El discreto encanto de los ladrones entrañables
De la película Los delincuentes a Los desconocidos de siempre, ¿por qué amamos amar a los antihéroes que buscan dar “el gran golpe”?
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Había una vez películas que, si las mirabas, te hacían ser más bueno (y esto no lo digo yo sino que lo sugirió Gilles Deleuze, del que se pueden pensar muchas cosas, pero de ningún modo que haya sido un sensiblero).
Había una vez, entonces, películas que no solo eran capaces de hacerte mejor persona, sino que además lograron lo imposible: crear en medio de la desolación, encontrar oro donde solo había escombros, inaugurar un nuevo modo de filmar, actuar, narrar; hacer que el mundo vibrara con una potencia nunca vista en el cine.
Hablo, claro está, del Neorrealismo italiano, que además de todos los prodigios enumerados, permeó en otras películas que, realizadas con el dolor de la Segunda Guerra apenitas un poco más lejano, se permitieron reír –y hacerlo con ganas– y gestar lo que se conoció como Commedia all’italiana. Y hubo más, porque sin los hallazgos del neorrealismo jamás habría habido nouvelle vague francesa, ni nuevo cine latinoamericano, ni el cine independiente que desde aquel tiempo y hasta nuestros días sigue honrando lo más vital del arte de recrear el mundo con imágenes, sonido y movimiento.
Las historias de robos a bancos tienen un no sé qué de magnético; si están interpretadas por antihéroes, aún más
Entonces resulta que por estos días vi Los delincuentes. Y apenas terminó supe que iba a querer verla por segunda vez.
Probablemente se la pueda considerar una de las películas argentinas del año (junto a Puan y, más allá de que su estreno mundial haya sido en 2022, Trenque Lauquen). Y aunque haya quedado afuera de la carrera de los Óscar, este film de Rodrigo Moreno posee unas cuantas razones para tenernos prendados.
Está el argumento: las historias de robos a bancos tienen un no sé qué de magnético; si están interpretadas por antihéroes, aún más. Así ocurre en Los delincuentes: dos empleados, grises de toda grisura, se complotan para robar el monto exacto de dinero que les permitirá terminar sus días sin fichar una sola vez más en el trabajo.
Están también los juegos narrativos: los personajes que se llaman Román, Morán, Ramón, Morna, Norma; el montaje paralelo; el disco –Pappo’s Blues– erigido en cifra del relato, tanto como la mujer que enlaza y desenlaza a los dos cómplices. Y está la luz. Se dice que Terrence Malick aguardaba cierta hora del día para filmar sus películas. Ignoro si Moreno habrá hecho algo similar, pero las escenas rodadas en Córdoba son de una belleza que se agradece (al igual el registro de los edificios centenarios que, en pleno centro porteño, parecen mirar el frenesí de la calle desde un silencio apenas desentendido).
La crítica especializada señaló, con razón, los vínculos entre esta película y el cine del francés Robert Bresson y el argentino Hugo Fregonese. Pero como el gusto es, ante todo, cuestión de arbitrariedad y sentimiento, desde las primeras escenas sentí el eco de otro universo: Monicelli y Los desconocidos de siempre. Porque Román y Morán, los antihéroes de la película de Moreno, forman parte del mismo ejército de desconocidos que integran los ladrones de la película italiana. Porque, como ellos, son de una fragilidad que los vuelve entrañables. Y porque lo arbitrario y las emociones: si hay una película que siempre amé, es Los desconocidos de siempre. Por sus actores –Mastroianni, Cardinale, Gassman en estado de gracia–, por la ternura, la risa, la gloriosa ausencia de solemnidad.
Ni a los protagonistas de Los delincuentes ni a los torpes ladrones de Los desconocidos de siempre los mueve la codicia. Unos quieren dejar de marcar tarjeta, los otros buscan subsistir a su modo.
Los italianos hacen todo mal: terminan agujereando la pared de la casa equivocada y, en lugar de caja fuerte, se encuentran con un guiso de fideos que será su único (pero muy saboreado) botín. En la última escena, Gassman se pierde entre operarios que se dirigen a una fábrica y uno de sus amigos lanza la frase que se volverá eterna: “Peppe, ¿adónde vas? ¡Te van a hacer trabajar!”
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