El éxito de la escritora Dolores Reyes, que narra y vive en el Conurbano, es traducida hasta al turco, polaco y danés e inspiró una serie
El primer libro de Dolores Reyes, “Cometierra”, es celebrado por The New York Times y Oprah Winfrey tendrá su serie. Su segundo lanzamiento, “Miseria”, ya está haciendo su camino.
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No hay un cielo al final. En la entrada a la plaza de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno, la lluvia se hizo espejo y coronó un cierre diferente a la rayuela marcada en el piso que simula la tapa de la novela de Julio Cortázar. Lilas y verdes mojados se mezclan sobre la avenida Santa Fe y Agüero. Dolores Reyes se resguarda de la lluvia bajo el techo del edificio principal, un ejemplo de la variante del expresionismo del siglo XX llamado “brutalismo”, de los arquitectos Clorindo Testa, Francisco Bullrich y Alicia Cazzaniga.
El paraguas de Dolores queda apoyado en uno de esos bloques de cemento. El vestido de mangas cortas deja que sus antebrazos exhiban los tatuajes. De colores fuertes sobresalen las tapas de sus novelas: Cometierra y Miseria. “Siempre elijo a mujeres tatuadoras –reconoce–. Tengo en la espalda, en la pierna. Las mujeres siempre estuvimos marcadas. Hay chicas que mientras me tatuaban me decían: ‘estoy aprendiendo’”.
–Hay que animarse a poner el cuerpo para que lo tatúe alguien que está aprendiendo... No es como ir a la peluquería.
–Yo confío. Hay tantas historias referidas a los tatuajes. Conozco gente que fue a hacerse un honguito y terminó con otra cosa y supuestamente eran tatuadores conocidos.
Extiende los brazos y muestra la imagen de Cometierra en el derecho y el de Miseria, en el izquierdo. “Tengo lugares reservados para mis otras novelas”, asegura entre risas.
–Las tapas de tus libros traducidos al turco, al polaco, al danés, al inglés, francés… ¿no tienen lugar?
–Por ahora no. Lo que sí hice fue sumar una cláusula en los contratos de traducción para que me manden los libros.
–¿No tenés los ejemplares traducidos?
–Me los mandaban en digital, pero no físico. Algunos sí, otros no. Ahora los quiero tener a todos. Son ediciones hermosas. ¿Viste las tapas? Puse, especialmente, un estante arriba de mi cama para colocar los libros traducidos. Ahora en el contrato figura que tienen que mandarme un ejemplar.
Por encima del tatuaje de Miseria se ve un dibujo en negro. “Es de una ilustradora coreana, Henn Kim, una artista que me encanta”. Busca el celular y allí están los dibujos de la artista en su cuenta de Instagram. “Son hermosos, simples, en blanco y negro. El que tengo en la espalda también es de Kim. Dice Amanece y ya está con los ojos abiertos, un homenaje a Juan José Saer. Es la primera línea de El limonero real [una de las novelas más importantes del escritor argentino, publicada en 1974]”. El de la pierna también es de Kim. “Basta ya de chicas muertas”, dice y el revólver se clava en la espalda de una mujer. Un símbolo, una declaración contra los femicidios que persisten en la Argentina y en el mundo.
En un rincón del bar, el que está al pie de la Biblioteca Nacional, Dolores pide perdón por tener el celular a mano. Uno de sus gatitos no está bien. Revisa un mensaje, de fondo se escucha la voz de Dua Lipa que repite “Houdini”. En la mesa ya están juntos el fernet con Coca Zero, que pidió Dolores, y mi limonada. Aprovecha que tiene el celular en la mano, junta los vasos y le saca una foto. Vale decir que, en la imagen posteada en las historias de su Instagram, la limonada simula un trago.
Fue en un taller con Selva Almada, en el ya desaparecido Espacio Enjambre, que Reyes escuchó atenta el fragmento que leyó Marcelo Carnero, uno de sus compañeros. Cuando pronunció “Tierra del cementerio”, las imágenes aparecieron, se suscitaron una tras otra.
–Los muertos no ranchan donde los vivos. Tenés que entender.
–No me importa. Mamá se guarda acá, en mi casa, en la tierra.
–Aflojá de una vez. Todos te esperan.
Si no me escuchan, trago tierra. Antes tragaba por mí, por la bronca, porque les molestaba y les daba vergüenza. Decían que la tierra es sucia, que se me iba a hinchar la panza como a un sapo.
–Levantate de una vez. Lavate un poco.
Después empecé a comer tierra por otros que querían hablar. Otros, que ya se fueron.
Así comienza Cometierra, la primera novela de Dolores Reyes, la que vio la luz en mayo de 2019 y que editó Sigilo con mucho entusiasmo. De boca en boca, la historia de la joven que de niña tragó tierra y supo en una visión que su papá había matado a golpes a su mamá se convirtió en un boom literario. The New York Times la destacó como una de las novelas del año y la mismísima Oprah Winfrey la recomendó en las redes.
Cierra los ojos, traga tierra y en esa oscuridad nacen las formas. Ese es el don de Cometierra, la responsabilidad que tiene con los otros, decir lo que esperan, dar respuestas de dónde están, qué pasó con las mujeres desaparecidas, con los cuerpos violentados. Narrada en primera persona, entre lírica y brutal, Cometierra fue traducida a 14 idiomas y pronto tendrá su serie, en una producción de Prime Video, con Daniel Burman a la cabeza y la dirección de Cris Gris [Vgly] y Martín Hodara [La señal]. “Sinceramente, con Cometierra pasé por todos los estadíos –confiesa Reyes–, jamás hubiera imaginado que lo que comenzó como un ejercicio en un taller literario se iba a transformar en una novela, que a su vez se iba a leer en otras lenguas y que iba a ser adaptada para una plataforma como Prime [estará ambientada en México, tendrá siete episodios y estará disponible en más de 240 países]”.
–Alguna vez contaste que muchos te llamaban “Cometierra”.
–Sí, eso fue al comienzo. No sabían mi nombre, pero cuando me reconocían por la calle me decían “Cometierra” y me preguntaban sí realmente ella existía.
–¿Te pidieron el contacto?
–Hay gente que todavía me escribe convencida de que Cometierra existe, creen que yo no les quiero pasar el dato, el contacto, el nombre real de la vidente. Hay una gran necesidad de contactar a nuestros muertos, o saber qué pasó con ellos.
Dolores nació en 1978, en el oeste del Gran Buenos Aires. “Soy de 3 de Febrero y trabajé muchos años en una escuela en Pablo Podestá. Sigo viviendo en el mismo lugar, con seis de mis siete hijos [Ezequiel, Reina, Eva, Valentín, Ariadna y Benjamín]. La mayor [Ashanti] ya vive sola –aclara–. Yo me muevo como siempre. Para llegar acá, a la nota, tomé dos colectivos, el tren. Lo hice siempre. Hoy, además, resulta imposible mudarse. ¿Cómo pago un alquiler para que vivamos los siete? Acá en Capital los precios son una locura. Cuando tengo que hacer presentaciones, charlas, la editorial me pone un auto. Además, siempre tengo un libro conmigo [abre la mochila y saca El niño resentido, de César González]. Me encanta todo lo que hace César. Ahora tengo un promedio de 6, 8 aviones por mes. Estoy de un lado para otro. Antes de Cometierra no había salido del país. Espero poder leerlo –sacude el libro de César–, me pasa que siempre llevo uno o dos en los viajes, pero entre las charlas, las firmas, las presentaciones, las idas y vueltas vuelvo con los libros cerrados. Me encanta viajar –asegura y se nota que es así, en sus redes comparte cada uno de ellos–. No deja de sorprenderme lo que ocurre con las novelas. Miseria [que retoma a los personajes de su primera historia] ya está haciendo su camino. Me pasa que a veces veo las salas y me pregunto si tanta gente va a venir, y sí, aparecen. Las novelas generan debates. En las mismas entrevistas agradecen que se hablen de estos temas, de los femicidios, de las violencias. Me pasó en México, en Perú... Polonia, donde también se publicó, tiene un índice alto de violencias”.
–El conurbano bonaerense puede decirse que es tu Macondo. En el exterior vieron el universo que narrás como si se tratara de una especie de “realismo mágico”.
–El colombiano Juan Cárdenas, un escritor que me encanta, dice que los latinoamericanos escribimos realismo mágico, y que los europeos escriben literatura fantástica. Me encanta esa idea. Pero yo prefiero no hablar de realismo mágico, sino relacionarlo con la mitología griega, que es lo que me formó y me marcó [estudió Profesorado de Enseñanza Primaria y Griego y Culturas Clásicas en la UBA], con las leyendas nuestras, como la de nuestra flor nacional, el ceibo... En las historias en las están presentes las violencias hacia las mujeres, en textos como Antígona, cuando habla de enterrar o no un cuerpo; el sacrificio de Ifigenia, la hija favorita de Agamenón.
–Pienso en el espacio geográfico, en el lugar donde conviven historias y personajes “mágicos” que tienen dones.
–Como curar el mal de ojo, el empacho, la culebrilla… Sí, claro, las malas energías, todo eso se mantiene, acá también (se refiere a la Ciudad de Buenos Aires) pero no lo dicen. El curandero se consulta más que al médico, eso sigue siendo así, a mí me llevaban.
–Por lo que decís, el vaticinio y lo onírico no solo atraviesan ambas novelas, sino también tu vida.
–Hoy pareciera ser algo marginal, oculto, hasta despreciado. A veces hasta se habla medio en tono de burla. Pero en la antigüedad, los pueblos consultaban a los oráculos para saber qué caminos tomar, si ir o no a la guerra. Las mujeres eran protagonistas, las pitonisas, las adivinas. Me gusta leer, buscar. Hubo un momento en el que se dejó de lado, se estigmatizó. Pensá en el mito de Casandra [nadie creía en sus pronósticos] o en el vaticinio de Tiresias en el mito de Edipo. ¿Qué camino seguir, no? Las leyendas, las historias nuestras, de América, también son muy ricas. A mí me mueve todo lo que tiene que ver con el desborde de la naturaleza, con el poder de la tierra, de la naturaleza en la vida. Ahora, con Miseria [las narradoras son dos, la joven médium y la novia de El Walter, el hermano de Cometierra] la historia la trasladé a Liniers, bien en el borde con el conurbano, en esa zona de cruces, donde parece un mundo diferente a todo. Liniers es un mundo en sí mismo. La terminal de micros de larga distancia, la estación de tren, la General Paz que divide la ciudad de la provincia, la avenida, la gran feria, el cementerio israelita [se trata del primer cementerio judío Ashkenazi ubicado en Ciudadela, pero que se lo conoce popularmente como el cementerio de Liniers]. Si cruzás las vías del Sarmiento, está la iglesia de San Cayetano, una especie de santuario donde conviven también adivinas, curanderos, santerías católicas, vendedores de todo tipo y de los países que imagines. Es una puerta a Narnia. Y eso me gusta que esté en mis libros.
–¿Qué piensan los traductores de todo este universo?
–(ríe) Me pasó que me mandaran fotos de shoppings, casi futuristas, y me preguntaban si La Salada era así. No podían entender de lo que les hablaba. Así que yo también les pasé fotos del lugar. Cuando presenté Cometierra en países como en Suecia, Noruega, les llamaba la atención los lugares, la manera de vivir, de hablar. En ese momento, me sorprendieron mucho las traducciones de los países nórdicos, para mí fue maravilloso pensar que un universo tan lejano se acercara al mundo periférico que plantea mi novela, me parecía algo muy latinoamericano como para preguntarme qué es lo que iban a leer estos nuevos lectores tan remotos… Algo maravilloso con las traducciones y que me emociona mucho es que la dedicatoria de Cometierra (“A la memoria de Melina Romero [la adolescente de 17 años asesinada en 2014] y Araceli Ramos [la joven de 19 años asesinada en septiembre de 2013]. A las víctimas de femicidio, a sus sobrevivientes”), aparece en cada libro, en diferentes idiomas y sus nombres están presentes.
–En tus libros, además, combinás el tono poético con la realidad de los personajes. Son voces que no pierden identidad, al contrario, la mantienen en el habla.
–La poesía está presente en la vida, sin importar las clases, las edades. ¿Por qué no utilizar y aceptar ese lenguaje para contar una historia? ¿Por qué pensar que solo lo bello está en una forma de contar y de mostrar a una sociedad? Hay sectores que fueron despreciados históricamente. Nadie elige nacer en la pobreza, en la marginalidad y hoy ves los números de pobreza y la mayoría son niños y adolescentes. Justo que hablábamos de las traducciones, me preguntan mucho qué quiere decir ranchar o la casa se pudre. O cuestiones como que cuento que la casa tiene el techo de chapa. Es un vocabulario que responde a una zona. Cuando escribo, narro las voces, lo hago de manera natural, porque nací en el conurbano, vivo allí, trabajé en las escuelas, soy madre, conozco a las amigas, amigos de mis hijos. Porque escucho, porque veo, porque vivo. En los personajes de Cometierra y Miseria hay poesía, belleza, inteligencia, magia. Ellos tienen que manejarse en un mundo que les da la espalda. En esas vidas hay belleza, a pesar del contexto en el que se vive. Cuando decidí que Cometierra iba a ser la hija de un femicidio, sabía por dónde ir, porque conozco esas historias. Yo soy testigo. Escucho, interactúo. Después de que publiqué la novela se acercaron muchos a contarme lo que vivieron, sus propias historias. La literatura es un lugar de búsqueda y también de incomodidad. Estoy atenta y por eso los dos libros tienen esa vivencia, ese cruce con la realidad, con esas personalidades de las pibas, de los pibes que conocí, que tuve como alumnos. Miseria tiene mucho de las chicas que conozco, de pibas que tuvieron vidas súper duras, repletas de carencias, pero que tienen una fuerza, una chispa para seguir adelante. Para mí es un don, diferente al de Cometierra.
–En los últimos años, el mercado editorial dirigió su interés y abrió el juego a nuevas voces. En América Latina buena parte de las propuestas más audaces y disruptivas en el campo literario están escritas por mujeres.
–Sí, recuerdo la nota en la que hablamos del mal llamado boom latinoamericano femenino. Durante años las mujeres, las travas, las lesbianas y disidencias fueron excluidas, el famoso boom [que surgió entre los años 1960 y 1970] dejó afuera a un montón de autoras. Mujeres que escriben hubo siempre, solo que estábamos marginadas a ciertos espacios, olvidadas. Hoy, estamos retomando el legado de nuestras escritoras, redescubriéndolas, como el caso de Sara Gallardo autora de Enero [publicada originalmente en 1958], donde cuenta la historia de una adolescente que debe enfrentarse a un embarazo no deseado luego de ser víctima de una violación. Como Sara, hay otras. Voces de ayer y de hoy. Voces que no hay que perder.
–Recién hablábamos de realismo mágico y cuando uno lee reseñas de tus novelas, suelen enmarcan allí, como si fuera un “genero”; otros se animan y hablan de terror, de fantasía…
–Me gusta, me divierte que los géneros, que las lecturas sean como cajas de herramientas. De esas cajas enriquecés tu propia narrativa. Con Cometierra pasó algo tan increíble, para algunos se trataba de realismo mágico, como decís, para otros, una novela de género negro, policial, fantástica, de terror, una novela feminista…Todo el tiempo preguntamos, ponemos en duda el “don”, como el de la protagonista de mi novela, que come tierra y que puede ver lo que sucedió con los cuerpos. En cambio, nunca dudamos de la Biblia, de lo que dice la Iglesia Católica, que un niño nació de una mujer virgen que embarazó una paloma. La escritura tiene que ser libre. Cometierra y Miseria tratan temas universales, hablan de la vida, del amor, del dolor, del sexo, de la amistad, de la relación entre hermanos, del duelo, de la violencia, de la justica, de la desaparición de mujeres. Vínculos humanos, de eso se trata. No importa el género. Cuando escribo trato de generar reacciones. Comienzos muy contundentes, capítulos cortos, finales con intrigas. Me gustan los libros que te emocionan, que te hacen pensar. Me gusta la intensidad. Pienso que, si alguien dejó de ir a tomar algo, de ir a cenar, de gastar plata en una salida y la puso en el libro hay que darle algo, no solo un texto que lo movilice intelectualmente. Por eso te digo que me gusta la intensidad, esos textos que te mueven en extremo, esos libros que a veces tenés que dejar reposar porque te perturban. Experimentar, pero no solo desde lo intelectual, también desde lo emocional. La escritura tiene que ser libre en todo sentido.
En la solapa de ambas novelas, detallan que Dolores Reyes es madre de siete hijos. “Mi casa siempre es un quilombo”, arremete.
–No lo dudo. Por eso cuesta imaginar los momentos libres para dedicarte a la escritura.
–Sí, no es fácil. Con Cometierra tenía una rutina. Por lo general me levantaba a las cuatro de la mañana, el único momento con silencio, pero no solo en casa, sino en el barrio. Cuatro años tardé en terminarla, a veces con uno de mis hijos a upa, otro en la cama. Fue un esfuerzo enorme, como le pasa a un montón de mujeres, no solo a las que escribimos. Ya con la segunda fue diferente. No fue más fácil. Estaba con las presentaciones, sorprendida con todo lo que pasaba, con el cambio en mi vida. Todavía trabajaba en la escuela cuando me empezaron a llamar para avisarme de las traducciones, de las invitaciones que me hacían para viajar. Miraba a mí alrededor y no podía creer lo que me estaba pasando. No sabía qué hacer. Después llegó la pandemia. Algunos dicen, los que escriben, que el encierro les hizo bien, que pudieron adelantar sus trabajos, concentrarse. Pero para mí no fue así, necesitaba salir. Mi hijo menor [tiene 12 años] estaba contento, tenía a mamá en casa todo el tiempo, veíamos películas, series... En esa época pasó algo increíble, la “Negra” Vernaci leyó la novela al aire y ahora está ahí en un podcast para que lo escuche cualquiera. Es una manera de que los libros lleguen.
Pienso en mamá, sin nadie, con apenas unos años más que Miseria cuando lo tuvo al Walter, en algún cuarto de hospital que ni siquiera sé cuál fue, dice Cometierra en la última novela de Dolores. “En determinados círculos se sorprenden cuando digo que tengo siete hijos. Pero, en el conurbano, es común que chicas jóvenes tengan hijos, como Miseria, como yo –reflexiona–. Por eso quise hablar de embarazos deseados y no deseados [La última vez que vine al médico creo que tenía doce años. Un bebé es como la Santa Rita, te da y te quita. Entro al consultorio viendo avanzar a mis pies desde abajo de esta panza que no para de crecer y el corazón se me acelera. La médica cierra la puerta atrás mío], de la violencia obstétrica. El sistema de salud es absolutamente violento con los cuerpos que van a parir, más si son mujeres jóvenes y pobres –dice de manera contundente–. Tenía ganas de pensar, de hablar cómo se recibe un bebé en el mundo, salir de ese parto estereotipado que vemos en el cine, en la televisión que también aparece en la literatura. Esa sala llena de sangre, de gritos, de descontrol. Me parece que es hora de cuestionar esa imagen tan chabacana y burda”.
–Rescatás saberes populares.
–Son tan importantes. Volver a la transmisión de esos saberes populares, Buscar cómo se dan esas transmisiones de conocimiento, esa herencia de mujer a mujer, de solidaridad, de redes. Sabidurías que muchas veces fueron denostadas por la ciencia. En Miseria quise centrarme en todas las posibilidades de amistad, en ese encuentro de mujeres, de saberes, de herencias ligadas a la oralidad.
El despertador suena a las 6. A veces Dolores se levanta antes de la alarma. Prepara los desayunos, organiza la rutina diaria. “Mi vida cambió, sí, pero muchos tienen la fantasía de que los que vendemos libros somos millonarios [ríe]. Te puedo asegurar que no es así. Cada libro me obliga a buscar un método, una rutina de escritura porque se presenta en un momento diferente de mi vida. Ahora estoy con una novela, en el mismo estilo. Por ahora no puedo abandonarlos. También están los cuentos, eso ya está bastante avanzado, me gustan”.
“Me gustaría verte en ese día a día”, le dice Mariana, la fotógrafa a Dolores.
“En mi casa se instalaron por dos días los de la televisión nacional de Suecia, querían ser testigos...”, cuenta.
–¿Qué tal la experiencia?
–Rara. La entrevista salió muy bien, el programa también quedó muy bien. Pero fue raro.
Marcelo Carnero, el de la frase “Tierra del cementerio”, se acerca a la mesa. No falta mucho para que Dolores se siente junto a Kike Ferrari en la sala Borges en el cierre del Festival de Literatura Extraña. “Y pensar que todo empezó por lo que leíste”, le dice y da un cierre demasiado perfecto, “Es un clisé, pero fue así”.
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