento me parece fantasmal, pero no solo hablo de Argentina, sino del mundo. Demasiado fantasmal”, dice Mariana sentada en uno de los sillones del café que ella mismo eligió para el encuentro. Está cómoda. Se la ve distendida a pesar del cansancio, no solo por de la gira que la tuvo dando vueltas por España con Un lugar soleado para gente sombría (Anagrama) bajo el brazo, sino por el caos de una casa inundada tras los aguaceros de una Buenos Aires devenida “tropical”.
“Fantasmal y tropical”, bromea. Quienes la leyeron alguna vez saben que el humor, al igual que el terror, es parte de su sello, porque ambos, como bien dice Enriquez “nos provocan emociones incontrolables”.
Desde que el mundo es mundo los fantasmas han estado allí, porque el terror para Mariana no es fantasía. En su universo nunca lo fue: el terror es el mundo en el que vivimos. “A partir de la pandemia se volvió todo muy fantasmal, los encuentros virtuales, ese tiempo tan elástico, para algunos muy cortos, para otros muy largos, para otros sin noción de cuándo ocurrió. La muerte presente todo el tiempo. Las ciudades vacías. El conteo de los muertos, el peligro en el aire, la hipocondría, la soledad, la vida como algo culposo, la fetichización de la muerte, de la despedida. Esa desesperación por despedirte, de acercarte al otro –analiza la autora de los volúmenes de cuentos Los peligros de fumar en la cama (2009) y Las cosas que perdimos en el fuego (2016)–. Estábamos solos, aislados, los cuerpos intervenidos, los cuerpos industrializados de la terapia intensiva, la desesperación por sostener esas manos. Ese cuerpo rodeado por la familia se volvió una especie de pintura del siglo XIX, la romantización de esa idea mezclada con la enfermedad, con los miedos, con el cuerpo. Todo fue muy fantasmagórico, lo sigue siendo”.
–¿De qué forma lo sigue siendo?
–Vivimos en un mundo donde cada vez es más difícil discernir la realidad y la mentira. ¿Es real lo que veo? ¿Lo que escucho? No sabés si la persona con la que estás hablando es real. Si el video, la noticia que estás viendo es real. Como si no importara. Es la muerte del periodismo también, ¿no? Qué contás, qué imágenes mostrás. Los datos y los hechos ya no importan. ¿Dijeron eso? ¿Hicieron esto? Siempre me interesó esa idea de otras realidades, los miedos que despierta esa realidad detrás de la supuesta realidad. Pero hoy, ¿qué es real? ¿El sueño o la pesadilla? ¿Cuántas distopías hay? Todo esto me parece muy fantasmal, muy perturbador. Pero no solo hablo de la inteligencia artificial… Argentina repitiendo su historia permanentemente, reviviendo sus traumas; es como la historia del fantasma que viene y te dice una y otra vez lo mismo y nunca se soluciona. Estamos ante un mundo que se está muriendo. Nosotros mismos quemamos la casa. Estamos en un estado agónico. Es cierto que la idea de la extinción no es nueva, tenés todo el terror norteamericano de los años 50. El miedo es a morirse, siempre fue así. Pero, a diferencia de otros tiempos, este es un momento muy bisagra. Estamos viviendo muchos fines, todos juntos y eso nos está enloqueciendo. La inteligencia artificial me hace acordar un poco a lo que pasó con la Revolución Industrial, ese momento en el que se generó el cambio en el mundo rural, del trabajo manual a la fábrica, de la agricultura al mundo de la industrialización. Muchos quedaron afuera, expulsados. Ahora te dejan esencialmente afuera, vos creaste para que te dejen afuera. Me preocupa este sentido de la autodestrucción, ¿por qué lo hacemos? Es esta idea de progreso futuro, de autodestrucción. Hay una pulsión de muerte como hace años no veía. Una aceleración autodestructiva, un avance tecnológico que lastima, que te borra del mapa. Por eso creo que el mundo es fantasmagórico y terrorífico. La realidad es terrorífica, es como volver a lo más gótico, a Frankenstein, como si fuese un giro vintage que te dice que la ciencia te puede destruir.
Los doce cuentos de Un lugar soleado para gente sombría no los escribió en pandemia, sino en el sofocante verano 2023. “En esos días de calor en los que se cortaba la luz. –anticipó en la charla que compartimos en octubre pasado–. Me encerré y salieron. Hay uno o dos, nada más, que son anteriores. Los otros fueron escritos en pleno infierno en Buenos Aires”.
–La pandemia dejó su rastro, los textos están atravesados por el miedo a la enfermedad, el miedo a la muerte…
– Es la resaca del Covid que se terminó metiendo, el léxico médico [Mariana lo maneja a la perfección, lo heredó: “mi idioma materno”], los fantasmas. Ese miedo a tocar al otro y morirte. Sí, todo eso está en el libro, esa sensación, esa hipocondría. Creo que “La mujer que sufre” es uno de los cuentos más pandémicos.
Afuera la calle era la misma y eso la alivió. No se sentía real del todo, pero lo suficiente. Se pintó los labios aunque no le gustaba maquillarse con el calor: necesitaba color y el sabor de algo que no se sintiera como medicación, algo hermoso y suave y pegajoso.
–Es cierto que estos cuentos no tienen conexión alguna con Nuestra parte de noche [Premio Herralde de Novela, libro que la consagró en el resto del mundo], pero sí deja en evidencia tu obsesión por los cuerpos enfermos, como el de Juan, el protagonista de aquella historia.
–Sí, me obsesiona, por eso digo la hipocondría de la pandemia que quedó muy metida en el léxico, todos hablábamos con términos médicos, quedó muy presente. Creemos que hablamos con precisión, ahora pasa con el dengue y los tipos de mosquitos. En ese tiempo, el de la pandemia lo viví mal. Creo que por eso los cuentos salieron así, llenos de miedos.
No te lo dicen, no avisan. Me enfurece. La piel se seca, la grasa se acumula en las caderas y las piernas y el vientre, la celulitis se acentúa de un día para otro, ese pelo muerto que es la cana resulta imposible de domar. No les pasa a todas, por eso es peor aún; deberían advertirte de que vas a estar en la minoría deforme y acalorada y llorona, narra en “Metamorfosis”. El quinto relato del libro, uno de los que leyó en voz alta, a sala llena en el Teatro Coliseo, en la puesta No traigan flores.
“El horror de lo que pasa con el cuerpo siempre me interesó, en la literatura, en el cine... el cuerpo que se transforma en otra cosa, que se deforma, que se distorsiona –reconoce Enriquez casi sin desarmar la valija, pronto tendrá charlas y encuentros con sus lectores en Puerto Rico, Estados Unidos, Lituania, Irlanda, Finlandia, Francia, Grecia, Noruega y nuevamente España–. A los 51, pienso en lo que me pasa, estoy en una edad premenopáusica. Tu cuerpo sos vos y de repente empieza a cambiar y lo hace de una manera bestial. Lo desconoces. Hay un momento que en el cuerpo de la mujer aflora la muerte, es así. Quieras o no el cuerpo de la mujer deja de funcionar. Dejás de menstruar, de reproducir, aparecen los calores. Es el horror, te volvés otra persona, te cambia la cara, te cambia la piel. Todo es demasiado cruel. El cuerpo se seca. Es muy literal lo que nos sucede. Nos rompemos. Se te cae el cuerpo. Y convivimos con las presiones constantes. Y hablar del cuerpo que habitas es muy interesante porque es la experiencia más cercana”.
–Sentir el terror de la realidad con nuestro propio cuerpo.
–Tenía ganas de hablar del cambio físico y del cambio de cómo te ves y te ven los demás. Te doy un ejemplo totalmente banal. Me estaba maquillando y veía una sombra que se me estaba acumulando acá, en el costado (señala la zona de uno de sus ojos). El maquillaje no se esparcía bien. Me doy vuelta el párpado, yo soy así, y veo que está hinchado. Lo primero que pienso es que tengo un tumor. Voy al oculista, le cuento, le muestro y me mira con inmensa pena. “No pasa nada, es el lagrimal que a cierta edad se empieza a caer”, me dijo. O sea, pasé de ser una mujer joven que se muere por un cáncer en el ojo, que podía ser una posibilidad, a una mujer menopáusica desestimada en 5 minutos. Yo me estaba muriendo, despidiéndome de mis cosas y en realidad lo que me estaba pasando era que se me estaba cayendo la cara por la gravedad. Hay algo de desconocimiento con nuestro cuerpo. Puede resultar chistoso, pero al mismo tiempo me lleva a decir por qué me están poniendo en esta posición, de ridiculizarme, como si fuera una mujer victoriana que no sé nada de mi cuerpo. Todo esto me interesa en términos de terror… pero es un terror diferente a los otros cuentos que ya había hecho. Tiene otro aire.
–¿Un aire…?
–Melancólico… quizá por el momento de mi vida, algo se está muriendo en mi cuerpo. Las mujeres convivimos mucho con la muerte, y lo que digo no es una cuestión de bruja esotérica… Hay algo que se murió adentro tuyo y no hay un discurso contenedor, no lo hay. Te queda convivir con tu ex cuerpo, con la muerte que se aproxima.
–Justamente en “Metamorfosis”, el personaje decide no abandonar una parte de su cuerpo muerto.
–La histerectomía [cirugía para extirpar el útero y el cuello uterino] es un procedimiento que se lo hace casi el 60 por ciento de las mujeres. Tenemos miedo al cuerpo enfermo, desnaturalizamos la realidad, sí, envejecemos, todos los cuerpos envejecen. Que ella decida no abandonar el mioma que le quitaron y que lo quiera de nuevo en su cuerpo me pareció algo ciberpunk (ríe).
–Recién decías como te ven los demás y en “Julie” aparece el tema de la gordura y la salud mental: Mi vida sería normal si no estuviese arruinada por los medicamentos, las pastillas que engordaban y deformaban.
–Este cuerpo tiene sexo con fantasmas y está el tema de la gordura. Me interesa lo que se debate ahí, los discursos de la aceptación y donde la enfermedad mental puede ser muy densa, lejos de esas ideas new age.
–Elegiste una cita de Marjorie Cameron, artista, poeta, actriz y ocultista para coronar a “Julie”.
–Ella empezó con rituales para comunicarse con el espíritu de su esposo y aparentemente lo logró. Tenía sexo con el fantasma de su esposo. Hay un documental muy interesante sobre su vida [The Wormwood Star, 1956, de Curtis Harrington].
–En tus narraciones, los espacios urbanos tienen memoria.
–Lugares que repiten historias. Recuerdan, nos incomodan.
–En tu último libro, esta memoria aparece, por ejemplo, en el barrio en el que transcurre el primer relato: “Mis muertos tristes”. Un lugar de clase media trabajadora que se va transformando con la realidad socioeconómica y también en “Ojos negros”, texto que cierra el volumen, donde el miedo aparece con los pibitos pobres de Congreso.
–El miedo a ser pobre, un barrio de clase media que teme ser como la villa que tiene cerca. Arman reuniones de seguridad y están dispuestos a todo [Hay un hombre que dice que es necesario exhibir las cabezas de estos negros en picas, como en la época de la Colonia]. La extrema paranoia. El miedo de perder ese lugar de clase media es muy real, de caer, de quedar en la calle. En “Ojos negros” [Tenían los ojos muertos, nena. Muertos] está ese otro miedo, la realidad metaforizada.
El relato que da nombre a su nueva colección de cuentos transcurre en Los Ángeles y toma como referencia el caso de Elisa Lam, la joven que fue hallada muerta en el tanque de agua del Cecil Hotel [hay una última filmación de ella en el ascensor, se puede ver en YouTube].
En los agradecimientos, Mariana da la lista de canciones y discos que sirvieron de compañía en la escritura: Sinéad O’Connor, Lana del Rey, Nick Cave, Gabo Ferro, Taylor Swift, Lucinda Williams, Caleb Landry Jones y, por supuesto, Suede.
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