El argentino de apellido ilustre que vive en París y pasó de empresario del vino y la cerveza a cantante de jazz
Max Cartier es descendiente de la familia fundadora de la mítica marca francesa de relojes y joyas, que ahora pertenece a un grupo suizo
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Sentado a la sombra en el jardín de un coqueto palacio del barrio de Recoleta, en medio de su estadía de cuatro semanas en Buenos Aires, Max Cartier confiesa con una sonrisa franca que se siente un absoluto afortunado: “La vida, en general, es una constante lucha, y la mayoría de la gente la pasa muy mal. Entonces, lo único que puedo hacer cuando me levanto a la mañana es ser lo más humilde posible y agradecer que tengo un día más”.
Pero este argentino radicado en París, hijo de Daniel de Hoop y Sarah Cartier (descendiente directa de la familia que fundó la mítica marca de relojes y joyas a fines del siglo 19), no se refiere a los beneficios que uno imagina que podría disfrutar solo por ser portador de uno de los apellidos más ilustres y distinguidos de la historia moderna.
De hecho, desde 1964 que la marca ya no es propiedad de su familia. Max, en realidad, está hablando de un giro inesperado que dio en plena pandemia del Covid-19, cuando, después de pasar dos meses solo, encerrado en un departamento que había alquilado por Airbnb en la capital francesa, y en donde no pudo hacer mucho más que sentarse en un sillón a mirar por la televisión el colapso del mundo tal cual lo conocíamos, terminó haciendo lo mismo que muchas otras personas en su misma situación: se replanteó toda su vida.
“Antes de llegar a París, a finales de 2019, ya me sentía algo triste. Estaba viviendo en Montecarlo, y me mudé justamente porque París era una ciudad en la que siempre me sentía feliz. A veces, vas por la vida sintiendo que te falta algo. En mi caso, la primera vez que entré a un estudio de grabación y me paré delante de un micrófono, pensé: “Era esto”. Y lo sentí en todo el cuerpo. De todos modos, la transformación no fue de la noche a la mañana. Me llevó dos años cambiar mi mentalidad y poder asimilar esta nueva etapa en mi vida: pasar de ser empresario a ser artista. Hoy, gracias a la música, vivo en un constante estado de gracia”.
Cartier resume así una odisea de más de tres años, que lo llevó a convertirse en cantante de jazz full time con dos discos ya editados. El primero, grabado en los Capitol Studios de Hollywood, por donde pasaron desde Frank Sinatra hasta los Beastie Boys, fue un álbum de jazz standards; el segundo, una grabación en vivo de su concierto de junio último en el Teatro Coliseo de Buenos Aires, y un tercero en plena producción.
Pero lo cierto es que, hasta sus 52 años, Max De Hoop Cartier (solo ahora, para simplificar su nombre artístico, decidió no usar el apellido paterno) jamás había cantado en otro lado que no fuese la ducha. Eso sí, las señales habían estado por todos lados.
Después de recibirse en Suiza, creó una compañía importadora de cerveza Quilmes y vinos argentinos, un rubro en el que fue casi un visionario
“De chico, en mi casa, había una sola línea de teléfono, y mi madre siempre se quejaba, con razón: ‘¿Qué le hacés a las chicas que no paran de llamar?’, me preguntaba. Yo tenía 15 años y ellas llamaban simplemente porque querían escucharme hablar. Nunca le presté atención a eso hasta que, unos seis años atrás, tuve una novia brasileña que siempre me insistía: “Max, tenés que hacer algo con tu voz”. Tanto me lo decía que, durante la pandemia, a pesar de ya no estar con ella hace tiempo, su consejo se me apareció como un eco y ya no me lo pude sacar de la cabeza”.
Lo primero que hizo Max cuando se flexibilizó la cuarentena en París fue tomar una clase de canto con Michel Colli d’Ottaviani, extenor de la Ópera Nacional de París. “Cuando empecé a cantar, me paró en seco y me dijo: ‘Con usted vamos a hacer un álbum en seis meses, y conciertos en un año’. Honestamente, no le creí mucho, me parecía que yo no tenía nada de especial. Entonces, decidí pedir una segunda opinión y fui a ver a una coach vocal francesa que siempre está en shows televisivos. Y obtuve la misma reacción: ‘Es que usted no se da cuenta de la voz que tiene’”.
“Pero yo todavía no estaba convencido. Finalmente, fui a ver a un tercer coach. Esta vez, después de escucharme, él me pidió que volviera al día siguiente, a la misma hora. Lo hice, canté de nuevo y, cuando terminé, me dijo: ‘Mire, yo ayer no le dije nada porque todos tenemos un día de suerte. Pero yo hace 35 años que hago esto y usted, señor, nació para cantar’”.
Para entonces, Max tenía casi tres décadas de experiencia como emprendedor y empresario en el mundo del vino y la cerveza en el mercado europeo. Es que, después de terminar la secundaria en el Belgrano Day School de Buenos Aires, a los 18 años, había decidido cruzar el Atlántico para viajar como mochilero, empezando por España.
“Quería descubrirme, ver de qué estaba hecho, por decirlo de alguna forma, y quería vivir esa experiencia solo. Mis padres entraron un poco en pánico, sentían que se les iba su bebe, porque era el menor de tres hermanos, pero me fui igual”. A los tres meses de gira europea, su madre le dijo: “Dejá de perder el tiempo. Ya que estás en Europa, ¿por qué no estudias algo?”, y le mandó por correo las propuestas de diferentes escuelas en Londres, Francia y Suiza.
“Cada uno me parecía un paraíso, no podía creer que yo pudiera elegir a dedo dónde quería ir. Terminé en Lausana, una ciudad que se conoce como la capital olímpica a nivel mundial, para hacer la carrera de turismo y hotelería. Llegué al campus de la universidad con mi mochila de mochilero y ojotas, mientras que mis futuros compañeros de clase llegaban con montones de valijas, palos de golf, equipos de esquí. Claramente no había sido mi plan inicial terminar ahí”, se ríe Max.
Sin embargo, se quedó en Suiza nada menos que 15 años. Después de recibirse, creó una compañía importadora de cerveza Quilmes y vinos argentinos, un rubro en el que fue casi un visionario. “La Argentina, en esos años, recién empezaba a hacer vinos finos. La primera vez que viajé a Mendoza, casi todo era vino de mesa. Con el tiempo, nuestro país modernizó su tecnología e invitó a muchos enólogos franceses para adquirir su know-how, y el resto es historia: ahora tomar un mal vino en la Argentina es muy difícil, cualquier botella que abrís está buena”.
Pero él señala que su gran acierto fue comprar la Cervecería San Carlos (ex Bieckert), en Bariloche, que transformó en la marca Patagonia. “Mi idea era crear una cerveza premium para llevar a Europa y le puse ese nombre porque, desde que tenía 18 años, cada vez que algún europeo me preguntaba de dónde era y le respondía “Argentina”, siempre suspiraban: ‘¡Ah, la Patagonia…!’”.
–¿Qué recuerdos te evoca la Argentina, el país donde naciste y creciste?
–Tuve una infancia muy linda, rodeada de amigos y haciendo mucho deporte, con padres que me dieron una educación que hoy puedo apreciar completamente. De más chico, un poco pataleaba, pero después crecí y me di cuenta de lo afortunado que había sido por ser criado con ciertos valores y enseñanzas. En ese momento, todavía no cantaba, pero la música siempre estaba presente en mi casa; de hecho, teníamos un piano y cada vez que venían mis tíos, que eran pianistas, tocaban. Además, al ser el menor de los tres hijos, mis hermanos siempre andaban con la música prendida. Spinetta, Pink Floyd, Supertramp. Conocí a Frank Sinatra con mi padre, y a Edith Piaf con mi madre.
–¿Qué implica tener el apellido Cartier?
–Desde siempre estoy en contacto con la Casa Central; me escriben todos los años para mi cumpleaños, por ejemplo, y me invitaron a la inauguración de la sede de París cuando la renovaron. Pero la marca ya no es de la familia. Así y todo, siento una responsabilidad muy grande de cuidar el apellido. Cuando era chico tenía un tío que me decía: “No te olvides de dónde venís”. Y yo no lo entendía. y ahora, sí. La integridad de mis conductas tiene que ser impecable siempre.
–¿Por qué elegiste grabar tu nuevo disco en Buenos Aires?
–Después de la experiencia del concierto con Damián Mahler y orquesta en el teatro Coliseo, me volví a París con la idea de hacer algo similar allá. El dueño del estudio donde grabo me dijo: “Va en contra de mis intereses, pero vi el concierto en la Argentina y fue mágico lo que generaste. Tenés que grabar en la Argentina”.
–¿Cómo abordaste el proceso creativo?
–Este álbum nuevo tiene, por primera vez, todas canciones originales, en francés. Escribí los temas con el compositor francés Johan Czarnecki. Nos llevó dos años y se creó una conexión muy bonita entre nosotros; además, él tiene debilidad por la Argentina. La primera canción que salió es un homenaje a Buenos Aires y habla de mi infancia. Una vez que tuvimos 11 temas, le pasamos unos demos a Damián para que haga los arreglos, y el resultado es de una belleza y de una elegancia increíbles. Poder ejecutar eso ahora con 50 músicos es espectacular. En la actualidad, la música depende demasiado de una computadora, están faltando melodías y poesía. Acá, en cambio, se dio otra cosa.
–¿Cómo fue componer por primera vez?
–Cuando escucho una canción que me gusta, siento que “me habla”. De alguna manera, me la apropio y es como si lo que dice la canción me pasara a mí. Las entiendo y, entonces, me gustan. Creo que cuando la canción realmente es propia, eso se amplía muchísimo, porque la materia prima es uno, su historia: te estás desnudando a nivel emocional, estás revelando quién sos en tu interior. Todas las canciones que compuse son de amor. ¡Yo no me voy a poner a cantar sobre la política! (risas)
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