Dos lenguas. Noches de insomnio decodificando las canciones de Los Redondos y del flaco Spinetta
La escritora francesa radicada en la Argentina, Mónica Zwaig, les una habitante de dos lenguas . “Aprender un idioma es muy parecido a quedarse en ropa interior frente a desconocidos”
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Amanda es francesa, hace diez años que vive en la Argentina y, sin saber muy bien por qué, se anota en un curso de italiano en el CUI, el centro de idiomas de la UBA. Sus compañeros, todos argentinos, estudian idiomas para irse del país; ella, sin tener muy en claro las razones, quiere quedarse.
En la cabeza de Amanda, el español y el francés hacen de las suyas; habitante de dos lenguas que también son dos formas de ser, ahora intenta sumar el italiano, tercera lengua romance a procesar. Mientras tanto, el calor de diciembre comienza a hacerse sentir. Es 2022, y pronto la chica francesa que también es un poco argentina descubrirá que el último mes del año es cosa seria en este país. Mucho más si en ese mes se juega el Mundial.
Aprender un idioma es muy parecido a quedarse en ropa interior frente a desconocidos, piensa Amanda mientras acata los juegos de integración que propone el profesor de italiano. Cuando uno aprende un idioma nuevo es un idiota sin defensa por mucho tiempo, sentencia. Creo que para aprender un idioma, para mantenerse en el aprendizaje y no tirar la toalla, no dejar países por la frustración y la vergüenza de ser adulta y hablar como un niño de diez años, por ser humano y sentirse chimpancé, hay que dejar la susceptibilidad atrás, seguirá diciéndose a sí misma.
Piba, fille y ahora incipiente ragazza, recordará sus primeros tiempos en Buenos Aires, cuando entendía poco y nada de una lengua, la argentina, bastante distinta del español que se estudia en los institutos de idiomas europeos. Y volverá a sentir eso que le pasaba durante largas noches de insomnio dedicadas a decodificar qué cuernos querían decir en sus canciones Los Redondos o Luis Alberto Spinetta.
Amanda, es cierto, padece. Pero no sufre: el humor, discreto y eficaz, impregna su mirada. Y es esa capacidad para la sonrisa –una ironía que jamás deja de ser tierna– lo que quizás mejor defina a Mónica Zwaig, abogada y escritora, francesa radicada en la Argentina que escribió La interlengua (Blatt & Ríos) un libro delicioso que nos sumerge en las contrariedades de Amanda, personaje de ficción y voz cantante del relato. “Me gustan los personajes que no tienen certezas, que están en la búsqueda, que escuchan palabras que deberían darles certeza, pero, como los sentidos siempre son múltiples, no se la dan”, explica la autora.
Así ocurre, por ejemplo, la noche en que Amanda escucha por primera vez la palabra “chongo”. Es viernes por la noche y unos colegas la invitan a tomar unas cervezas después del trabajo. No hace tanto que ha llegado a la Argentina, está allí, en un bar con unos amigables semidesconocidos, y una de las chicas del grupo lanza la pregunta:
–¿Ya tenés chongo?
–No sé. ¿A lo mejor sí? Depende a qué le decís chongo.
–No sé cómo explicar eso.
Las palabras. Los infinitos matices. La lengua que se escurre por fuera de los manuales, las gramáticas y cuanto sistema quiera enclaustrarla, salvando y a la vez revelando indefinibles distancias.
A Mónica Zwaig siempre le gustaron los idiomas. Hija de argentinos, nació en Francia cuando sus padres ya estaban plenamente asimilados a la cultura francesa. Aunque el castellano aparecía en alguna que otra visita de los abuelos, su infancia, sus estudios y toda su primera sociabilidad se hizo en francés. “Hasta el día de hoy hablo con mis padres en francés –cuenta–. No se me ocurriría hablar con ellos en castellano”. En la escuela estudió español; también estudió alemán. A la hora de elegir profesión, se inclinó por la abogacía (“que es otro idioma”, asegura).
El estudio de las Leyes le dio estructura, le permitió descubrir cuánto le gustaba escribir (un alegato es un texto que exige argumentación, desarrollo, construcción) y también le permitió dar cauce al gusto por la actuación: en Francia las exposiciones de los abogados en un juicio exigen trabajar con el despliegue del físico, la voz, los movimientos… y Mónica indagó por su cuenta en el teatro y la dramaturgia.
Tras recibirse, se especializó en Derechos Humanos y cursó posgrados en Inglaterra y en su país. “Me especialicé en eso totalmente de casualidad –cuenta–. Aparecieron en mi entorno personas que trabajaban en este tipo de casos, gente de la Cruz Roja, de Médicos sin Fronteras; era un ambiente interesante, plurilingüe; a mí me gustaban los idiomas, quería viajar, y era una perspectiva que tenía mucha adrenalina, tenías que resolver muchos problemas, no tenía nada que ver con estar todo el día sentada detrás de un escritorio firmando expedientes. Yo tenía 22 años y me pareció que esa rama de la abogacía implicaba un universo muy humano, te encontrabas con historias increíbles. A mí me gusta la humanidad, y cuando trabajás en derechos humanos ves esa convivencia de lo peor y de lo mejor… una tensión que permanentemente te tiene alerta”.
–¿Te permite tocar la esencia de lo que somos? ¿Sombra y luz?
–Sí, es nuestra historia, la de la humanidad en todo el planeta. ¿Y sabés dónde se busca la supervivencia, sobre todo? En el humor.
–¿Cómo aparece la Argentina en todo esto?
–Llegó la noticia de que se habían reabierto las causas de lesa humanidad. Afuera eso se vio como un logro muy importante, la Argentina es conocida por haber hecho algo muy especial y único. Me dio intriga, me dije: “Esto me queda cerca y me queda lejos”. Cerca, porque tengo familia acá; lejos porque tenía que atravesar muchas cosas para venir. Pero vine y empecé a trabajar como pasante en las causas que se llevan en Comodoro Py.
"Casas donde se hablan varios idiomas, se mezclan las palabras: ahí hay una riqueza que quería tomar"
En algún momento, entre la decisión de especializarse en derechos humanos y la decisión de venir a la Argentina, ocurrió algo. Mónica se enteró de los sucesos ocurridos durante la última dictadura en la Argentina –un tema del que nunca se había hablado en su casa–, y descubrió que la partida de sus padres a Francia tenía que ver con eso. “Me parece que el silencio habla, que hay una transmisión de la memoria, de una forma u otra”, reflexiona la abogada y escritora, que ya lleva 15 años viviendo en nuestro país, sigue recorriendo los pasillos de Comodoro Py y continúa trabajando en casos que se hunden en lo más tenebroso de la condición humana. Pero a la vez –y quién pudiera acceder a esa alquimia– preserva el don de la gracia, el humor, una creatividad en la que las palabras, sea cual sea la lengua a la que pertenezcan, se convierten en parte del juego.
“Cuando llegué a la Argentina, me encontré dos cosas. Por un lado, la parte profesional; aunque todavía no hablaba bien el idioma y Comodoro Py me resultaba muy hostil, el trabajo que podía hacer me parecía fascinante –rememora–. Lo otro que me emocionó mucho fue la escena cultural argentina. Yo hice teatro, siempre me gustó, y acá descubrí la escena musical, el teatro independiente. Me fascinó ver cómo lograban construir tanto a veces con tan poco. En Francia hay muchos subsidios para la actividad cultural, también una burocracia importante. Pero acá no, y me dije que había muchas cosas que aprender. Hice cursos con Matías Feldman y Santiago Gobernori, descubrí a (Rafael) Spregelburd”.
Con el escritor Félix Bruzzone, Mónica interpreta Cuarto intermedio, una obra que se presenta en el Teatro Picadero y se anima –de un modo totalmente desenfadado– a indagar en la sustancia de los juicios de lesa humanidad. El lenguaje, los matices, la ironía y la posibilidad de encuentro más allá de los vericuetos de las palabras, tienen aquí un lugar importante. También lo tenían en Una familia bajo la nieve, su primera novela. Mónica ya estaba en la Argentina cuando la escribió, y la primera versión le surgió enteramente en francés. “La terminé, la cerré. Y arranqué de cero en castellano –explica–. La interlengua la hice desde un comienzo en castellano.”
–¿Por qué la ubicaste en la época del Mundial?
–Mi gran problema mientras la escribía era en qué presente ubicarla. La empecé en 2019 y en el medio vino la pandemia… Ya me parecía difícil escribir sobre clases de idioma, era un desafío que resultara llevadero, una clase suele ser aburrida. Pero a mí me gustan los desafíos; los juicios son aburridos, pero bueno, una ve cómo los cuenta, cómo pueden interesar. Con esto lo mismo. Y cuando vino el Mundial, me dije que era el momento.
Efectivamente, era el momento, y así se fue traduciendo en la escritura: Había dos semanas que Mario estaba instalado en lo de Simón cuando nos enteramos de que la final iba a ser Francia contra Argentina. Toda la vida había soñado con una final así pero ahora me parecía una tragedia y no era por lo que pasaba adentro mío, porque ya hacía rato que no me importaba, era por lo que pasaba afuera. Nunca me pareció un plan ser francesa en Argentina, nunca me gustó que me pusieran del lado de los macarons, de la tapisserie, del queso azul (que ni siquiera me gusta), del colonialismo o del perfume. Y ahora no me gustaba estar del lado de los enemigos. El otro es un espejo horrible.
–¿Cómo trabajaste lo autobiográfico?
–No quise hacer algo testimonial ni biográfico, no me siento para nada cómoda en eso, me gusta buscar la ficción. Estos personajes me permiten contar la historia desde el lugar de la lengua. Siento que mi castellano está atravesado por eso y si uso este personaje, puedo escribir desde ahí. En cambio, si uso un personaje cien por ciento argentino, ya escribo otra cosa. Y a mí lo que me interesa es, en La interlengua más que nada, construir un personaje atravesado por una gran neurosis lingüística. Me doy cuenta de que me gustan los personajes que me permiten jugar con esta desorientación, esa desubicación del lenguaje, que permiten extranjerizarlo y escribir con esa mirada.
–¿Cómo te llevás con esto de vivir entre dos idiomas?
–A mí me cuesta. Incluso después de las diez de la noche ya no puedo hacer ese ejercicio mental… Sin embargo, creo que ahora está siendo más fácil. Cuando llegué era muy agotador, tenía la sensación de no entender nada.
–”El problema es que uno siempre es de afuera”, dice Amanda. La mayoría de las historias de migrantes son muy tristes; La interlengua no lo es, aunque sin embargo…
–Yo a veces la menciono como una “tragedia feliz”. Está todo bien, pero hay un dolor, un duelo. Y no me pasa solo a mí. En todos los lugares donde viví, incluida Francia, conocí gente que venía de otros lados y eso es algo que claramente me interpela. Lo observo, es algo que genera un conflicto lindo… Casas donde se hablan varios idiomas, se mezclan las palabras: ahí hay una riqueza que quería tomar. La literatura a veces es algo tan estructurado, tan solemne… yo lo quería mostrar desde otro lugar. No me interesa la verdad en literatura. Creo que todo trabajo literario termina siendo ficción. La nacionalidad es una ficción, la identidad lo es, escribimos desde ahí. En mi caso, escribo con una cabeza complicada entre idiomas, entre culturas. Es el entre.
–¿Como el entre-deux del francés, tan difícil de traducir con exactitud?
–Es terrible, porque no existe la equivalencia. Y tampoco las identidades. Si hablo en castellano no soy la misma persona que cuando hablo en francés. La interlengua es un delirio, en el sentido de que la narradora podría enloquecer. Y me parece que eso existe. Hay una cosa muy dura cuando adquirís otro idioma, que es perder un poco el que ya tenías. Hay que ser muy fuerte, porque hay una desestabilización. Creo que la novela habla mucho de la parálisis, porque la narradora no puede dar un paso adelante o un paso atrás, no existe el país que conoció, y es el conflicto de una persona que no puede pertenecer del todo a nada.
–Algo así como vivir en continuo extrañamiento.
–Me cuesta generalizar, pero a mí me pasa mucho. Muchas de mis neurosis pasan por la lengua, preguntarme: ¿eso lo entendí? ¿Eso lo dije bien? Como si el malentendido tuviera que ver con el cambio de idioma, como si no existiera siempre. Hay una capa de enorme inseguridad que tiene que ver con el concepto de inseguridad lingüística, me parece. Es algo que te puede afectar incluso si no cambiaste de idioma. Está ligado a la clase social, en Francia se lo menciona en relación a lo que pasa cuando las personas se enfrentan a otra clase social y sienten que no pueden expresarse.
Tal vez es siempre difícil entender a una madre y la lengua materna no es más que una metáfora de todos los años de análisis necesarios para desenredar los hilos de las letras que las madres cosen en secreto en habitaciones oscuras, piensa Amanda, el personaje. Zwaig, la escritora, nos dice que adora a Zanetti, otro personaje de la novela, un italiano que enseña su lengua en la Argentina y que les dice a sus alumnos que este país “le dio todo”. Mónica, la mujer, nos advierte que hay que ir cerrando la charla porque tiene que ir a buscar a su hijo, un pequeñín que en su casa escucha hablar en argentino. Y en francés.
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