César González: “Nunca va a haber igualdad en el arte”
El escritor y cineasta habla de su novela autobiográfica “El niño resentido”, que narra con crudeza su infancia y adolescencia hasta que fue detenido, a los 16 años
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César González (34) vive en el barrio Carlos Gardel (El Palomar, Morón). Siempre vivió acá, salvo los años que estuvo preso. Su casa de un ambiente está en el fondo de la casa de su abuela. Una cama, una mesa, una biblioteca que cubre todos los espacios posibles de pared y una computadora donde anoche estuvo editando hasta tarde. Reconocido primero como escritor, también es un cineasta prolífico. Ya dirigió nueve largometrajes. En 2023, obtuvo el Premio especial del jurado en el Festival Rencontres du Cinéma Sud-Américain, por Reloj, soledad (2021). Su obra literaria y audiovisual suele exponer la realidad de su barrio, que hoy está en parte urbanizado. Al lado de este asentamiento estaba el complejo de monoblocks. Juntos, villa y monoblocks, formaban una isla de hacinamiento que se inundaba frecuentemente. Odiábamos la lluvia. Y odiábamos la obligatoriedad de la vida pública de la isla, donde no existía la intimidad, la calma contemplativa; un espacio común de privaciones y conexiones clandestinas a todo tipo de servicios, escribe en su último libro, El niño resentido, editado a fines de 2023 por Penguin Random House. Es una novela autobiográfica, desde su infancia –cuando su madre le decía que era igual a su padre y así lo humillaba (no quería parecerme en nada a ese cobarde) y donde hermanos, abuela y tía rotábamos tres o cuatro en cada cama cada noche– hasta que fue detenido, con 16 años y seis balazos en el cuerpo por salir a robar.
Un tallerista en la cárcel, Patricio Montesano, lo impulsó a escribir. Al comienzo, con seudónimo: Camilo Blajaquis. Pero desde hace un tiempo, César González es una firma reconocida.
–Impulsás el concepto de “literatura villera”. ¿Por qué?
–Es contradictorio, porque las villas no deberían existir. Son lugares de necesidades básicas no cubiertas. Lamentablemente, aunque sean urbanizadas, van a seguir existiendo. Al mismo tiempo, son espacios con sus formas de comunidad bien particulares, bien propias. Desde la vestimenta hasta el lenguaje, tanto oral como gestual, hay una tradición muy rica y llena de situaciones, de imágenes, que la literatura merece conocer y transformar en libros.
–En estos años aparecieron varios libros sobre la vida en barrios populares. ¿Se los podría incluir en ese grupo?
–Hoy podríamos llenar estantes con literatura sobre las villas, pero es muy distinto a literatura villera. Es decir, escrita por habitantes de estos barrios. Es importante que exista, en principio, por un tema de igualdad: tratar de equiparar una balanza histórica de quiénes son los autores que escriben, y que escriben libros de su origen. Es imposible de equilibrar, porque nunca va a haber igualdad en el arte. En la Argentina, el 99% de los libros fueron escritos por gente de clase media o de clase alta. Siempre hubo escritores de origen popular, de origen plebeyo. Pero si no consiguen la fuerza y el contacto necesario para la distribución y la circulación, quedan en el anonimato. A veces, cuando viajo a distintos rincones del país, alguien me dice: “mirá, yo fui albañil toda mi vida y he escrito un libro de poemas”. Y yo pienso: “wow, qué información hay en ese hecho… ¿Por qué no nos llegan esos libros?”. El tema de la igualdad es un sentido más político, pero lo pienso sobre todo desde lo artístico: creo que sería por el bien de la literatura misma.
–¿Qué se está perdiendo la literatura?
–Una experiencia mayormente desconocida. ¿Cuántos libros existen sobre la experiencia de clase media? Millones. Y no hay uno que se parezca a otro. ¿Por qué? Porque son diferentes puntos de vista, estilos de escritura, formas de narrar, de puntuar; algunos usan adjetivos, otros no. Hay una riqueza infinita sobre una misma experiencia, una riqueza de puntos de vista. Eso mismo puede pasar con la villa. Creo que todavía hay mucho por pensar… Cuando escribís desde un lugar de primera persona siendo villero, te reducen: “ah, es un libro social”. A la primera persona burguesa no la pasan por ese tamiz. No dicen: “vamos a leer un libro de la vida burguesa”. Cuando un pobre escribe un libro, es un hecho social y no artístico.
–¿Cómo se rompe ese prejuicio?
–No va a ser de un día para el otro. Al mismo tiempo, aunque difícilmente haya un mercado editorial interesado, creo que la seducción ya existe, porque el morbo ante lo desconocido es algo antropológico del ser humano, y cada época se va adaptando. En nuestra sociedad, hay un morbo por lo desconocido, por lo raro, todo lo que sea diferente es digno de goce estético. ¿Por qué me dieron bola a mí? ¿Por qué no me ignoraron? “¡¿Cómo?¡ ¿Qué delito cometió? ¿Y quiere escribir? Está loco”. Pero no, me dieron muchísima bola, por suerte.
–¿Pensás que fue por fetichismo?
–No del todo, pero inconscientemente eso está. Y yo lo aproveché. Me acuerdo del primer año que salí de la cárcel, me entrevistaron Reuters, la RAI, Televisa, la televisión rusa... Era el fenómeno, el caso. “El chico que estuvo preso y escribe”. Y yo sí, obvio, mientras más se conozca mi historia, más pibes pueden saber que pueden repetirla, en una cárcel, en una villa. Y después de 13 años de haber salido, ves la cosecha, ves fenómenos como el RKT, que están instalados ya en la sociedad. Estamos logrando de a poquito que seamos una voz respetada y no tan banalizada como lo fue durante tanto tiempo. Después, tenemos mucho por mejorar, no soy condescendiente con mi propia gente, como no lo han sido conmigo. ¿Qué me sirvió a mí en cárcel cuando empecé a escribir? El aliento de los profesores, de los mismos pibes, pero también la crítica constructiva o como quieran llamarla. A veces me decían: “está medio previsible esto”. O cuando empecé a escribir poemas, no podía salirme de la rima porque estaba fanatizado con el Martín Fierro. Hasta que Patricio me empezó a traer otros poetas que escribían sin rima y encontré ahí nuevos caminos. Con los pibes es igual, yo muchas veces en los talleres les digo: “está muy evangélico esto, mucho pedir perdón, pero sin el detalle, sin la experiencia”.
–Hablabas de no ser una voz banalizada. ¿En qué sentido y cómo se logra?
–En principio, se tiene que decir más claro, no puede ser que nos sigan mostrando de la manera en que nos muestran. Ni en la villa ni en la cárcel somos ese mamarracho estético de clásicos como Tumberos, El puntero, El Polaquito... ¿Por qué la crítica especializada no lo dice con firmeza? Nadie puede ver más que la superficie. En Estados Unidos, los negros se plantaron y dijeron: listo, no nos ridiculizan más. Ni siquiera los dejaban actuar, sino que pintaban a los actores blancos para sus papeles. En un momento fue tanta la resistencia que se terminó. Ahora tenemos el fenómeno inverso: te premian por ser negro en Estados Unidos. Pero más allá de la corrección política, no fue de un día para el otro, pasó porque los ridiculizaban tanto, los banalizaban desde el cine y la literatura, y eso servía también para perpetuar la falta de derechos, por no decir la esclavitud; servían como objeto de burla, de risa… Yo siempre hago esa analogía porque acá los negros somos los villeros, más allá del color de piel.
–Trabajaste como asesor al inicio de El marginal, pero te alejaste justamente por esta representación de la vida carcelaria. ¿Cómo se ve una serie así en el interior del barrio?
–El marginal fue un éxito absoluto en la villa. Es para charlar largo... Yo, en El fetichismo de la marginalidad [editado por Sudestada en 2021] no quise hablar en concreto de un producto, porque hoy es El marginal y después la 1-5/18 de Polka; cambian los títulos, pero la esencia se mantiene. Y no es un problema per sé de que lo cuente alguien “de afuera”. Esa es la excusa más fácil que tiene el de afuera para justificar su insensibilidad y su falta de empatía y de investigación, y su falta de amor sobre lo que está contando. Porque tenés que amar incluso a los personajes que odiás, es la regla básica que te dice cualquier gran escritor o dramaturgo. Con nosotros no lo hicieron nunca, o no lo hicieron tanto, para no ser absoluto. No hace falta haber estado preso para filmar la cárcel. No se justifiquen. ¿Acaso Bradbury fue a Marte para escribir Crónicas marcianas? ¿José Hernández era un gaucho que andaba jineteando y pegando facazos? El primer Borges, que para mí es el mejor, escribía sobre el arrabal, gauchesca, y tampoco vivió eso. No hace falta. Kubrick no necesitó ir al espacio para hacer 2001 ni Eisenstein estuvo en el acorazado Potemkin: lo vio por fotos, porque había sucedido en 1905 y él tenía 10 años en ese entonces. Luchino Visconti, un aristócrata de sangre noble, hizo La terra trema sobre los pescadores de Sicilia. Y parece hecha por un pescador… Cuando es para una película histórica, esos mismos escritores se encierran años a investigar. En cambio, para la villa, es “vamos, vamos, vamos”.
–En El niño resentido decidís contar más la violencia que otros aspectos de la vida cotidiana. ¿No te preocupa que eso potencie prejuicios?
–Yo podría haber escrito el libro contando todas las anécdotas lindas de mi vida en medio de la porquería que fue mi infancia y mi adolescencia. Pero escribí este libro con un foco puesto en la violencia porque también es lo más insoportable. Sé que tranquiliza más si uno escribe lo lindo, el amor que hay... Yo veo el amor, pero principalmente veo todo lo que falta, todo lo injusto. A su vez, si queremos que haya menos violencia, menos inseguridad y menos pibes que salgan a robar, si queremos evitar pasar por ese momento tan horrible que es que te roben, tenemos que saber realmente de dónde nace; de dónde nace el hecho de que alguien decida exponer su vida y la de los demás por algo material. O sea, no lo vamos a cambiar si no conocemos sus raíces, incluso la cuestión emocional. No se puede reducir a ideas como “bueno, los manejan, son soldaditos”, que se escucha hasta en sectores del progresismo. Decime dónde en mi libro aparece un adulto que me mandara a robar. Si yo iba con 13 o 14 años y le decía a un adulto llevame a robar, me pegaba un boleo que me dejaba colgado de la Luna. Si la gente cree que la violencia se explica así... Tenemos que conocer bien la violencia para cambiarla.
–¿Por qué tu relato llega hasta que sos detenido? ¿La experiencia en la cárcel quedará para un segundo libro?
–Yo abrevio muchísimo en este libro, son 16 años en 190 páginas. Estoy trabajando con mi memoria para escribir ese otro libro. Pero a diferencia de éste, que me llegaban como rayos las imágenes, en la cárcel la percepción del tiempo es muy distinta. Un día en la cárcel puede ser eterno, desde muy temprano con la requisa hasta la noche pasás momentos oscuros. Entonces, fueron cuatro o cinco años en términos oficiales los que estuve, pero para mí fue muchísimo más. Mi cuerpo carga la experiencia carcelaria hasta el día de hoy como si hubiese estado 20 años. O cuando estás ansioso por la visita y es martes, y la visita es el domingo. Uff. No pasa más el tiempo, escuchás el ruido de los segundos, pensás que está más lento el reloj, que le falta pila. Esa relación con la eternidad no podía entrar en el ritmo que tiene este libro.
–Imagino que tanta lectura te ayudó a pasar el tiempo.
–Sin duda en la cárcel leía más de lo que leo ahora, sobre todo podía concentrarme mejor. Afuera uno tiene las obligaciones y tiene que buscarse el sustento. Adentro hay un orden irrestricto, entonces las diez horas de celda eran diez horas de celda. Me las pasaba leyendo cuando la celda era individual. Cuando era compartida, no podía estar leyendo todo el tiempo, porque tus compañeros te echaban. Tu compañero de celda tiene que ayudarte justamente a pasar el tiempo, entonces te contás toda la vida una y otra vez. Yo me sé la vida de un montón de compañeros de celda, estuve en seis instituciones diferentes, entre los cuatro institutos de menores y los dos penales de adultos.
–¿Te imaginabas que cuando salías ibas a dedicarte al cine y la literatura?
–Fue un proceso, una sucesión de hechos. Sí hubo un momento en que tomé una decisión: no quiero volver a estar preso, no quiero volver a esto. La cárcel me provocó un terror que no me lo habían provocado los balazos ni nada de afuera. Yo tenía 16 años, estaba baleado... Intuitivamente dije: no quiero que mi vida sea esto. Porque empieza esto de que salís y volvés a entrar, salís y volvés a entrar. Es como una condena ineludible. Primero, tomé esa decisión y encontré el instrumento para poder llevarla a cabo. Con muchísimo dolor en el medio, porque una vez que empecé a escribir esos primeros poemas, y empecé a pensar gracias a los libros, entendí que no estaba en la cárcel simplemente porque había sido malo, como me hacía creer el Servicio Penitenciario a través de sus intermediarios de las ciencias sociales –trabajadores sociales, psicólogos o los defensores oficiales–, sino que no eran tan sencillas las cosas. Cuando era un preso común que no pensaba, nunca me torturaron. Pero empecé a pensar y empecé a incomodar, sin darme cuenta. Fue la literatura la que me permitió darme cuenta de que había razones completamente de clase, que la cárcel era una expresión concreta muy tangible de la lucha de clases, éramos todos los pibes pobres los que estábamos ahí. Yo lo tenía adelante de mis ojos, pero me faltaba una vuelta de tuerca y eso me trajeron los libros.
–Llama la atención que al final del libro le agradezcas a tu papá, a quien cuestionás duramente en el texto.
–Fue por lo que estaba diciendo recién, porque entendí que mi papá no fue simplemente un individuo, sino alguien completamente determinado por sus condiciones materiales. Él también nació en una villa, y su padre nació en una villa. ¿Y su abuelo de dónde venía? De un pueblo muy pobre de Tucumán. Entonces de ahí me nació la indulgencia con él, porque si no sería contradictorio con mi manera de pensar.
–¿Mantenés vínculo con él?
–No, ni siquiera sé si está vivo.
–Tu mamá leyó el libro. ¿Qué te dijo?
–Sí, fue la primera. Y lloró mucho. Estaba preocupadísima: “ni se te ocurra dejarme mal no sé qué”. Y yo le decía: voy a escribir la verdad. Leer le removió muchas cosas que tenía bloqueadas, así que lo primero que me dijo fue “perdón”, y yo le dije “perdón”. Quedamos empatados.
–¿Vos por qué le pediste perdón?
–Mi mamá me fue a ver los cinco años, a donde sea. Fue muy duro para ella, para mi abuela, para mi tía Flavia. Ir a verme baleado a un hospital o hacer diez horas de fila en un penal para entrar. Hoy que soy padre puedo entender más claro lo que las hice sufrir, a todas las mujeres de mi familia.
–Tu abuela debe estar contenta de qué vivís acá... No logró que fueras pastor evangélico, pero te dedicaste a la literatura, que es algo que también te inculcó.
–Ella hubiera querido que siguiera el camino de la religión y leyera todos los días la Biblia. Pero sabe que lo que hacía, de traerme diarios, suplementos culturales o libros que sobraban en la casa del patrón, tuvo su influencia. Yo le digo que se tiene que sentir orgullosa, pero se hace la distraída. Es una mujer dura. No hay otra forma de sobrevivir acá siendo madre. Yo conocí el matriarcado antes de que aparezca el feminismo en Argentina. Me criaron mujeres muy fuertes que se plantaban. A mi mamá la he visto pelear a puños cerrados con varones de acá en el barrio. Es re femenina mi mamá, pero si tenía que pelear...
–¿Tu hija también leyó el libro?
–Sí, fue de las primeras también. Tiene 12 años y se crio viéndome editar, leer, escribir. No conocía esa otra parte. Pero hace tiempo que empezó a escuchar en el barrio mi historia, le decían cosas que pasé, y venía y me preguntaba: “¿Papi, es verdad que te dieron un par de tiros?”. Y yo: “¿Quién te contó?”. Trataba de cuidarla y no quemar etapas, pero en un momento le dije: “Mirá, estoy escribiendo un libro, ahí te vas a enterar de todo lo que pasó papá”. Después, lo leyó. “¿Qué te pareció, hija?”. Me dio un abrazo, de esos que no te olvidás.
–¿Por qué el título del libro?
–Le puse así por tantas veces que me dijeron que era un resentido. Después de una película o de la presentación de alguno de mis libros, me han dicho en la cara que era un resentido terrible. Con buenas formas: “¿No probaste hacer terapia? Porque es un resentimiento que quizá deberías trabajar…”. Porque mi película muestra a un pibe que no va a robar para comer, sino porque quiere tener unas zapatillas de marca. Creo que es un poco en respuesta a eso, de un modo irónico. No ganaré el Príncipe de Asturias tranquilizando conciencias, sé que hago enojar con algunas cosas que digo y escribo. De última, ojalá todos pudieran expresar su resentimiento a través de libros de poesía. Porque lejos estoy de hacer una épica de la violencia.
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