“El encargado”, espejo de bajezas propias y ajenas
Eliseo recaba su valiosa información con malas artes, pero también valiéndose de la estúpida arrogancia de sus adversarios
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Eliseo es la metáfora encarnada del poder permanente. Los propietarios pasan (los inquilinos mucho más), pero Eliseo queda; aferrado a su mopa, parapetado en la recepción de la planta baja, Eliseo perdura. Alerta desde su atalaya en la terraza –la mínima construcción en la que recoge su vida de asceta– todo lo controla. No hay movimiento, nombre o persona que tenga relación con el edificio (“su” edificio) que Eliseo no conozca. El infierno del panóptico en su cabeza. No parece haber leído a los grandes teóricos pero sabe, como se saben a veces las cosas importantes, con la experiencia y con el cuerpo, que la información es poder. Y no sabemos nosotros qué fue primero, si la necesidad o el deseo, pero lo cierto es que, echados a andar unos pocos capítulos de la serie El encargado (genial creación de Cohn y Duprat; genial protagónico de Guillermo Francella) comprobamos que a Eliseo le resultará indispensable contar con alguna cuota de poder, aun módica, para enfrentar la potente topadora de sus patrones, los dueños de los departamentos de la torre en la que él es, apenas (así lo subestiman muchos), el portero. El encargado.
Lo peor de Eliseo se activa en defensa propia cuando un grupo de vecinos liderados por el doctor Zambrano –turbio abogado penalista y némesis de Eliseo– ponen en marcha el proyecto de instalar una piscina en la azotea, lo que implica el derribo de la casa del encargado y su despido después de treinta años de servicio. Hasta aquí, la trama de una farsa agridulce. Los edificios de propiedad horizontal han sido siempre cantera para la ficción que se solaza en la pequeña comedia humana que los habita, con su abanico de sociologías y conductas disfuncionales. Pero, si cabe la hipérbole, El encargado está más cerca de Victor Hugo que de Balzac: su galería de personajes es digna de Los miserables en clave actual, picaresca y argenta.
Hasta la declaración de guerra bajo la forma cachirula de una pileta, Eliseo es tan bueno como pueden serlo algunas personas malas, y tan malo como podrían serlo algunas personas buenas. ¿Abusa de su posición? Sin dudas, y hasta el delito: intrusa hogares para vivir vidas vicarias o ganar dinero extra (otro factor de poder; en esa carrera por acumular “crocante” –porque Eliseo no gasta– cobra además “comisiones” a jardineros, personal de mantenimiento técnico y todo aquel que preste servicio al consorcio).
Pero la destrucción real en nombre del “progreso” que culminará en la piscina parece menos grave que la aniquilación simbólica que lleva implícita. ¿Tienen derecho los propietarios a un “solarium”? Claro. ¿Podrían hacerlo de un modo menos cruel? También. Y ahí el punto. Porque varios quieren echar a Eliseo, y a otros, simplemente les resulta indiferente su destino. El portero es caro, dicen. ¿Es un ñoqui Eliseo? Claro que no. Trabaja, y hasta se ocupa de tareas nimias que sus patrones, con irritante flojera, parecen incapaces de cumplir, como estacionar correctamente el propio coche en el propio garaje. Para todo Eliseo está. Pero siente que los otros, egoístas, solo pagan con ingratitud.
El encargado, entonces, usa sus armas: las miserias que conoce de sus odiosos enemigos. Su inteligencia y una moral peculiar harán el resto. Eliseo recaba su valiosa información con malas artes, pero también valiéndose de la estúpida arrogancia de sus adversarios. Si se entera de algunas intimidades escabrosas no es solo porque mande hurgar allí donde no corresponde, sino por un cierto hábito de señorío: decir cualquier cosa delante de quienes son tratados como el personal subalterno de la vida; seres de celofán.
Lo más interesante de las ruindades de Eliseo es cómo iluminan las bajezas ajenas: el abogado tacaño que cena sushi pero no da propina; el ingeniero que lo retribuye con un chocolate después de haber cargado a pulso la pantalla gigante que se trajo de Miami; el tilingo que alaba el balneario europeo donde vacaciona y le pregunta: “¿Conocés?”; la parejita que se autopercibe progresista porque pronuncia la “e” cuando no corresponde, pero obliga a su empleada a trabajar “en negro”; el sindicalista, a todas luces trucho, que vive como millonario. ¿Cómo se comportarían estos personajes si creyeran que su existencia está amenazada? Tal vez habría que buscar la respuesta en otra genialidad de Cohn-Duprat: El hombre de al lado.
Francella ha dicho que no tuvo hasta ahora la oportunidad de interpretar personajes del teatro clásico. No hace falta. Algunos de los más célebres están allí, en la feroz sonrisa de Eliseo, en su servilismo falso y calculado, en su estremecedora astucia para urdir el mal.
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