El albañil que salvó la vida de Primo Levi en Auschwitz con una sopa por día
Un trabajador piamontés ayudó a escondidas al joven químico de 24 años que se convertiría, como sobreviviente de la Shoá, en una de las plumas fundamentales a la hora de contar el horror
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Si uno piensa en héroes anónimos, imposible no incluir a un albañil que todos los días le acercaba una sopa y un pedazo de pan –a escondidas, jugándose la vida– a un prisionero hambreado y ultrajado de un campo de concentración nazi. Esta historia de humanidad tenía como destino quedar bajo los escombros si no fuera porque el prisionero sobrevivió al Holocausto y devino una de las figuras de la literatura mundial, autor de poemas y relatos ineludibles (como Si esto es un hombre) que dieron cuenta del horror vivido: Primo Levi. El hombre que lo ayudó se llamaba Lorenzo Perrone.
Creo que realmente fue gracias a Lorenzo que hoy estoy vivo; y no tanto por su ayuda material, sino por haberme recordado constantemente con su presencia, con su manera natural y sencilla de ser bueno, que todavía existía un mundo justo fuera del nuestro, algo y alguien todavía puro y completo, no corrupto, no salvaje, ajeno al odio y al terror; algo difícil de definir, una remota posibilidad de bien, pero por la que valía la pena sobrevivir, escribió Levi años más tarde.
El historiador italiano Carlo Greppi se propuso reconstruir la vida de Perrone, contar al hombre de pocas palabras que ayudó al escritor, quien a su vez le dedicaría distintos fragmentos de sus relatos y nombraría a sus dos hijos –Lisa Lorenza y Renzo–en su honor, como un homenaje íntimo, como una manera de tenerlo presente en todo momento. El hombre que salvó a Primo Levi (Crítica) acaba de ser editado y es una biografía atípica, a la vez una historia de amistad y un compendio de información precisa sobre la vida civil del otro lado de los alambrados.
Auschwitz, el campo más grande establecido por los alemanes, estaba cerca de Cracovia, Polonia. Poseía un campo de concentración, uno de exterminio y uno de trabajos forzados (Monowitz), donde Primo Levi, italiano de origen sefaradí, apenas sobrevivía, esclavizado. Tenía 24 años. En el lugar trabajaba Lorenzo, un albañil contratado por la empresa IG Farben, en el proyecto denominado la “Buna”.
Estaba colocando ladrillos, subido en un andamio, en silencio, y aquel prisionero 174.517, que, como descubriría más tarde, se llamaba Primo y tenía su número tatuado en el brazo izquierdo –un Häftling (un prisionero) del montón, un preso casi invisible, respirando a duras penas entre las dentelladas del hambre–, se encontraba debajo. En un momento dado, Lorenzo le habló en alemán para advertirle de que «quedaba poca argamasa» y ordenarle que les subiera la herrada. Aquel tipo enclenque de veinticuatro años que hasta ese momento aún era simplemente un número trató de abrir las piernas, agarrar el asa del cubo con las dos manos, levantarlo, imprimirle una oscilación hacia atrás, aprovechar el impulso pendular para impulsar la carga hacia delante y, a continuación, ponérsela sobre el hombro. Pero el resultado fue, como poco, patético: el cubo volvió a caer al suelo y la mitad de la argamasa se derramó. En lugar de soltar una carcajada, Lorenzo pronunció cinco palabras, las primeras del capítulo más importante de esta historia, que –no es difícil imaginarlo– se quedaron resonando en la cabeza de Primo durante las interminables horas de aquel día de principios del verano de 1944: «Claro, con gente como esta...». Así comenzaba el vínculo entre un “esclavo de los esclavos” como Levi y el albañil piamontés, aunque el destino empezaría a torcerse cuando el escritor escuchó a Lorenzo decir algo en italiano.
"Un hombre sensible, casi analfabeto pero realmente una especie de santo... Casi nunca hablábamos. Era un hombre silencioso. Rechazó mi agradecimiento. Casi no respondió a mis palabras"
“La Buna –cuenta Carlo Greppi a LA NACION–, el gran proyecto de IG Farben fundado en Monowitz, tenía como objetivo la construcción de una de las mayores plantas de producción de Europa, y la mano de obra esclava era fundamental: por eso los deportados a Auschwitz que sorteaban las selecciones [eran directamente asesinados] conformaban el último eslabón de una terrible maquinaria de explotación y exterminio: los “esclavos de esclavos”, de hecho. Números, simplemente, condenados a quedar sumergidos.
A su vez, miles de trabajadores civiles reclutados casi todos en los países ocupados o satélites también trabajaron en Monowitz para la Alemania nacionalsocialista; y éstos, al menos en teoría, estaban libres –o al menos no fueron condenados a muerte, salvo algunas excepciones–. Primo Levi y Lorenzo se encontraron en los dos extremos de esta jerarquía creada por los nazis, y el albañil, en lugar de aprovechar la situación, ayudó sistemáticamente a los que estaban en el peldaño más bajo; cuando regresó a casa pesaba 40 kilos, pues durante seis meses literalmente se había sacado comida de la boca para dársela a aquel muchacho judío destinado a una muerte segura. Y no solo a él, como descubriría Levi al regresar”.
Lorenzo jamás pidió nada a cambio. Durante seis meses, día tras día le llevaba comida, que Levi compartía con su compañero de encierro Alberto Dalla Volta. El albañil solo accedió a que Levi se encargara de arreglar sus zapatos rotos en el taller del campamento. En una entrevista ofrecida en París dos décadas más tarde, Primo Levi describía a Lorenzo Perrone como “un hombre sensible, casi analfabeto pero realmente una especie de santo... Casi nunca hablábamos. Era un hombre silencioso. Rechazó mi agradecimiento. Casi no respondió a mis palabras. Él simplemente se encogió de hombros: toma el pan, toma el azúcar. Guarda silencio, no necesitas hablar”.
Investigar la vida de Lorenzo antes de su paso por Monowitz fue un desafío único para Greppi. “Sigue siendo, como toda biografía, una historia llena de lagunas –si se me permite el oxímoron– que a su vez nos dicen mucho sobre la vida que intenté reconstruir, y sobre la investigación misma: si no se hubiera cruzado con Levi, seguramente Lorenzo, como todo hombre “común”, no habría dejado casi ningún rastro de su paso por el mundo”, dice el historiador. Para su investigación, destaca, fue fundamental el trabajo previo de los dos biógrafos de Levi, Carole Angier e Ian Thomson. “Y el apoyo de Luca Bedino, del Archivo Histórico de Fossano, que siguió mi trabajo paso a paso, llegando incluso a acompañarme al cementerio para resolver el enigma de los dos entierros distintos de Lorenzo, y ayudarme a recuperar bastantes fuentes primarias”.
Greppi –quien se doctoró en Historia en la Universidad de Turín y es autor de numerosos ensayos sobre la historia del siglo XX y en especial sobre la Resistencia italiana–se basó en dos “matrices” para su nuevo libro: toda la obra de Levi (“en cada etapa de la investigación me impidió sentirme realmente en un callejón sin salida”) y el archivo de Yad Vashem –el Centro Mundial de Conmemoración de la Shoá–, donde Lorenzo tiene desde 1998 el título de Justo entre las Naciones, un reconocimiento a personas no judías que protegieron a sus vecinos judíos. Perrone nunca supo que sería reconocido: falleció en 1952 de tuberculosis y problemas con el alcohol. Pero su vínculo con Levi se mantuvo firme después de 1945.
“El descubrimiento más apasionante –continúa Greppi– fue el de las cartas y postales que Lorenzo escribió a Primo después de la guerra, inéditas y conservadas en el Archivo Primo Levi: enriquecieron enormemente la parte más sólida de la reconstrucción, la que va de 1944 a 1952, el año de la muerte de Lorenzo. Hasta este descubrimiento, aparte de las tres postales que Lorenzo envió de Auschwitz a Italia, que permitieron al joven químico (y luego escritor) comunicarse con su familia, e incluso recibir un paquete, no teníamos fuentes que pudieran darnos directamente la “voz” de Lorenzo, su intimidad, sus pensamientos, su sufrimiento. Paradójicamente, pasé meses tanteando varias etapas de su vida (especialmente la década de 1930) y luego encontré este material extraordinario sin ninguna dificultad. Fue una gran lección de método: trabajar durante días en un archivo o llamar durante horas y horas hojeando guías telefónicas puede llevarte a tener material para escribir unas pocas líneas como máximo, y una llamada telefónica y una misión concreta en un archivo te puede enfrentar con un tesoro de inestimable valor”.
–Para reconstruir la figura de Lorenzo, acudiste a herramientas atípicas en la investigación histórica, como por ejemplo un personaje de ficción: el viejo mendigo protagonista de una novela de Ulrich Alexander Boschwitz. ¿Por qué elegiste estos caminos alternativos?
–Creo que encontrar apoyo en personajes de ficción puede en algunos casos ayudar a llenar esos vacíos que toda investigación, fisiológicamente, enfrenta; encontrando ideas, sugerencias, elementos útiles para redescubrir el “espíritu de la época”, como en el caso citado. Sacar a la luz a protagonistas del pasado es un trabajo difícil, y debemos saber utilizar todas nuestras habilidades investigativas y toda nuestra imaginación para acercarnos a ellos. Aparte de las numerosas fuentes primarias encontradas y de los testimonios que lo describen –en primer lugar las aproximadamente 15 páginas de la obra de Levi dedicadas a Lorenzo en 40 años, pero también los de sus familiares–, Lorenzo emerge claramente, por ejemplo, en uno de los dos protagonistas de Si no es ahora, ¿cuándo? (1982), la única novela de Levi en sentido estricto. Leonid es un “buen chico con mal carácter”, que “empezó a sufrir mucho antes que nosotros” y que “necesita ser curado”. Es difícil que Levi no vertiera en este personaje muchos de los silencios y pocas palabras de su amigo Lorenzo durante los años en los que habló y escribió bastante sobre él. Creo que esto también es hacer historia: todo es fuente, siempre que se trate de manera transparente, involucrando a los lectores en esa extraordinaria aventura personal, colectiva y humana que es la investigación, con todas sus dificultades.
“Turnulento, casi analfabeto y taciturno”
Carlo Greppi (Turín, 1982) conoció la historia de Lorenzo Perrone en un documental –Coraje y misericordia (Nicola Caracciolo, 1986)–, donde el escritor Primo Levi comentaba su vínculo con el albañil. La historia lo conmovió y desde entonces reúne el material que derivó en El hombre que salvó a Primo Levi (Crítica, novedad de noviembre). En su prólogo, pone a Perrone a la altura de Oskar Schindler o Giorgio Perlasca, “aunque su origen social era completamente distinto. Este personaje pobre y turbulento, casi analfabeto y taciturno, era un hombre –como escribió también el químico turinés (por Levi)– cuya humanidad era pura e incontaminada”.
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