Miguel Cortijo debutó en primera a los 14 años, lo descubrió León Najnudel y devino leyenda del básquet argentino
Encuentro con un emblema de Ferro en los inicios de la Liga Nacional y uno de los mejores bases de la historia
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En mi habitación de adolescente no había posters de rock. Tenía pegadas con cinta Scotch dos páginas de la revista Encestando. Una era la foto de Michael Jordan en un campeonato de volcadas. La otra, de Miguel Cortijo.
Mi hijo pegó en su pieza una figurita de Cristiano Ronaldo y otra de Erling Haaland. Tiene 5 años. No sabe leer todavía, pero aprendió a escribir todos los nombres de la Scaloneta, incluido Exequiel Palacios con la X. La fiebre mundialista no termina nunca. Yo le hablo de básquet pero no le interesa. Mira partidos enteros de la Champions League.
Pruebo con la técnica de identificación: le cuento de los posters, de Cortijo. “Era un mago con la pelota, ganaba los partidos con pases increíbles”. Parece funcionar: “¿En serio hacía magia con la pelota?”. Pero se complica: “Lo quiero conocer, papá”.
–Cortijo no juega más, ya se retiró.
–Lo quiero conocer igual.
Me cuesta conseguir el teléfono. Creo que vive en Santiago del Estero, pero me dicen que pasa bastante tiempo en Buenos Aires. Le dejo tres mensajes en dos semanas; al cuarto, responde. “Perdoname, estaba resolviendo un problema con la mesada de la cocina”, explica. Mucho no le gustan las entrevistas. Finalmente, quedamos en un café por San Juan y Boedo. Voy solo. Antes le cuento a mi hijo del encuentro. El que avisa no traiciona. “Otro día te llevo”, prometo.
Más porteña imposible la esquina elegida por el hombre que nació en La Banda en 1958 (tiene 64) y se crio en Santiago capital. Llegó a Buenos Aires a los 16 años, solo, en tren. León Najnudel lo había visto jugar en el Campeonato Argentino y convenció a su mamá de que debía probarse en Ferro. “Ella no estaba de acuerdo, porque yo era chico y Buenos Aires era otro mundo para nosotros. Pero no lo iba a dejar pasar, me mandaron un pasaje y me vine”, recuerda. Durante 7 años vivió en una pensión pagada por el club, que compartía con otras promesas del básquet (Vicente Pellegrino, Luis González, Armando Cisneros, Luis Oroño) y también del fútbol (Héctor Cúper, entre otros). “Era una casa de tres plantas en el Barrio Inglés de Caballito. De ahí nos íbamos caminando por Emilio Mitre y comíamos en la sede social; unos muchachos gallegos tenían la concesión. Siempre había alguno de la subcomisión de básquet con nosotros. Nos invitaban al centro, íbamos al teatro. Tuve la suerte de llegar en un momento increíble del club. Ya teníamos nutricionista, nos hacían estudios. Se veía una estructura adelantada”.
La pasaba bien, aunque también mal. Extrañaba a su familia y sus amigos. “Uno tiene sus costumbres y la vida acá sigue siendo muy diferente a la de allá”, dice Miguel, que había sido goleador de los campeonatos juveniles y mayores con su club, el Inti, y con la selección provincial. Debutó en Primera con 14 años. Atacaba el aro desde distintas posiciones, pero Najnudel tenía la idea (la visión) de hacerlo jugar de base. “Pesaba 74 kilos cuando llegué a Buenos Aires, era una piltrafa. Pero entrenábamos con pesas, teníamos que saltar con las barras de una punta del estadio a la otra. No era fácil. Pero te empezabas a sentir fuerte, entrenábamos doble turno, descansábamos y comíamos bien. No me podía ir mucho a Santiago porque no tenía disponibilidad económica. Y porque sabía que me tenía que quedar”.
Miguel se quedó y se convirtió en el símbolo del Ferro campeón de los inicios de la Liga Nacional, que ganó los dos primeros campeonatos (1985-1986), repitió en 1989 y llegó a la final del Mundial de Clubes, entre otros logros. La gestión de Najnudel dejó una huella indeleble en aquel equipo y en el básquet argentino. Antes de la Liga había torneos muy fuertes en Córdoba, Bahía Blanca y Capital Federal, pero también en provincias como Santiago del Estero. El entrenador sabía que el país respiraba básquet; había que enlazar todos esos polos. La Generación Dorada iba a ser el corolario de su mirada a futuro, y la de algunos otros. “Pero había muchos anti Liga también –recuerda Miguel– y equipos que no quisieron sumarse, como Obras. León quería algo federal, de mejor calidad. Y sucedió”.
Najnudel tenía su oficina abajo del microestadio Héctor Etchart, un piso por escalera. Pasaba todo el día en el club. “Se había instalado una casetera del tamaño de una mesa, de esas que cargaban el VHS por arriba –continúa–. Y viajaba a Estados Unidos para capacitarse. A donde iba, tenía amigos que lo recibían. Después venía gente de todo el interior, él los invitaba y les mostraba los videos. Le interesaba compartir, difundir”. Cortijo también se acuerda de León “agarrando el teléfono negro de la presidencia del club y llamando a sus contactos. ‘Necesito traer americanos’, decía. Llamaba a Nueva York, a todas partes. Necesitaba que le dijeran de cada jugador si estaba roto, si fumaba marihuana, todo. Eran americanos top, pero por algún motivo los habían cortado en otros lados. Entonces, él llamaba y averiguaba”.
–¿Cómo era tu vínculo con él?
–Era el tutor de todos nosotros y se pasaba el día empujándonos para ser mejores. Estaba atento a tu vida personal, a cómo estaba cada uno. Desde mucho antes de la Liga. Se jugaba, a la mañana siguiente se descansaba y a la tarde seguíamos. El trabajo constante fue un aprendizaje que nos dejó.
Najnudel lo había descubierto en uno de sus tantos viajes por el interior en su Renault 12, para ver básquet y reclutar jugadores. “Tenía amigos en todos lados. Sabía dónde comer empanadas, dónde escuchar chacarera”. En el documental León, reflejos de una pasión [José Glusman, 2015], el preparador físico Luis Bonini recuerda: “Cuando Cortijo llegó, físicamente daba muchas ventajas. Pero era un talento. León me decía: ‘Tiene un motor BMW con un chasis Citroën. Pongámoslo físicamente como a un jugador de Primera. Porque cuando lo agarre un defensor más fuerte, no le va a dejar tocar la pelota’. Es ahí cuando, en tres años, Miguel empezó a despegar y logró un nivel que hoy lo haría jugar en la NBA, sin ninguna duda”.
Cortijo debutó en la selección nacional en 1979 y jugó dos mundiales. En España 86, cuando el equipo dio el primer batacazo contra Estados Unidos, fue el capitán y máximo asistente del campeonato. Su último partido con la camiseta argentina, en el Torneo de las Américas de 1992, en Portland, fue contra el histórico Dream Team de Jordan, Magic Johnson, Larry Bird, David Robinson, Charles Barkley… “Si asustaba verlos por televisión, no sabés lo que eran en persona”, recuerda. A él lo marcó Magic, y viceversa. “Fue con el único que después me tomé una foto, porque soy hincha de los Lakers. Nos invitaron a un evento por el 4 de julio y cuando llegó Magic con su custodia, le dije al Loco Montenegro: es ahora o nunca. Le di mi cámara y me sacó la foto. Después nos conocimos un poco más en Buenos Aires, cuando vino a una campaña por el VIH. Quería que todos tuvieran acceso a la medicación y anduvo visitando hospitales”.
Además de 15 temporadas en Ferro, Cortijo jugó en Peñarol de Mar del Plata, Olímpico de La Banda, Boca Juniors, Siderca de Campana, Independiente de General Pico, Regatas Corrientes y Quimsa. Se retiró a los 42 años. En 1990 le dieron el premio Konex al mejor jugador de básquet argentino de la década del 80.
***
En la puerta de Ferro sobre la avenida Avellaneda, el guardia no lo deja pasar. “Vengo a una producción de fotos con unos periodistas”, le explica Miguel. El muchacho no lo conoce. “¿Podría revisar por favor?”, insiste el santiagueño, que sigue midiendo 1,89 m, como en sus tiempos de gloria. “Ok, sí, hay unas fotos autorizadas”. La luz del molinete se pone en verde. “Adelante”. Es viernes por la noche y en las canchas de césped sintético linderas al Etchart cientos de chicos practican deportes. Los padres observan a sus hijos detrás de los alambrados. Nadie registra el ingreso de Miguel.
El acceso también se complica para mi hijo: “No puede entrar con el escudo de River en el pantalón –advierte el guardia–. Se lo tiene que quitar o dar vuelta”.
– Pero tiene 5 años, ¿qué problema puede haber?
–Aunque tenga 2 años, son reglas de los clubes de AFA.
Mi hijo no entiende por qué, pero acepta. Lo ayudo a darse vuelta los pantalones. “Después te explico”, pateo para adelante. Veré cómo contarle años de fanatismo, barras bravas y partidos sin visitantes. El fútbol no tiene la culpa, el muchacho de la puerta tampoco.
Las luces del microestadio están encendidas. Desde afuera se oyen las pelotas rebotar contra el parqué. Es la música de su vida. Miguel posa en las gradas, algo incómodo: no quiere molestar el entrenamiento de un equipo de juveniles. Sobre las tribunas, en lo más alto, cuelgan las camisetas de la generación dorada del club. La suya –la N°11– está en el centro junto al cuadro con la cara de Najnudel. Los pibes miran de reojo los flashazos. Ya no se escucha el rugido de la tribuna (Que de la manooo, de Miguelitooo, todos la vueltaaa vamos a dar), pero por lo bajo se empieza a oír: “Es Cortijo”. Otros pibes señalan: “Cortijo”. Paran el entrenamiento y le piden unas fotos, lo saludan, le dan la mano. No lo vieron jugar en los 80, pero seguramente lo buscaron en YouTube, o sus padres les contaron del mago que manejaba los partidos con mente fría y elegancia.
Parece chico el estadio. O yo era muy chico en los primeros tiempos de la Liga, cuando no había molinetes y me colaba para verlo jugar. Los partidos eran especialmente bravos contra Atenas de Córdoba. De un lado estaban él, Sebastián Uranga, Diego Maggi, Fabián Tourn, Gabriel Darrás; del otro, Héctor Campana, Marcelo Milanesio, Diego Osella, aunque el que convertía el estadio en una caldera era Mario Milanesio, quien no trascendió como su hermano, pero era un temible lanzador y picanteaba los partidos. “A la hora de competir nunca hubo problema –recuerda Miguel–. Éramos muy fuertes de local y ellos también”.
–Con Darrás hacías muy buena dupla.
–Nos entendíamos mucho con el Flaco. Te vas dando cuenta con el tiempo de que, para jugar con tus compañeros, tenés que conocerlos. Saber cuál es su mejor perfil para recibir, para tirar. Le vas sacando la foto mental. A mí me ocurría eso con Darrás y con [Daniel] Aréjula. Rebote nuestro y primer pase rápido. El pique de Aréjula era único, siempre para terminar con su mano derecha. Es una visión que se construye todos los días en el entrenamiento. Después, elegías según quién era mejor para cada cosa. Si mi compañero era mejor tirador que yo, era mi primera opción. Lo vas incorporando como hábito.
Al contar eso, Cortijo destaca a la Generación Dorada. “Durante más de 10 años, la primera ofensiva fue Luis Scola. ¡10 años! Y Ginóbili entendía eso. Ya era una estrella de la NBA, pero no le jugaba el ego, el orgullo. No sirve que cada uno tenga su historia: la historia es una para todos, muchachos. Esos detalles hablan de grandeza. Tuvieron una sabiduría que rompe con lo estrictamente deportivo”.
–¿Se puede comparar el nivel de ustedes con el que vino después, con ellos?
–Nosotros intentábamos. Tuvimos buenas camadas de jugadores, pero enganchamos justo una década de Brasil que, en el continente, no había con qué darle. Le ganaron a Estados Unidos un Panamericano, se paraban contra la Unión Soviética y con Yugoslavia, palo y palo. Marcel, Oscar, Pipoka, Andrés, Israel, Gerson, más los otros muchachos que estaban terminando: Fausto, Marquinhos, Zé Geraldo. En cada final nos dejaban afuera. No existían todavía los tiros de tres puntos, pero Oscar igual te tiraba desde 7 metros. Un animal, que lo llamaban de la NBA y no quería ir. Una constelación de cracks. De vez en cuando circulaban la pelota, pero les daba resultado jugar así: dos pases, tiro y se terminó. Nosotros nos íbamos acercando.
–¿Vos sí hubieras ido a la NBA si te llamabas?
–Iba caminando, claro.
Cortijo le pasa una pelota a mi hijo, le pide una foto juntos y le pregunta si juega al básquet. Mi hijo le responde que sí: no querrá defraudarlo, imagino. O a mí. Cortijo le dice que tiene que hacer lo que le guste. El histórico base empezó a los 6 años, cuando en el centro de Santiago había tres clubes de básquet en cinco cuadras a la redonda. “Jugábamos con una pelota de cuero que nos inflaba Cleofé Corvalán, que era el canchero. No había 800 pelotas como ahora. Nos quedábamos afuera esperando a que terminaran los grandes. Paraban un poquito y nos metíamos a tirar. Nos gritaban, nos echaban, ya era de noche. ¿Y qué hacíamos? El Club Santiago quedaba a una cuadra y media: nos íbamos para allá. Ahí había otro canchero, que vivía con su señora y dos hijos, entonces dejaban la luz prendida. ‘¿Podemos tirar un poco?’. Uno contra uno, dos contra dos. O al tiro por un peso. Cuando nos echaban, nos íbamos a Estudiantes Unidos, que tenía bar y billar, entonces cerraba más tarde. El cantinero también era el utilero. ‘Tano, prestame la pelota’. ‘Bueno, pero un rato nomás’”.
Jugaban sobre piso de mosaico, en canchas destechadas. “A la siesta nos metíamos con una escalera de carpintero por una pared muy alta. Tal vez con un calor terrible, 45 grados y en alpargatas, que era el calzado. Saltábamos. Jugábamos. Nos insultaba algún vecino por el ruido, pero no pasaba nada. Linda época”.
Ya más grande, después de los partidos se reunían todos en Isla, una parrillada. Ahí se juntaba “el ambiente del básquet”. El torneo provincial se jugaba tres veces por semana y era muy parejo. “Cada equipo después armaba su mesa y venían los árbitros también. Más que comer y tomar, lo lindo era la convivencia que había”, cuenta.
El básquet tiene para él relación directa con la cultura de cada lugar. “Cuando jugaba con la selección de Santiago nos acompañaba la banda de música de la provincia, sobre todo si el partido se transmitía por radio. La banda tocaba zamba o, cuando el equipo estaba mal, te metía una chacarera para levantar. Siempre venía, todos los años, hasta que dijeron que la bandita era mufa y no la dejaron venir más”.
***
Después de las fotos de prensa, Cortijo se junta a jugar al básquet en la sede social de Ferro, a tres cuadras del Etchart. Lo hace cada viernes que está en Buenos Aires. Juega con mayores de 40 años en un gimnasio sin líneas pintadas, al fondo de la casona ubicada en la calle García Lorca. Miguel es uno más, aunque todas las pelotas van para él. Perdió algo de elasticidad –tantos años de básquet en baldosa pasan factura a las rodillas–, pero no la mano ni la visión de juego. “Vengo con un amigo santiagueño. Lo importante es que después vamos a comer algo”.
–¿Te entusiasma seguir jugando?
–En Santiago hay mucho movimiento de Maxibásquet. Se armó fuerte, hay incluso una liga comercial. Siempre estoy vinculado. El retiro no es fácil para un jugador, el que dice que está listo… Te retirás temprano, queda mucha vida por delante. En un momento empecé como entrenador, pero no me entusiasmó. No por una cuestión de resultados, sino que volver a la vida de partidos, giras… Además, los jugadores son diferentes a cómo éramos y tenés que tener, sobre todo, una buena comunicación. Más allá de si dibujás la tabla o hacés una jugada mejor que otra, tenés que ser claro, porque los jugadores te están seteando. No me terminé de enganchar.
Miguel lamenta que el Inti no exista más [se fusionó con los otros dos clubes del centro de Santiago en Quimsa, actual finalista de la Liga] y que en el lugar de la sede haya una torre de departamentos, a media cuadra de su casa actual. Le cuesta incluso pasar por la puerta. Pero hoy integra la Comisión Directiva de Defensores del Sud, al que se sumó para la formación del básquet infantil. “La cancha ya tiene buen piso, techo... ¿De dónde salen acaso los jugadores de la Liga? ¿De dónde surgió la Generación Dorada? De los clubes. Hay que preservar eso. No estoy en contra de las fusiones, para nada, pero tres clubes en un mismo lugar te dan competencia”.
La noche en la sede de Ferro se extiende más de la cuenta. El partido es parejo, de ida y vuelta. Miguel saluda desde el centro la cancha, al mismo tiempo que mete un no look pass marca registrada. Guiña un ojo hacia la puerta, divertido.
–Papá, me dijiste que Cortijo no jugaba más.
–Uff, me equivoqué.
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