El regreso: cómo nació el enigmático e inclasificable chocolatero creado por un autor polémico
Con una precuela, Willy Wonka vuelve con Timothée Chalamet, que se pone en la piel del personaje creado por el controvertido Roald Dahl
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Finos bombones con corazón de cerezas cosechadas por agricultores de los lejanos y exóticos jardines imperiales japoneses. O bien, exquisitos chocolates con un toque salado gracias a un ingrediente inusitado: lágrimas de payasos rusos. A juzgar por los avances, ni anda falto de ocurrencias para sus recetas, ni corto de proveedores el joven Willy Wonka; las citadas ricuras no solo hacen las delicias de los vecinos sino que los hacen levitar en cuestión de segundos.
Así las cosas, el ascenso de este repostero –con mucho de inventor y aún más de mago– no será nada fácil en Galerías Gourmet, el epicentro metropolitano del chocolate. Los codiciosos varones que controlan el monopolio de la industria intentarán aplastar al recién llegado, un idealista que no solo propone golosinas sorprendentes sino, ¡el colmo!, accesibles a bolsillos flacos.
En unos pocos trazos, esta es la historia de Wonka, esperada precuela que imagina los inicios de este personaje icónico, cuya simple mención evoca visiones de tazas de té comestibles, caramelos eternos, ríos de chocolate. En la película, el director brit Paul King y su coguionista Simon Farnaby lo pintan como un muchacho soñador e ingenuo; una imagen bastante alejada a la del ermitaño estrafalario que se describe en Charlie y la fábrica de chocolates, la original novela infantil de Roald Dahl, donde el Willy adulto resulta cuando menos problemático, como señala la crítica y académica Maria Nikolajeva: incita a chicos a comer sus dulcísimos manjares cuando él mismo, vegetariano, lleva una dieta súper saludable…
Cuando se supo que Wonka tenía luz verde, ciertos críticos ingleses se mostraron escépticos: ni el mismísimo Dahl había conseguido que su criatura estuviese a la altura de su propia leyenda cuando trató de ampliar su universo. Para prueba, la tanto menos conocida Charlie y el gran ascensor de cristal, secuela del libro, y el intento de una tercera parte, Charlie en la Casa Blanca, que Roald abandonó tras completar tan solo un capítulo. Con el nuevo film y sus licencias argumentales, ¿sobreviviría el aura enigmática e inclasificable de Wonka? ¿qué sería del chocolatero sin su fábrica?
Todo estos interrogantes serán respondidos en diciembre, cuando estrene en salas esta gran apuesta de Warner que, según el director King, encontró su leitmotiv en una canción: “Pure Imagination”, de la primera adaptación cinematográfica de Charlie… There is no life I know to compare with pure imagination, entona Gene Wilder, el Wonka modelo 1971, y esa línea sirvió de “luz guía” para el cineasta de Paddington, que asimismo desarrolló una exhaustiva investigación, indagando en manuscritos inéditos de Dahl y repasando su prolífica obra.
Un trabajo a conciencia que tuvo sus gratificaciones: antes de rodar, hacían degustaciones semanales de chocolates elaborados y diseñados por Gabriella Cugno, experta en cacao de la ciudad de Cardiff, encargada de dar sabor y color a las creaciones comestibles del protagonista. Los bombones, le llevaron un buen rato: hizo 900, y cada uno tiene 20 pequeños hoyos y 30 puntitos de decoración, pintados a mano.
La primera versión fílmica de esta novela infantil se estrenó, entonces, en 1971 con dirección de Mel Stuart y el mencionado Wilder como protagonista, memorable como estrambótico Wonka de sombrero de copa, traje morado y gran pajarita. En su fábrica pop art de golosinas, el hombre de expresivos ojos azules pasa del gesto pícaro al desafiante, alternando entre la ternura y la condescendencia frente a los exasperantes caprichos de casi todos los pequeños visitantes. De mal modo descubren estos párvulos que caer en la tentación –de la glotonería, el orgullo, la competitividad, la arrogancia– tiene consecuencias en un escenario psicodélico operado por umpa lumpas de piel naranja y mechas verde. El quinto niño es Charlie, cuya modestia y bonhomía reciben recompensa hacia el final de esta fábula musical ligeramente moralizante que, aunque hoy es tenida como cinta de culto, fue un fracaso comercial en sus días. Otra fue la suerte de la remake Charlie y la fábrica de chocolate, una de las cintas más vistas en salas en el año 2005, con Johnny Depp –exagerando la nota interpretativa– como WW, y el director Tim Burton desplegando su imaginación desbordante y su marcado gusto por lo fantástico, sin escatimar en colorantes.
Después de Wilder y Depp, ahora es el turno del angelado Timothée Chalamet de interpretar al famoso chocolatero, que para bailar los números musicales, aprendió tap, y además se entrenó en canto, sacando a relucir una voz que, de creerle a King, recuerda a la del cronner Bing Crosby. En la película, acompaña al enfant prodige de Llámame por tu nombre un reparto muy británico: Sally Hawkins, Rowan Atkinson y Olivia Colman, también Hugh Grant, jibarizado por la magia del cine para su papel de umpa lumpa. Este fichaje hizo ruido en la comunidad de talla baja, que manifestó su indignación por no haber sido considerada para representar al oriundo de Lumpalandia que, como se ha podido ver en los trailers, es detectado por Willy a punto de manotear una de sus riquísimas invenciones. Cuando lo atrapa, Wonka se mofa de la estatura del hombrecillo que, en respuesta, le hace saber que su altura es perfectamente respetable; aún más, en su tierra le dicen “Lofty”… un guiño al altísimo de Dahl, que fue apodado de esa manera por su 1,95 metros.
Salvando las formas
También en Wonka los umpa lumpas son de piel naranja, algo que seguramente hubiera enchinchado a Roald –creído, irascible y mandón, según personas que lo frecuentaron–, como ocurrió con el film de Stuart: en aquel entonces, se enfurruñó porque la cinta no respetó su descripción de “pigmeos negros” del África profunda; una caracterización muy cuestionada en la actualidad, tachada de racista. En verdad, todo el asunto tiene tufillo colonialista: WW embauca a la tribu con dulces –un placer desconocido en su menú a base de orugas– para que trabajen de sol a sol, a su servicio.
Este tipo de descripciones en sus libros infantiles, al igual que el uso de términos hoy tenidos por ofensivos sobre temas como peso, género, raza y salud mental, han sido suavizados en nuevas ediciones de países como Inglaterra, donde a comienzos de este año se anunció que se reemplazarían palabras o pasajes que pudiesen herir susceptibilidades contemporáneas. Un lavado de cara que muchos artistas leyeron como un gesto de censura flagrante. Tal fue el parecer de Wes Anderson, realizador que ciertamente está familiarizado con la obra del autor inglés habiendo adaptado Fantastic Mr. Fox, en 2009, y recientemente, La maravillosa historia de Henry Sugar, primer cortometraje de una antología que completan El desratizador, Veneno y El cisne, a partir de cuentos para adultos de Dahl encargada al director por Netflix, que adquirió los derechos cinematográficos tras pagar a sus herederos un monto exorbitante.
Elegido por directores famosos
Anderson es uno de los tantos cineastas que se han interesado por el trabajo de Dahl. En 1965, por ejemplo, George Seaton rodó 36 horas, sobre un agente de inteligencia (James Garner) capturado por los nazis, al que le hacen creer que la guerra ha terminado, adaptación del relato Beware of the Dog, originalmente publicado por el autor en la revista Harper’s. Nicolas Roeg, Henry Selick, Danny DeVito, Steven Spielberg, Quentin Tarantino, Matthew Warchus y Robert Zemeckis, otros directores de renombre que han hecho películas o telefilms a partir de sus relatos; una lista que incluye a Alfred Hitchcock, que ofreció varios de sus cuentos en los episodios de Alfred Hitchcock presenta. Uno de ellos narra el asesinato perpetrado por una mujer que, tras matar a su marido de un golpe en la cabeza con una pata de cordero congelada, cocina el arma homicida y se la sirve a los policías que la interrogan, un tema que inspiró a Almodóvar para ¿Qué he hecho yo para merecer esto?
A esta altura del partido, obvio es decir que Dahl escribió antes –y en simultáneo– a su obra infantil relatos para adultos, costado que quedó plenamente expresado en su última novela: Mi tío Oswald, de 1979, sobre un bon vivant libertino, “el mayor fornicador de todos los tiempos”, que se alía con una mujer seductora para crear un banco de esperma exclusivo, valiéndose de artimañas para conseguir el material genético de Picasso, Freud, Einstein, Conan Doyle y otras luminarias geniales, y así asegurarle niños inteligentes a un manojo de mujeres ricas. El libro lleva esta búsqueda al límite, alternando humor salvaje, escenas estrafalarias, giros inesperados y altas dosis de humor negro, tan característicos del firmante.
Personalidad controvertida
Así las cosas, el nombre de este hijo de inmigrantes noruegos nacido en Gales ha quedado ligado para siempre a la literatura infantil, dueño de clásicos instantáneos en los Estados Unidos… mal que le pese a muchos padres que encuentran sus obras demasiado oscuras, con un cinismo rayano en la crueldad, falta de moralidad clara y, en ocasiones, representaciones estereotipadas de género. Algo es seguro: sus textos distan de ser tiernos; están llenos de niños huérfanos, a veces pobres, siempre inteligentes, a menudo víctimas de adultos malos, pero que siempre consiguen, gracias a su astucia y a su imaginación, salir de situaciones difíciles. Matilda, El gran gigante bonachón, Las brujas, James y el melocotón gigante, Los cretinos, Cuentos en verso para niños perversos resultan claros ejemplos, más allá de Charlie y la fábrica de chocolate, cuya primera edición de 1964 vendió alrededor de 10 mil ejemplares en tan solo en una semana y, desde entonces, nunca ha dejado de imprimirse, traducida a más de 30 idiomas [según la web oficial del autor, se vende un libro de Roald Dahl cada 2,5 segundos en el mundo]. La mayoría de los títulos fueron ilustrados por Quentin Blake, vale destacar, cuyos encantadores dibujos resultan inseparables de estas historias. Charlie..., se encuentra entre los grandes favoritos del autor, un longseller que está íntimamente asociado a este apetitoso superalimento, desde hace algunas décadas, se celebra el Día Internacional del Chocolate el 13 de septiembre en homenaje a su natalicio.
A las objeciones a su obra, se suman rasgos de una personalidad controvertida. Es sabido, por ejemplo, que Roald era declaradamente antisemita. En una entrevista de 1983, afirmó que “hay un rasgo en el carácter judío que provoca animosidad”, y añadió más tarde que “ni siquiera un bastardo como Hitler los atacó completamente sin razón”; dichos que reafirmaría al tiempo. También habría maltratado a su primera esposa, la actriz Patricia Neal, a la que conoció a través de Lillian Hellman, y fueron reiteradas sus infidelidades, incluso con amigas cercanas de la talentosa intérprete, con la que tuvo cinco hijos. “El podrido Dahl”, lo apodaría ella, que padeció el carácter irritable del autor aún enferma. Tessa, hija de ambos, también contaría que, cuando era adolescente, su papá solía darle vino y sedantes para tranquilizarla. No era un progenitor afectuoso, revelaría, pero sí compartía con sus niños el interés por los chistes pavos y las burlas incesantes. En ocasiones, los despertaba a medianoche para llevarlos al jardín y contarles historias; pese al gesto cruel, le alcanzaba el talento para crear momentos mágicos. Una vez le dijo a Tessa que las hadas habían escrito su nombre en el césped, y efectivamente había ocurrido… gracias al propio Dahl, que había rociado el pasto con herbicida.
Cuando en 2016, se cumplió un siglo del nacimiento del novelista, la Royal Mint de UK descartó acuñar una moneda conmemorativa en su honor: Dahl no era un autor “de la más alta reputación”, explicaron. Y eso que sirvió a la patria durante la Segunda Guerra Mundial como piloto de combate, tarea interrumpida en el 42, cuando fue derribado. Se salvó por un pelo (no así su nariz, que tuvo que ser reconstruida), y fue enviado a Washington como agregado militar; o espía, según lenguas informadas. En Estados Unidos, escribió y publicó en revistas, además de codearse con Hemingway, Roosevelt, Walt Disney. Lejos había quedado su primer trabajo para una petrolera, que lo llevó a pasar un tiempo en África, donde aprendió suajili, contrajo malaria, pero sobre todo, aprendió a valerse por sí mismo, según él mismo relataría en Boy, su primer libro de memorias.
Allí también recuerda vívidamente los azotes que le daban profesores en internados británicos, tanto o más severos que la perversa Trunchbull, de Matilda. El consuelo eran los veranos idílicos en remotas islas nórdicas junto a sus hermanos y su madre, que enviudó cuando Roald tenía cuatro años, donde pasaba los días escuchando historias fantásticas sobre brujas y gnomos, nadando en fiordos azules, comiendo helado “con miles de pedacitos crujientes de caramelo tostado”. También le gustaba analizar tabletas de chocolate, que ya entonces imaginaba como un experimento de laboratorio…
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