El reencuentro de los strippers: comedia, política y quitarse la ropa como una metáfora de desesperación
La serie Todo o nada sigue a los protagonistas del clásico The Full Monty y expone la crisis que atraviesa el Reino Unido
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The Full Monty contaba cómo un grupo de hombres intentaba mantenerse de pie sobre las ruinas de lo que había sido la clase trabajadora inglesa de fines del siglo XX mientras todo a su alrededor se desmoronaba. Narrada de forma sencilla y campechana, la película de 1997 fue entrañable.
Hace un par de semanas, con el nombre de Todo o nada, volvió como serie (Star+). En formato diferente, pero vigente y efectiva gracias a una más de las tantas crisis que desde el último cuarto de siglo postergan a un importante segmento de esa sociedad en la pobreza y la decepción.
Son aquellos seis personajes de entonces los que hoy le hacen frente a un desastre distinto, pero ligeramente familiar. Si en los 90 fue una bola de demolición la que tiró abajo a la industria del acero en Sheffield, dejando a la mayoría de sus hombres y mujeres desempleados, ahora es una seguidilla de recortes, consecuencia de una pandemia, el Brexit, una guerra vecina y más de una década de austeridad tory, la que está despojándolos lenta, pero inflexiblemente de sus derechos cardinales: salud, educación, atención social, transporte, energía, justicia.
Allá o acá en el tiempo, para salvarse a uno mismo y a su grupo de pertenencia, cuando las cosas se ponen difíciles, es bueno apelar a la creatividad, la amabilidad y el sentido de comunidad. Una fórmula que no falla y por la que su creador Simon Beaufoy –el mismo guionista de la versión original– decidió volver a apostar, siguiendo su cinematográfico instinto de convertir el realismo social británico en un éxito comercial.
The Full Monty, la película, se estrenó después de 18 años de gobierno conservador. Liderado por Margaret Thatcher, primero, y por John Major, después, el ambicioso plan era llevar al país de un estado del bienestar a uno neoliberal con la intención, decía ella, de “acabar con la cultura de dependencia que tanto daño ha hecho a Gran Bretaña». Las medidas para lograrlo incluyeron la flexibilización del mercado laboral, la privatización de las empresas públicas, la reducción del poder de los sindicatos y la adopción de un modelo de desarrollo tecnológico que sustituyera mano de obra por máquinas.
Entre las derivaciones de estos cambios estructurales, colapsó el sistema de asistencia social y decenas de miles de mineros, estibadores y trabajadores del acero y el sector textil quedaron abandonados a su suerte. Fue la política rompiendo la vida cotidiana, sempiterno drama de la clase obrera que el cine anglo históricamente supo reflejar y al que Beaufoy le añadió humor y picardía al mostrar que a mucha gente el capitalismo neoliberal de Thatcher la dejó literalmente “en pelotas”.
Caminando por esa Sheffield herida de muerte, se le ocurrió el argumento: “La ciudad estaba siendo literalmente demolida frente a mis ojos. Hombres que habían hecho el mismo trabajo que sus padres y abuelos ahora estaban en una especie de shock, sin saber qué hacer con sus vidas, víctimas de un gobierno indiferente a los efectos de sus propias políticas e inseguros de su lugar en el mundo. De repente se hizo un clic en mi cabeza y pensé: ¿qué pasaría si pudiera hacer del quitarse la ropa una metáfora de su desesperación y de su pérdida de identidad? En un segundo, comedia, política y patetismo se fusionaron”.
El film, hecho con un presupuesto mínimo, se estrenó casi sin marketing la misma semana en la que murió la princesa Diana. Así y todo, y hasta que pocas semanas después se estrenó Titanic, terminó convirtiéndose en un fenómeno de culto y en la película más taquillera jamás hecha en Reino Unido. Fue una especie de milagro cuyos laureles incluyeron cuatro nominaciones para el Oscar, una nominación a Mejor película en los Globo de Oro, tres premios BAFTA, un Goya y un David di Donatello. El entonces Príncipe Carlos dijo haberla visto dos veces y durante una visita a Sheffield en noviembre de 1998 sorprendió a los presentes al recrear junto a un grupo de extras los movimientos rítmicos de la recordada escena en la oficina de la bolsa de trabajo, con el tema de Donna Summer, Hot Stuff, de fondo.
"La serie nos dice que las personas son lo importante, que podemos unirnos y mejorar nuestra suerte"
Aunque la idea de hacer una segunda parte siempre estuvo latente, el guionista no encontraba una idea superadora que contar. Hasta hoy, en que Inglaterra atraviesa una de las peores crisis de su historia, al punto que, según el FMI, es el único país desarrollado con riesgo concreto de entrar en recesión durante 2023.
Su lista de desastres es larga: el Covid-19 hizo que las personas con ingresos más bajos perdieran sus empleos a un promedio cuatro veces mayor que aquellas con ingresos altos; el duro golpe a la economía que significó la salida de la Unión Europea –incluyendo la escasez de mano de obra barata, consecuencia del éxodo de inmigrantes–; la guerra en Ucrania, que provocó una fuerte suba en el precio del gas, el petróleo y los alimentos; una inflación anual que superó los 10 puntos –su valor más alto en los últimos 40 años–; aumento de impuestos; oleada de huelgas en reclamo de mejoras salariales; desinversión en capacitación y tecnología; ricos cada vez más ricos, pobres cada vez más pobres y desamparados, y sigue la lista.
Tanto para el creador como para el elenco se hizo obvio que el espíritu original de la cinta de 1997 tendría más actualidad que nunca y que estaban dadas las condiciones para que los protagonistas hicieran una nueva llamada de atención en tono de comedia, sin repetirse y sin tener que sacarse la ropa. “Todo o nada no es una secuela, sino un regreso a sus vidas tal como están hoy –explicó Simon Beaufoy–. Viendo la adaptación que se hizo para teatro me di cuenta de que los personajes siguieron viviendo más allá de la película. Además, puedo hacerlo en este momento en el que la televisión está teniendo este gran renacimiento y no todo necesariamente tiene que conducir a un gran final”.
Volver a juntarlos después de tantos años y tener ocho capítulos para poder explorarlos, ver qué les deparó el paso del tiempo y qué los hace funcionar es no sólo un lujo, sino una auténtica rareza dentro de la industria. La pregunta, entonces, es cómo están. “Nuestros personajes están desconcertados ante un único villano, que es un Estado que les ha retirado su apoyo y los ve luchar por sobrevivir sin hacer nada por ellos”.
Con podas presupuestarias en la mayoría de los servicios públicos y sociales, incluyendo las escuelas y la sanidad –faltan cubrir decenas de miles de puestos debido a la deserción que provocan los bajos salarios; por primera vez en la historia de Reino Unido las enfermeras convocaron a piquetes y huelgas en la puerta de los hospitales–, son las clases más débiles las que están pagando los costos más altos. Como dice uno de los personajes: “Por lo menos entonces –1997– había cola cuando ibas a anotarte al desempleo, gente con quien hablar y con quien juntarte en la infelicidad. Ya ni siquiera hay eso. Ahora estás haciendo clic en tu computadora solo en tu habitación”.
Es en esa sociedad fragmentada que excluye a sus piezas más vulnerables, en donde los Full Monty, también sus hijos y sus parejas, siguen representando la solidaridad, las ilusiones y el sentido de la vida. Como lo explicó Mark Addy (Dave): “La serie nos dice que las personas son lo importante, que podemos unirnos y mejorar nuestra suerte, y que el esfuerzo comunitario aún puede triunfar sobre la adversidad. Al gobierno no le interesa el mundo de Full Monty, pero a la gente sí. Y da igual lo mal que estén las cosas, cuando el Estado fracasa tan estrepitosamente, es la comunidad, son los amigos y es la familia quienes arriman el hombro como un gran recordatorio de que sigue habiendo cosas buenas en el mundo, de que las personas somos resistentes y amables y de que el humor ayuda y la esperanza prevalece”.
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